Presos sin retorno
Los trámites para la repatriación de los cerca de 2.500 presos en cárceles extranjeras, en contraste con el caso de Ángel Carromero, se demoran casi dos años
A sus 20 años, Raquel Marinero Hércules ha estado ya muy cerca del infierno. El 4 de septiembre de 2011 estaba embarazada de tres meses y medio. En el aeropuerto Juan Santamaría de San José (Costa Rica), donde hizo escala desde Panamá antes de regresar a España, empezó a sufrir fuertes vómitos. Además de una hija en sus entrañas, Raquel llevaba en el vientre 55 bolas con casi un kilo de cocaína. Sintió miedo por la vida de su bebé y se entregó a la policía. Confesó. Fue condenada a más de cinco años de prisión. Tras cuatro meses entre rejas, el 19 de enero de 2012, dio a luz, de modo prematuro, a Mía. Hoy su familia lucha con uñas y dientes para que ambas vuelvan a casa.
A Raquel le prometieron 8.000 euros y le dijeron que, como estaba embarazada, no tendría que pasar por el escáner aduanero, según relata su madre, Cristina, por teléfono desde Cartagena (Murcia). “Con 18 años Raquel se fue de casa. Trabajaba en Madrid de peluquera y conoció a unos amigos dominicanos que la metieron en esta mierda”. La joven contó en abril del año pasado al Diario Extra de Costa Rica que comenzó a traficar cuando se quedó embarazada, con 19 años. “Me pegaba a mi cuerpo cuatro kilos de cocaína y viajaba en el AVE. Llegaba a un hotel y los narcotraficantes me la tenían lista. Al pegarla al cuerpo con una faja colombiana, no se notaba que la llevaba”. Llegó a “mover”, según confesó, más de 100.000 euros. “El dinero que fácil viene, fácil se va”. Después de que la detuvieran en Costa Rica, pasó 17 días hospitalizada. No podía comer nada porque tenía que expulsar la droga.
Además de Raquel Marinero, otros 2.453 presos españoles purgan condena en cárceles extranjeras, según datos actualizados del Ministerio de Asuntos Exteriores. El 83% están penados por delitos de consumo o tráfico de drogas. Algo más de la mitad permanecen en penales latinoamericanos; un 33% lo hacen en países europeos y un 8% en África. El 4% restante se divide entre Norteamérica y Asia, donde están algunas de las cárceles más peligrosas del mundo.
El 83% está condenado por posesión o tráfico de drogas
“A mí la cónsul me ha dicho que no me queje porque mi hija podría haber caído en Colombia o Perú”, relata Cristina. “Raquel tiene suerte, dentro de lo que cabe, porque está solo con mujeres, muchas con niños, en la cárcel del Buen Pastor de San José”. Los cuatro meses que estuvo en una prisión común, fueron horribles. “Están hacinados, duermen en el suelo porque no hay colchones y la prisión está llena de drogas. Los controles para pasar una lima son muy altos, pero cuchillas y drogas entran sin problema”.
El país donde más presos españoles hay, con 276, es Perú. En Colombia, Brasil e Italia también se superan los 200. Las estadísticas dan después un goteo aséptico de países, de cifras, de números. Hay un apartado que el propio ministerio denomina “otros”. Es un cajón de sastre donde caben las prisiones de Tailandia, Malí u Honduras, algunos de los territorios con las cárceles más inseguras del mundo.
En Venezuela, donde cumplen condena 55 españoles, ONG y familiares denuncian palizas, torturas y extorsiones constantes. En 2011, murieron 560 presos y más de 1.000 fueron heridos, según el observatorio venezolano de prisiones. “Allí se vulneran constantemente los derechos humanos. Dentro de la cárcel, la mayor ley es la de los presos. Este trato no tiene nada que ver con la condena ni el delito. Deben volver”, denuncia la abogada Cristina Ogazón.
Regresar a España es la batalla más larga, y más cruel, para quienes cumplen condena en el extranjero. El traslado pueden solicitarlo los españoles con sentencia firme y que estén pendientes de cumplir al menos medio año de cárcel. El país donde se ha dictado la condena y España deben dar su consentimiento.
Según la ONG Movimiento por la Paz, que asiste a familiares de presos, el trámite administrativo puede durar un año y medio. La letrada Ogazón eleva el cálculo hasta los 24 o 30 meses. “Además, una vez que los dos países dan su visto bueno, puede tardarse más de un año en que vengan. En el caso de Ángel Carromero [el dirigente de Nuevas Generaciones de Partido Popular condenado en Cuba tras un accidente de tráfico en el que murieron Oswaldo Payá y Harold Cepedo y a quien Instituciones Penitenciarias concedió la semana pasada el tercer grado] se ha tardado 15 días en el traslado efectivo a España desde que los países se pusieron de acuerdo. Ni siquiera es el tiempo medio que suele demorarse el proceso. El Gobierno ha trabajado de forma efectiva y rapidísima, pero se ha olvidado del resto de presos”.
A través de sus consulados, España concede una ayuda económica para los casos “de necesidad”. Son como máximo 120 euros al mes. La mayoría de las familias envía una cantidad complementaria. “El Consulado en Costa Rica le da a mi hija 20 euros”, relata Cristina. “De esa cantidad le descuentan, por ejemplo, los sellos que envía en cada carta. Yo intento mandarle 100 o 150 euros cada mes. Estoy en paro y no me da para más”. Una vez al mes manda también paquetes con comida, pañales y purés para la niña. “Lo hago a través de personas que conocí cuando he viajado a Costa Rica”.
Ogazón, sin embargo, defiende sin fisuras la tarea de los consulados de los países donde hay presos españoles. “La labor que hace el consulado en Venezuela es encomiable. Visita de forma regular a los reclusos. Entran incluso y se la juegan. Con las condiciones que hay en esas cárceles nadie les garantiza que vayan a salir sin problemas. Por poner un ejemplo, el candado de muchas celdas lo tienen los presos, no los guardias”.
Duermen en el suelo”, dice la madre de Raquel, penada en Costa Rica
El dinero que reciben los reclusos es muchas veces la causa de las extorsiones que sufren. “En Costa Rica piensan que como eres español, tienes duros”, expone Cristina. Y en Venezuela, “si los españoles quieren seguir vivos, deben pagar la causa [una especie de impuesto revolucionario]”, denuncia la abogada Ogazón. Pagar por un colchón para dormir, pagar por los medicamentos, pagar por la comida, pagar por seguir vivo. Pagar. Pagar por todo.
La historia de los presos es también la historia de sus familias. La angustia a miles de kilómetros, el miedo y el día a día pendiente de una carta, de una llamada que confirme que la vida sigue y que, quizá, el regreso esté cerca. “La semana gira en torno al viernes, cuando hablamos dos minutos por teléfono”. Cristina tartamudea su angustia de modo acelerado: “Mi hija Raquel precisa tratamiento psicológico y allí no puede tenerlo. En la cárcel, en la embajada… Raquel es para todos un muerto que les ha caído encima. Mi nieta Mía ha cumplido un añito este sábado. Yo podría traerla, claro que sí; pero la niña es la salvación de mi hija”.
Cristina Hércules concluye con la súplica más común en boca de los familiares de los presos en el extranjero: “Yo nunca he pedido que dejen libre a Raquel. Quiero que cumpla la condena en España y poder ver crecer a mi nieta. Solo eso. ¿La justicia es igual para todos?”.
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