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Columna
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Transiciones

Enrique Gil Calvo

¡Vaya navidad! Esto no es vida, es no-vidad: tres millones de funcionarios, muchos emparejados entre sí, nos hemos quedado sin paga extra. El potlach del gasto consuntivo tendrá que esperar tiempos mejores, mientras la cuenta de resultados del comercio y la hostelería se queda sin cuadrar. Todo mientras la sanidad madrileña está bloqueada (con 5.000 operaciones quirúrgicas suspendidas) porque el PP neoliberal se niega a reconocer su decisión de privatizarla. Y ante la pregunta de Calderón, “¿habrá otro más pobre y triste que yo?”, solo nos queda el mísero consuelo de hallar la respuesta viendo que otros, los seis millones de parados, van recogiendo los despojos que los demás arrojamos a la cuneta. De modo que el clima ciudadano de esta quinta navidad en crisis está resultando más deprimente y desmoralizador que nunca.

Es verdad que la primera de la serie (2008-2009) resultó mucho peor en términos absolutos, dada la brutal caída de la actividad, el empleo y el consumo que súbitamente se produjo, en fuerte contraste con el impresionante boom de la navidad anterior. Pero por entonces aún parecía que la inesperada crisis era un choque coyuntural, destinado a ser corregido a corto plazo. Mientras que este año hemos abandonado toda esperanza de pronta recuperación, pese a los brotes verdes que este Gobierno porfía en anunciar igual que hizo el anterior. Pero nadie les cree, pues la mejoría de los indicadores financieros solo se debe al rescate europeo de nuestra banca insolvente, mientras que la economía real prosigue su caída en el deterioro crónico que la llevará al 27% de desempleo sin que se vislumbre ninguna recuperación el año próximo.

Y entretanto nuestra clase política (por mucho que rechace esta etiqueta acuñada por Gaetano Mosca hace más de un siglo) prosigue a espaldas de la ciudadanía encerrada con su único juguete de la lucha por el poder, confirmando así ese mismo elitismo que el propio Mosca contribuyó a definir. Un elitismo contrario a su teórica función representativa que además está siendo reforzado por la actual coyuntura política, obsesivamente centrada como está en el contencioso de la cuestión catalana. En su discurso ante el debate de investidura, el presidente Mas volvió a insistir, como hizo dos años antes con idéntico motivo, en que Cataluña tiene que hacer su transición nacional. Una transición hacia un Estado propio (independiente, se entiende) cuyo descomunal y ensordecedor ruido político está destinado a silenciar tanto la evidente corrupción de la élite dirigente catalana como sobre todo los injustos sacrificios impuestos a la ciudadanía a la que se afirma representar.

La clase política sigue de espaldas a los ciudadanos su lucha por el poder

Pero si nos fijamos en ese concepto de transición recordaremos que nuestra transición a la democracia, la de 1975 a 1978, también estuvo presidida por un feroz elitismo que excluyó del juego político a toda la ciudadanía, que hubo de limitarse a refrendar el incierto resultado de los juegos de poder cruzados con cara de póker entre Suárez, Carrillo, Guerra y Fraga. Pues bien, hoy ocurre algo parecido. La transición catalana también se juega a la ruleta rusa en otro póker de la muerte (puesto que está en juego la desaparición de España tal como la conocemos), donde se enfrentan en primer plano del escenario Mas, Junquera, Duran y Navarro, mientras Rubalcaba y Rajoy conspiran desde el backstage. Todo ello dejando por supuesto completamente al margen los intereses reales de la ciudadanía catalana, suplantados como están por los intereses imaginarios de la fantasmagoría nacionalista.

Y además de este elitismo excluyente, aún hay otro paralelo todavía más preocupante entre aquella transición democrática del 75-78 y esta otra transición nacional a la catalana. Me refiero a la disyuntiva entre reforma y ruptura que presidió los debates sobre la institucionalización del nuevo régimen a instaurar. La reforma implicaba hacer la transición a partir de la legalidad del régimen anterior, pero respetándola estrictamente sin solución de continuidad. Como así se hizo, efectiva y afortunadamente. En cambio, la ruptura hubiera implicado vulnerar la legalidad entonces vigente para hacer tabla rasa con ella, creando ex nihilo otra legalidad nueva pretendidamente virginal. Lo cual hubiera supuesto un golpe de Estado jurídico para implantar ese estado de excepción que preconizaba el filósofo del derecho Carl Schmitt como fundamento instituyente de la soberanía estatal. Pues bien, hoy la élite política catalana también se debate ante un dilema análogo entre la transición por reforma que exige Duran Lleida, escrupulosamente respetuosa de la legalidad vigente, y la transición por ruptura que promueve Junquera, quien no encuentra inconveniente en violar la legalidad española si es para fundar la soberanía nacional de Cataluña. Entretanto, Mas se muestra ambivalente. Pero algún día tendrá que optar.

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