Felisa Bravo, 108 años, una república y dos guerras
Una fecha marcó la vida de esta mujer en el exilio: 20-N
Los sucesos de los que fue testigo, parte o víctima ocuparían varios tomos de enciclopedia. En el tiempo que estuvo en este mundo, en España hubo dos reyes, dos dictaduras, una república, una Guerra Civil y 37 años de democracia. Fuera de su país vivió, además, una guerra mundial contra el nazismo. Felisa Bravo, una mujer con mucho que contar, falleció el sábado a los 108 años.
La vida de esta republicana condenada, como tantos otros al exilio, estuvo marcada por una fecha: el 20 de noviembre. Un 20-N nació —en Aldealcorvo (Segovia), un pueblo que hoy tiene menos habitantes (27) que en 1904 (100)—; un 20-N enterró a su peor enemigo, Franco, y un 20-N a su marido, Manolo Salinas, que había salido moribundo de un campo de concentración.
El primer recuerdo que Felisa tenía de la Guerra Civil era un ruido, el que hacía un avión que iba todos los días a la Puerta del Sol a lanzar propaganda franquista. “Lo llamábamos el churrero porque aparecía siempre por la mañana”, explicaba a EL PAÍS en noviembre del año pasado. El peor, era un asesinato múltiple. “Vimos a soldados por el viaducto de la calle Segovia (Madrid). Al llegar a la altura de la iglesia, el cura y el sacristán abrieron fuego. Mataron a cuatro. Y entonces la gente entró en la iglesia, los sacó a la calle y los fusiló allí”.
Nieves, su primera hija, solo vivió diez meses: murió de meningitis poco antes de que estallara la Guerra Civil. Después, durante la contienda, Felisa perdió a su primo Juan, fusilado por ser de izquierdas; como su prima, por pertenecer a las Juventudes Socialistas Unificadas y su maestro. Su marido, Manolo, se hizo guardia de asalto para defender la República. “Nunca había tenido un arma entre las manos”, explicaba Felisa, “pero creíamos que la guerra iba a durar un mes, no tres años. Pero Franco tenía todos los apoyos y a los republicanos nos falló todo el mundo”.
En marzo de 1937 nació su segunda hija, a la que también llamó Nieves. Manolo iba y volvía del frente, mientras Felisa iba de refugio en refugio. Los bombardeos la fueron arrastrando hasta Francia. En enero de 1939 llegó a la frontera. “Aún me retumban en los oídos los lloros. No es lo mismo dejar tu país porque te vas a trabajar que porque te lo quitan. Irme sin saber si volvería y sobre todo, sin saber qué sería de los que se quedaban, fue lo más duro que he tenido que hacer en mi vida”, recordaba en su 107 cumpleaños. “No volví a ver a mi madre, ni a mis hermanos. Mi familia desapareció”.
La huida se convirtió para Felisa en un largo exilio. Su marido cayó preso. Estuvo dos años sin saber nada de él. Cuando volvió, no era el mismo. Estaba tan delgado que su hija no lo reconoció: al principio lloraba porque le daba miedo estar con aquel hombre que le decían era su padre.
En 1944 vivieron el desembarco de Normandía. Los norteamericanos acamparon cerca. Muchos eran latinoamericanos y hablaban en español de la comida de sus madres así que Felisa les hizo unas tortillas.
Terminó viviendo en la calle de la República, en Bobigny, a las afueras de París, en una residencia de ancianos. Decía que le aburría jugar a las cartas, como hacían sus compañeros. A ella le hubiera gustado ser actriz, “pero cómica”, aclaraba, “de las que hacen reír”.
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