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Tribuna
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Sin voz propia

Solo desde la impostura se puede decir que lo peor ha pasado

Josep Ramoneda

Al cumplirse el primer año de Mariano Rajoy en el poder, el sistema político español avanza hacia el autoritarismo posdemocrático; la crisis económica ha derivado hacia una profunda crisis social, con la mitad de la ciudadanía viviendo una situación de desclasamiento; las instituciones han alcanzado el mayor nivel de descrédito desde el principio de la democracia; y las tensiones territoriales han alcanzado niveles insólitos, con la independencia como proyecto político de referencia en Cataluña.

Desde el primer día, el Partido Popular ha incumplido sistemáticamente el programa con el que se presentó a las elecciones. Un ejemplo: la promesa de no aumentar la presión fiscal fue una de las estrellas de su campaña. En un año han subido 25 impuestos diferentes. El propio presidente ha achacado la brusca renuncia a sus propuestas a la dura realidad. ¿Qué es peor: la ignorancia o el fraude? Este pecado original ha determinado un inicio de legislatura marcado por la sensación de falta de liderazgo. Tanto en España como en Europa, se repite la pregunta sobre si hay alguien al mando. Mariano Rajoy gobierna sin voz propia, siguiendo las directrices exteriores y de los poderes contramayoritarios, escudado en la cantinela de que “no hay alternativa” y “hacemos lo que hay que hacer”. De hecho, es su deporte favorito, seguir el camino que le marcan y dejar que el tiempo fluya, confiando en que alguna mano invisible compense su impotencia.

Ante la falta de discurso político, la deriva hacia el autoritarismo. El Gobierno ha batido todos los récords en el uso del decreto ley; ha ninguneado sistemáticamente al Parlamento; ha utilizado el rodillo de su mayoría para neutralizar al legislativo; ha acabado con la primavera de Radio Televisión Española para devolverla a su función habitual de departamento de propaganda del Gobierno; ha aumentado el control sobre las autonomías; y ha intentado el asalto al poder judicial. Es la consecuencia de unas políticas que se fundan en la legitimidad tecnocrática como modo de justificar que no se puede hacer otra cosa que la que se está haciendo. Si no hay alternativa, ¿qué sentido tiene el debate político, la deliberación democrática? El autoritarismo de Rajoy es la expresión de la aristocracia tecnocrática que gobierna actualmente Europa, al servicio del poder financiero.

Para Rajoy lo peor de la crisis ha pasado. Y lo dice cuando el paro ha alcanzado las cotas más altas conocidas; cuando la inflación sube; cuando los indicadores anuncian que las exportaciones, lo único que funcionaba hasta ahora, caen, por la baja de la demanda del entorno; cuando gracias a los movimientos sociales, la miseria ha dejado de ser invisible y ya no hay Gobierno que pueda esconder la dramática realidad social de España. Solo desde la impostura del gobernante que cree que todo le está permitido se puede decir que lo peor ha pasado y se pueden mantener obstinadamente unas políticas que están llevando a la sociedad a tiempos de malestar y carencias básicas que parecían superados. Resulta obsceno que cuando un drama, como el de los desahucios, llega a la agenda pública, gracias al empeño de muchos ciudadanos, el Gobierno intente capitalizarlo con un apaño que aplaza un mínimo número de expulsiones y deja la ley intacta porque los bancos lo quieren así. Con una morosidad familiar baja, del 3%, si el Gobierno quisiera, se podrían evitar prácticamente todos los desahucios de primeras viviendas.

Está de moda la tesis de Acemoglu y Robinson que dice que la calidad de las instituciones públicas determina los éxitos y los fracasos de los países. Si es así, estamos cerca del desastre. Los gobernantes que deberían tomar la iniciativa, en sus cálculos cortoplacistas, piensan que les sale a cuenta la inacción. Hollande, sin embargo, lleva solo seis meses en el poder y ya tiene sobre la mesa una propuesta de Jospin cargada de medidas concretas de regeneración institucional. Rajoy debe confiar en que se regeneren solas. Es la misma táctica que parece decidido a utilizar en la crisis que ha estallado en su mandato: la territorial. No hay señales de que Rajoy tenga propuesta política alguna como alternativa al proyecto independentista catalán. Todo induce a pensar que dejará que el tiempo pase, confiando en que, si el conflicto se alarga, el independentismo pierda fuerza, fruto de cierta fatiga social. Esta política inercial de Rajoy nos ha llevado a un agravamiento de las consecuencias sociales de la crisis. ¿A dónde nos llevará en materia institucional y territorial? Un conocido sociólogo americano, próximo a Obama, tuvo recientemente un encuentro con Rajoy. ¿Quiere que transmita algún mensaje al presidente? “Comprensión, mucha comprensión”, fue la respuesta. Rajoy es así.

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