Volver a empezar
El problema del PSOE es identificar quiénes son los suyos, porque sus bases se han movido
Desde la segunda legislatura Zapatero, el partido entró en una pendiente, que en mayo de 2010 se convirtió en un barranco, y ahora no hay ningún síntoma que permita pensar que su caída electoral va a detenerse. Después de Galicia y el País Vasco, vendrá Cataluña, que no hará sino subrayar lo que ya está a la vista: que el socialismo español vive una profunda crisis de identidad que le ha dejado sin palabra en todos los ámbitos del debate político. No es una crisis coyuntural, es una crisis profunda, que se inicia con la pérdida de la hegemonía ideológica en España cuando Aznar alcanza la mayoría absoluta en 2000. Y que afecta al conjunto del PSOE y a todas sus decantaciones territoriales.
La estrepitosa derrota de 2011 ha dejado al PSOE en la invisibilidad. Tan grande fue la sensación de desastre que, en este momento, la ciudadanía ni lo ve ni le escucha. Poco importa lo que diga el PSOE: queda a beneficio de inventario. Casi nadie atiende a sus palabras porque todavía está atrapado por la imagen del descalabro. La palabra del PSOE es baldía porque nadie confía en él. Y cuando se llega a esa situación, cuando un partido se desvanece en la escena porque nadie atiende a lo que dice, diga lo que diga, sólo hay tres soluciones: un cambio de liderazgo, que provoque un retorno de la atención; un ritual de refundación, suficientemente ruidoso para que la gente piense que algo cambia, que conduce también al relevo del jefe; o una iniciativa política muy fuerte que modifique las condiciones de la partida. Para que una de las dos primeras opciones sea efectiva, se necesita un líder alternativo fuerte. En este momento, ninguna de las personas que, de una forma u otra, se han asomado a la escena parece reunir las condiciones que un liderazgo de renovación exige. La segunda opción, la refundación, podría tener la ventaja, si se hiciera a partir de un proceso realmente abierto y participativo, de ofrecer la oportunidad de que aparezcan los necesarios protagonistas del cambio que ahora no se vislumbran en el horizonte. La tercera opción no solo requiere una idea muy potente —capaz de emerger en medio de la crisis económica y de la crisis de Estado—, sino que necesita de un partido cohesionado y fuerte para dar una batalla de futuro, y no parece que este sea el estado del PSOE.
En este momento, el PSOE está desubicado en todos los ejes de la política. En el eje identitario, tiene dos opciones: alinearse en un proyecto unionista y recentralizador con el PP, que le situaría en una posición ancilar por largo tiempo; o buscar la alianza con las periferias para plantear una reconstrucción del Estado, pero el fracaso de la estrategia de la España plural de Zapatero planea sobre los socialistas. En el eje económico y social, la rendición de Zapatero a la ortodoxia comunitaria empalma directamente sus políticas con las de Rajoy. Es difícil con esta carga aparecer como alternativa creíble. La modificación de la Constitución para fijar los límites del déficit es un pecado original de difícil redención. En el eje político institucional, el PSOE no solo está contaminado como el que más por las políticas clientelares y los comportamientos de casta, sino que no ha avanzado ni un solo paso en la renovación de las maneras de hacer política —la oposición es un buen sitio para predicar con el ejemplo—, ni ha planteado propuesta alguna para la renovación institucional que la ciudadanía pide ante la manifiesta esclerosis política. De modo que en el PSOE todo está por reconstruir.
La única ventaja que tienen los socialistas, en este momento, es que disponen de la libertad que da tenerlo todo perdido. El PSOE ha vuelto a la casilla de partida: al inicio de la acumulación de capital político. Es decir, de la recuperación de la confianza de los suyos, condición indispensable para aspirar a volver al poder. El problema está en identificar quiénes son los suyos. Porque sus bases se han movido. Y algunos de sus electores, por lo menos los más exquisitos, se han convertido en gente de patria y orden. El mimetismo de la derecha ya se ha visto que conduce al fracaso. La izquierda no es nada sin cierta idea de progreso, vinculada a la justicia, a la igualdad y a la libertad, y tiene que saber detectar a quienes encarnan hoy estas actitudes, porque probablemente no se corresponden exactamente con sus bases sociales históricas.
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