Españolizar Cataluña
¿Hasta cuándo podrá soportar la democracia española la ramplonería dialéctica de la clase política?
En 1905, y recién desembarcado en Nueva York, el arzobispo de Canterbury y primado de la Iglesia anglicana declaró a los periodistas que le recibieron que el propósito de su visita —todo un acontecimiento histórico— era estrechar vínculos entre la Iglesia de Inglaterra y las diferentes confesiones evangélicas del Nuevo Mundo. En el posterior turno de preguntas, un periodista le pidió su opinión sobre la gran cantidad de prostíbulos existente entonces en Manhattan, y el arzobispo, tratando de eludir el tema, respondió: “¿Hay muchas prostitutas en Manhattan?”. Al día siguiente, un diario publicó a toda página: Primera pregunta del Arzobispo de Canterbury al llegar a Nueva York: ¿Hay prostitutas en Manhattan? La historieta —de veracidad dudosa en algunos de sus puntos— suele utilizarse en las escuelas de periodismo para ejemplificar la forma en que palabras colaterales pero impactantes y de ambigua interpretación pueden imprevistamente desviar el foco informativo de lo que en principio debía ser el principal hecho noticiable. Regalar al hablar —y ya sea consciente o inadvertidamente— un titular es el modo más seguro de robarle protagonismo mediático a lo que realmente se pretende transmitir.
Y, sin duda, algo muy parecido a esto es lo que ha ocurrido hace unos días en la sesión parlamentaria en que el ministro Wert indicó su propósito de españolizar a los escolares catalanes. Inmediatamente aclaró lo que pretendía decir exactamente con esa polisémica expresión: fomentar que en Cataluña los escolares lleguen a sentirse, a la vez, catalanes y españoles. Pero para entonces, el revuelo armado por sus primeras palabras (toda una perla como titular) había hecho ya estrepitosamente inaudibles las explicaciones que vinieron después y que constituían, de hecho, el verdadero mensaje que trataba de expresar.
El 72% apoya que se enseñe a los niños a sentirse a la vez catalanes y españoles
Por encima de su más inmediato carácter anecdótico, este suceso sugiere un par de reflexiones. En primer lugar, cabe preguntarse hasta cuándo podrá soportar nuestra democracia la ramplonería (por no decir inanidad) dialéctica de nuestra clase política. Remolinos de descalificaciones, exabruptos e insultos, acompañados de gratuitos —y siempre fascistoides— juicios de intenciones, como los originados ahora por las palabras de Wert, constituyen, en realidad, la mezquina moneda corriente de nuestra vida parlamentaria a todo lo largo del arco ideológico. No se producen verdaderos debates que logren prender el interés ciudadano porque nadie parece dispuesto a entender sincera, respetuosa y honestamente lo que el adversario dice para tratar así de contrargumentarle con fundamento y de paso elevar, dignificándolo, el tono del debate público. Una auténtica desgracia que debe remediarse cuanto antes, pues remedio tiene. Como pedía en estas páginas hace unos días José María Izquierdo, por el bien de nuestra democracia debemos estar, a la vez, a favor de los políticos y a favor de que cambien: pero eso sí, mucho y ya.
La segunda cuestión es aún más preocupante: ¿cómo es posible que nuestros políticos conozcan tan mal lo que realmente piensan y sienten aquellos a quienes representan? Todos ellos propenden a presentarse como la voz del pueblo —y, en ocasiones, de todo el pueblo—, pero con excesiva frecuencia los sondeos (que, pese a sus posibles deficiencias, logran captar de forma razonablemente fiable el sentir ciudadano) dejan patente lo errado de esa pretensión. En el caso concreto del fomento, o no, en los centros educativos catalanes de las identidades nacionales compartidas, los datos del sondeo de Metroscopia que acompañan estas líneas resultan tan rotundamente claros que de un plumazo aventan tanta palabrería hueca como al respecto se ha podido oír en estos días. El 72% de la ciudadanía catalana está de acuerdo con que en sus colegios “se trate de enseñar a los escolares a sentirse, a la vez, catalanes y españoles, es decir, a sentirse tan orgullosos de ser catalanes como españoles”. Y lo llamativo es que esta propuesta de fomentar en las nuevas generaciones sentimientos identitarios incluyentes merece el acuerdo del 69% de los votantes de CiU, del 79% de los del PSC, del 97% de los del PPC y del 57% de los de ICV. Solamente entre los votantes de ERC las opiniones al respecto se dividen (de hecho, son incluso algunos más, 47%, quienes están de acuerdo que quienes se muestran en desacuerdo, 43%). En el fondo, estos datos no deben extrañar de una ciudadanía en la que tan solo una minoría (entre el 19% y el 25%, dependiendo del momento y del sondeo) expresa un sentimiento identitario nacionalista (español o catalán) exclusivo y excluyente y en la que el sentido común y la capacidad de convivencia siguen constituyendo rasgos esenciales de su ADN cívico colectivo.
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