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Tribuna
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Novedades vasco-catalanas

El domingo no solo se decide quién va a gobernar Euskadi sino si habrá los votos suficientes para evitar meternos o que nos metan en una aventura de incierto desenlace

Los dos principales factores de incertidumbre de las elecciones vascas del domingo son el efecto que pueda tener en el resultado la ausencia de ETA (y su consecuencia: la presencia electoral de la izquierda abertzale) y la posible influencia del sobrevenido independentismo catalán sobre el nacionalismo vasco y sus votantes.

Serán las primeras elecciones autonómicas vascas sin el condicionante directo de la amenaza terrorista, por lo que no hay referencia válida para deducir su incidencia en el ánimo del electorado. Las legislativas de noviembre estaban demasiado próximas al cese de ETA para sacar conclusiones aplicables hoy. Pero las encuestas sí parecen desmentir la hipótesis de que, sin la amenaza de ETA, la izquierda abertzale se hundiría en las urnas.

Tampoco se ha cumplido la intuición, defendida sobre todo por el PNV, de que dejar gobernar a la izquierda abertzale en las instituciones en que fuera la minoría mayoritaria, sin tratar de evitarlo mediante coaliciones alternativas, revelaría su incapacidad para gestionarlas, lo que le haría perder votos rápidamente.

Es posible, sin embargo, que ese deshinchamiento se produzca cuando desaparezca el voto deferente de quienes desean agradecer a ETA y a su brazo político el abandono de la violencia; o bien, favorecer su irreversibilidad, que relacionan con un buen resultado electoral de los seguidores de Otegi. Este ha dicho estos días en Gara (y escrito en su reciente libro-entrevista El tiempo de las luces) que quien ha conseguido cerrar el ciclo de la violencia ha sido la izquierda abertzale, cuyos dirigentes “fueron capaces de convencer a ETA”.

Seguramente es cierto que hicieron esa gestión ante los encapuchados, pero la cuestión es qué hizo que esos dirigentes llegaran a la conclusión, tras 30 años de justificar los asesinatos, de que la lucha armada no tenía futuro porque provocaba más inconvenientes (detenciones, rechazo popular) que beneficios para su causa. Y qué hizo que la propia ETA, opuesta de entrada a los planteamientos de Otegi, fuera incapaz de imponer su posición por la vía tradicional de lanzar una ofensiva terrorista que pusiera orden en sus filas.

La respuesta más lógica es que fue la política antiterrorista desplegada por el Gobierno con el apoyo de los partidos democráticos y de la opinión pública, incluida la vasca, lo que, tras el atentado de Barajas, convenció a Batasuna de que no habría legalización ni por tanto posibilidad de participar en las elecciones y las instituciones mientras ETA no renunciara definitivamente a la violencia; y que tampoco habría negociación política sobre sus objetivos (Navarra, autodeterminación) como condición para una retirada táctica de ETA. Lo que, como reconoce Otegi en su libro, les llevó a la convicción de que su única salida era adoptar medidas unilaterales, incluyendo la renuncia a la estrategia politico-militar, lo que implicaba convencer a ETA de que declarara el cese definitivo.

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De las opiniones de Otegi en ese libro se deduce que su ruptura con la estrategia terrorista es real, aunque sigue hablando de un proceso de cambio negociado del marco político para incorporar sus objetivos. La novedad es que en lugar de bombas propone una línea de movilización, desobediencia civil y suma de fuerzas soberanistas. En la práctica, sin embargo, los otros carriles quedan supeditados a este último, el electoral; y más desde que el nacionalismo catalán ha planteado la posibilidad de llegar a la independencia partiendo de una mayoría parlamentaria soberanista.

Una mayoría que para ser tomada en serio dentro y fuera tendría que incluir a alguna fuerza no nacionalista. La experiencia indica las dificultades de los partidos de ese signo para competir en igualdad de condiciones con los nacionalistas, solo interesados en alcanzar ventajas para la propia comunidad, sin preocuparse por su efecto en las demás. Pero también demuestra que el remedio de intentar desbordarles en su terreno tiene el efecto de radicalizar a los partidos genuinamente nacionalistas, con resultados que hoy están a la vista.

En la campaña vasca, Patxi López ha tomado distancias con esa novedad catalana asumiendo expresamente, frente al independentismo, la defensa del autogobierno plasmado en el Estatuto de Gernika como marco (reformable) más integrador de la pluralidad vasca. Su argumento es que la autonomía política no es un paso intermedio hacia la independencia; son dos cauces diferentes. El respeto a los pactos que permitieron a Euskadi tener la autonomía más amplia de cualquier nacionalidad no estatal europea implicaba la renuncia tácita a aventuras soberanistas. El fin del terror ofrece la oportunidad para renovar y ampliar el consenso que legitimó el Estatuto de Gernika. La independencia lo estrecharía, pero una reforma pactada podría acoger a esa mayoría que considera compatibles sus identidades vasca y española.

El domingo no solo se decide quién va a gobernar Euskadi sino si habrá los votos suficientes para evitar meternos o que nos metan en una aventura de incierto desenlace. El afán banderizo por no ser menos que nadie casi nunca nos ha llevado a nada bueno, y sí, casi siempre, al desastre.

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