“Saltar la valla es gratis y no tengo dinero para entrar en patera”
Los cientos de subsaharianos que se agolpan en bosques cercanos a Melilla a la espera de cruzar ilegalmente la frontera se organizan para sobrevivir
“La vida en el bosque es muy difícil, muy dura. Y, al menos, ahora es verano. En invierno hace frío, y no tenemos con qué taparnos. Cuando llueve, aguantamos el chaparrón sobre nuestras cabezas. Si se rompe un zapato, no hay repuesto y caminas descalzo hasta que encuentras otro, probablemente roto también. Lavarnos es complicado. Solo podemos ir a los pueblos y echarnos encima agua de alguna garrafa. No comemos bien. No dormimos bien. Se sobrevive como se puede. Mal”.
Alou tiene 20 años. Lleva ocho meses viviendo a la intemperie en el monte Gurugú (Marruecos) junto a centenares de subsaharianos que confían en cruzar ilegalmente la frontera con Melilla para llegar a España. Salió de su país, Costa de Marfil, en 2005, y ha pasado desde entonces por varios países. “Mi madre y mi padre murieron en la guerra”, explica en francés. “Allí no tengo nada, ni forma de sobrevivir. Solo un hermano pequeño. Lo dejé en un campo de refugiados porque era muy pequeño; tenía cuatro años”.
Alou es uno de los rostros detrás del titular Asalto masivo a la valla de Melilla. Una de las dos caras de la emigración. Mientras los Estados tratan de controlar por cualquier medio los flujos migratorios, ellos, con historias terroríficas a sus espaldas, conocen las reglas del juego, pero no pierden la paciencia. Estos días están un poco desconcertados. No acaban de entender por qué a veces las autoridades marroquíes no les dan tregua y otras les dejan algo más tranquilos.
Crean grupos por países que lidera el que más tiempo lleva en el bosque
En estos momentos, la presencia policial es constante. “Está todo muy movido”, dice el camerunés Thierry Ba. “Los agentes marroquíes vienen y nos buscan por todo el monte. Se han llevado a mucha gente”. Centenares de subsaharianos han sido arrestados durante los últimos días tras los dos grandes intentos de asalto a la valla de Melilla de la semana pasada —algo que no ocurría desde 2005— y enviados a la frontera con Argelia.
El bosque tiene sus reglas. Individuales y colectivas. Es un lugar en el que nada puede fallar si se quiere sobrevivir. Los subsaharianos, la mayoría muy jóvenes, en torno a los 20 años, están organizados en unidades que ellos llaman guetos. Son pequeños grupos separados por nacionalidades. En una zona del bosque hay varios juntos: uno de Costa de Marfil, otro de Malí, otro de Camerún… Si alguien proviene de algún país con pocos representantes, puede incorporarse a otro. Hay más grupos en otras partes del Gurugú. Lo más importante es que todos tengan claro cuál es el suyo, porque no se puede sobrevivir solo. Sorprende, en todo caso, el grado de civismo que han logrado en un entorno tan hostil.
Cada gueto tiene un jefe. “Por lo general, es el que lleva más tiempo en el bosque”, explican Alou y sus compañeros. Es él quien reparte las tareas y quien sanciona a quien incumple las reglas. “Nos organizamos los distintos trabajos. Unos bajan al pueblo a por algo de comida y dinero. Otros van a buscar agua, que es muy difícil. Algunos van a por la leña y hacen la hoguera. Hay encargados de cocinar… Y si alguien se porta mal, se le castiga con alguna tarea extra”. El viernes por la noche, el jefe de Costa de Marfil había sido detenido por la policía y aún no habían elegido al nuevo. Estaban descabezados.
Se reparten las tareas: buscar comida, agua, leña, cocinar...
No hay problemas entre los guetos, dicen. Los jefes de cada uno se relacionan para organizar cualquier actividad conjunta y resolver lo que sea necesario. También los intentos de cruzar la frontera con Melilla. “A veces se sabe que va a haber un salto. Si quieres, vas, y si no, te quedas durmiendo. No es obligatorio”, dice uno de ellos. Pero tampoco profundizan mucho sobre sus acciones coordinadas, ni, naturalmente, quieren hablar de cuándo será el próximo intento.
No saben exactamente cuántos son en el bosque. Pero calculan que había unas 500 personas en el Gurugú antes de que comenzaran los arrestos masivos. “Unos 150 de Camerún; unos 200 de Malí; unos 100 de Guinea-Conakry, unos 60 de Costa de Marfil; una veintena de Gambia; otros 15 o así de Níger…”, dice uno de los compañeros de Alou. Aunque advierte de que está haciendo la cuenta de la vieja. Algunos llevan meses en el Gurugú. Otros aseguran que llevan dos o tres años, pero con interrupciones. Pasan algunos periodos en Rabat para estar tranquilos un tiempo y ganar algo de dinero haciendo chapuzas.
Es difícil hablar con ellos de horas concretas, de cifras concretas. El mismo hecho, que para algunos pasó a las siete de la mañana, para otros sucedió a las 10. Tienen que pensar muchas veces cuántos años tienen, y pueden decir una cifra un día y otra distinta al siguiente. No acaban de entender el empeño de los periodistas europeos por cuantificarlo todo. Para ellos, el tiempo pasa, y punto. Lo que sí saben es que deben estar atentos a cualquier sonido y movimiento después del amanecer, porque en cualquier momento puede aparecer la policía, que sabe perfectamente donde está el campamento —no especialmente escondido, por otro lado—. El jueves arrestaron a muchos de ellos y se llevaron todas sus reservas de comida y mantas. “Vamos a tener que dormir aquí, sobre la tierra”, dice Alou. “O buscaremos algún cartón por ahí”, añade mirando una especie de vertedero donde muchas cajas están casi desintegradas.
No comemos ni dormimos bien. Se sobrevive como se puede
La vida se estructura en torno a las posibles apariciones de los agentes marroquíes. Durante las épocas de calma, bajan a los pueblos a pedir, a rebuscar en las basuras, y tienen menos miedo de que les vean. “Pero ahora el momento es deplorable”, dice el camerunés Thierry Ba. Pasan la mayor parte del día escondiéndose. Sobrecoge encontrar a uno de ellos solo, con cara de pavor, en medio del monte mientras un grupo de agentes hace una batida en otra de las laderas del Gurugú. “Hay gente muy traumatizada estos días que casi no puede dormir después de tantos arrestos”, relata Alou.
Las situaciones son muy diversas. Alou, por ejemplo, está empeñado en entrar en Europa como sea y dice que no va a cejar en su empeño. La crisis le da igual. Confía en poder hacer algún trabajo que los europeos no quieran. “Ya sé que ahora hay africanos que se vuelven, pero ellos ya han tenido su oportunidad. Yo quiero tener la mía”. Él no tiene familia en Costa de Marfil, salvo su hermano pequeño, y ni se plantea regresar. Nahum, maliense de 22 años, dice que su único trabajo es “intentar pasar la frontera” y que no piensa marcharse. Asegura que, si lo detienen, volverá.
Pero hay quien dejó un trabajo en su país por buscar una vida mejor y ahora se arrepiente. “Yo tenía un empleo en Malí, una mujer y un bebé”, relata Mohamed, de 21 años. “Vendía pescado. Estoy harto de estar aquí. Si pudiera, regresaría a casa. Pero no puedo. La policía se llevó una bolsa con mis cosas y ya no tengo pasaporte”. Otros dicen que lo que no tienen es dinero para hacer el camino de vuelta, ni forma de conseguirlo.
Casi todos han tratado varias veces de cruzar la frontera este año. En ocasiones lo hacen por mar, pero, sobre todo, usan la valla. “Ese camino es gratis y yo no tengo dinero para pagar por entrar en patera”, explica uno de ellos. Muchos aseguran que lograron llegar a suelo español, pero que la Guardia Civil les hizo cruzar la frontera de vuelta. Las autoridades españolas lo niegan tajantemente y aseguran que todo aquel que esté ya en Melilla es conducido de inmediato a la policía o al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI).
Los subsaharianos no solo pueblan el Gurugú. También otros montes más lejanos a la frontera. Muchos se agolpan en los bosques cercanos al pueblo de Afra, junto a Nador. Alou y sus compañeros explican que están en una especie de retaguardia. “Hay algunos heridos que aquí no podrían escapar de la policía y que se quedan allí hasta que se recuperan”, explica Thierry Ba. Hay otros que se refugian en esos bosques cuando la presión policial en el Gurugú es muy fuerte. En todo caso, más lejos o más cerca de la frontera, todos tienen el mismo objetivo: Melilla. “No sé los demás, pero yo estoy seguro de que lo conseguiré algún día”, dice Alou. “Inshalá”. Si Dios quiere.
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