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Columna
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El orden del día

El ministro hizo el orden del día, donde no dejó espacio para que se explayaran los rectores; pero al deletrear el último elemento de esas hojas, Wert creyó que debía retirar apartado de ruegos y preguntas

Juan Cruz

Ezequiel Pérez Plasencia, novelista malogrado, escribió una vibrante novela sobre la burocracia como amenaza mortal del periodismo. Se tituló El orden del día. El título se me vino a la cabeza en cuanto se supo qué había pasado para que ocurriera ese suceso tan insólito: el plantón que los rectores le dieron al ministro de Educación, Cultura y Deportes, José Ignacio Wert.

La raíz de la cuestión era el orden del día. Y en segundo término (last but not least), el apartado de ruegos y preguntas. En la vida suele haber errores que se pagan caros; por ejemplo, el error de casting. Piensas en un rostro, en un currículo, en una actitud, y de pronto el seleccionado se convierte en un error de casting, y la película (la reunión, el mitin, una obra de teatro) no funciona. Hay Gobiernos que están hechos con errores de casting, por ejemplo, y renquean hasta que no se resuelve esa inconveniencia. Pasa con los elencos, pero también ocurre en la vida privada: te casas y resulta que el otro, o la otra, se convierte en un error de casting. Ahora eso lo resuelven los jueces, pero hubo un tiempo en que eso no lo arreglaba ni Dios.

Por irnos a esos tiempos en que el casting privado era una lata si salía mal, y por adentrarnos brevemente en la época en que ministro lo podría ser cualquiera, recuerden lo que pasó con aquel Julio Rodríguez del calendario juliano, que llegó suplantando al que Franco quiso tener en la cartera (de Educación, precisamente), hizo destrozos que trajeron de cabeza a la comunidad educativa y fue sacado sobre sus propios hombros después de haberle negado el saludo a Tarancón. Pero eran otros tiempos.

En este caso, el error, en mi humilde opinión, tiene que ver con el orden del día. Si no hubiera orden del día, los rectores no hubieran adivinado nada de lo que iba a pasar en la reunión con Wert. El que tiene el poder de manejar el orden del día es el dueño del barco, y este va a donde el capitán quiere conducirlo. En circunstancias complicadas, el que manda tiene que comportarse con mano izquierda y con magnanimidad, pues tiene el poder y, por tanto, la palabra. Según las crónicas, el ministro hizo el orden del día, donde no dejó espacio para que se explayaran los rectores; pero al deletrear el último elemento de esas hojas, José Ignacio Wert creyó que debía retirar el apartado más socorrido, el de ruegos y preguntas, que es como el ámbito de desahogo de cualquier reunión encorsetada. Hablamos de lo que tenemos que hablar, y al final nos echamos unas risas o unos lamentos, lo que quieran hacer los usuarios de los ruegos y preguntas. Para eso se hace el orden del día, para que al final se relaje la concurrencia y diga lo que le venga en gana. Si retiras esa espita, corres el riesgo de quedarte solo. Y eso pasó. Lo siento por Wert.

Es extraño en el ministro, tan acostumbrado al debate (radiofónico, televisivo), que desaprovechara esa ocasión que los políticos (y cualquiera) usan para que los demás se desahoguen y terminen el encuentro diciendo: “Le hemos dicho de todo”. Pero, claro, como anuló el renglón de ruegos y preguntas, los rectores pensarían: “¿Y ahora cómo vamos a decir en el claustro que no le pudimos decir nada?”. Y prefirieron irse. Al menos esto servirá para que en el Ministerio le cuiden a Wert el orden del día.

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