Banqueros imprudentes, jóvenes desesperados
Los culpables se han desvanecido. Les pegaría llevar la máscara de Anonimous. ¡Por la sonrisa!
Parece diseñado por un guionista de Hollywood. Cuando se va a producir el primer aniversario del 15-M y el calentamiento de los jóvenes por los recortes en educación y en otras partidas sociales ha llegado ya a su punto de ebullición, surge la crisis de Bankia. Si además comienza a señalarse a algunos de los líderes juveniles en la portada de un diario como delincuentes potenciales, es difícil no imaginar que estemos ante la tormenta perfecta. Aunque solo sea en lo simbólico. Porque, no nos engañemos, no hay mejor alegoría de la quiebra del contrato entre las generaciones que la subversión de las expectativas de los más jóvenes por la desfachatez e irresponsabilidad de algunos de nuestros banqueros y de los líderes políticos que lo han permitido. Por decirlo con Machado, “Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, la España de las deudas ha de helarte el corazón”. Lo malo es que no es solo el corazón. Les va a congelar durante años en el desempleo, la emigración forzosa y en una educación deficiente.
Hace un año muchos de ellos se indignaron. Ahora el término se nos queda corto. Jóvenes desesperados habría que decir, en su doble sentido de “sin esperanza”, y en el de exasperados, enfurecidos. Y una y otra acepción van juntas. Se enrabietan porque no tienen futuro, y no tienen futuro porque alguien se lo ha quitado. Y ese alguien tiene nombre y apellidos, no sigamos diluyéndolo detrás de palabros como “sistema”, capitalismo internacional o “locura colectiva” —aunque hubiera mucho de esto último—. Los responsables pueden esconderse detrás de todos esos conceptos porque el sistema —ahora sí cabe la palabra— les ha permitido escudarse detrás de decisiones de órganos tales como consejo de administración, inacción del regulador, o autorización más o menos activa de los políticos que deberían haber intervenido en última instancia. Ésta es otra de las fuentes de la indignación, que al final todos se van a ir de rositas. Después del banquete les pasan la factura a quienes nunca estuvieron invitados a participar en él. Y cuando quieren señalar a los culpables resulta que estos se han desvanecido detrás de las más sofisticadas estrategias de encubrimiento. A ellos sí que les pegaría llevar esa máscara que tan célebre ha hecho el grupo Anonimous. ¡Sobre todo por la sonrisa!
En una reciente entrevista, el filósofo P. Slotedijk decía que si Montesquieu volviera de la tumba y contemplara el mundo de hoy, añadiría a sus tres poderes ya conocidos —ejecutivo, legislativo, judicial— un cuarto, el “poder especulativo”, el de las finanzas. Siempre estuvo ahí, pero al no verse institucionalizado pudo desplegarse sin control. Entre otras razones, porque todos estábamos llamados de una u otra manera a beneficiarnos de él. Y muchos lo hicimos, aunque solo fuera en forma de hipoteca a bajo interés. Todos menos quienes ahora deben pagar los platos rotos, los nuevos excluidos, los jóvenes. ¿Alguien se extraña de que preparen movilizaciones o que muchos de ellos no puedan identificarse con el sistema?
En algún sitio leí que la actual crisis significa la salida de la historia de la generación del baby boom de los años sesenta, aquellos que tanto hicieron por romper con todo lo anterior, por emanciparse de tantas represiones y atreverse a repensarlo todo. Encumbraron la inquietud juvenil como el paradigma de lo único que merece la pena —I wanna die before I get old, decían The Who—, algo que aún pervive en nuestro imaginario colectivo, sobre todo en la publicidad. Pero al final, estos “hijos de la opulencia”, a medida que se fueron haciendo talluditos, se emborracharon de su propio éxito y del amor al dinero y el estatus. Y contagiaron a quienes vinieron después. Lo peor, sin embargo, es que hicieron de la transgresión un concepto superfluo. Toda subversión de lo existente, aquello en que eran tan expertos, se integraba después en el orden reinante como una parte natural de su evolución; toda discrepancia encontraba al final su hueco de mercado en la sociedad pluralista. Consiguieron que el sistema engullera sus contradicciones sin necesidad de construir algo verdaderamente nuevo.
Ahora entran en la historia de los países desarrollados los “hijos de la escasez”, la generación hipotecada por sus padres. Una parte de ellos se resignará y se adaptará, como hicieron sus mayores; otra se dejará sentir con fuerza y seguro que dará que hablar. De nosotros no han heredado demasiada imaginación, pero ya sabrán apañárselas, con o sin nuestra ayuda. Como decía W. Benjamin en una frase memorable, “solo gracias a los desesperados nos es conservada la esperanza”.
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