Memoria de bombas y niños
Se cumplen 75 años del bombardeo de Gernika. Los supervivientes se salvaron por los numerosos refugios repartidos en el pueblo. El asalto se saldó con 153 muertos y muchas familias exiliadas
De aquel bombardeo sobrevive el recuerdo de los niños. Es una memoria inocente, que mezcla juegos, carreras, explosiones y llamas. Aquellos niños son hoy abuelos y supervivientes de lo que sucedió el 26 de abril de 1937 entre las cuatro y las seis y media de la tarde en Gernika, cuando aquella localidad vasca fue aplastada por las bombas y arrasada por el fuego en el que fue el primer gran ensayo de un bombardeo a gran escala sobre una población civil. Durante 75 años han ejercido de testigos vivos de aquel episodio, como si la vida se detuviera en aquella fecha y no les hubiera permitido hacer otra cosa que envejecer para contarlo. Y, a pesar de todo, Andone Bidagueren todavía enrojece cuando se le pide por enésima vez que cuente lo que vivió aquella tarde. “Todavía me acaloro, no lo puedo evitar”, se reprocha.
El lunes 26 de abril de 1937 corría el rumor de que el mercado iba a ser bombardeado. Desde días atrás se hablaba en el pueblo de esa posibilidad. Ese día, la madre de Andone, como de costumbre, se levantó temprano para ir a vender leche al pueblo. Sobre las cuatro de la tarde volvió a casa. Hacía calor. Mientras descargaba las marmitas de latón, las sirenas empezaron a sonar. “Cada uno tiró por su lado. De mis seis hermanos, tres nos fuimos a la ría. Pensamos que sería el sitio más seguro”. En el agua permanecieron muchas horas, más de las que duró el bombardeo. Allí estuvieron hasta que anocheció. “Del miedo no sentíamos frío”, recuerda Andone. Así hasta que sus padres les gritaron que regresasen a casa: “Si vuelven los aviones que nos maten a todos juntos”, dijo su padre.
Los aviones alemanes e italianos que atacaron Gernika dejaron el pueblo completamente devastado. De los 6.000 habitantes, la mayoría se marchó con lo puesto por miedo a nuevos ataques y porque en el pueblo la mayoría de las casas y negocios quedaron completamente arruinadas. Bidagueren fue de las pocas vecinas que no huyó. A la mañana siguiente, regresó a la panadería donde trabajaba elaborando levadura y ese día coincidió por primera vez con Angel Santos Bareño, el hijo del dueño. Ella tenía nueve años y él siete más. Doce años después de conocerse se convirtieron en marido y mujer. Andone nunca se marchó de Gernika.
De los 6.000 habitantes que vivían en el pueblo, la mayoría se marchó con lo puesto por miedo a nuevos bombardeos
Para otros vecinos, aquel bombardeo significó un exilio. A Javier Alberdi (9 años) y a Luis Iriondo (14 años) el destino les obligó a un largo peregrinaje que duró varios meses, un periplo forzoso por Bilbao, Santander y algunas ciudades de Francia. Un año después regresaron a Gernika con la ciudad ocupada por las tropas franquistas y la guerra sin terminar. Desde entonces no han abandonado el pueblo, junto a otros 200 supervivientes más.
Algunos no volvieron. Como Francisco García San Román (7 años) y sus dos hermanos. Los tres hermanos viven en Guipuzcoa y no quisieron vivir más en el pueblo en el que nacieron. Aún así, mantienen un vínculo especial con Gernika, y el próximo jueves acudirán a los actos que se han organizado para conmemorar la efeméride.
¿Cuántos quedan vivos? Las cifras que se barajan no permiten ser precisos a la hora de conocer quienes siguen con vida, aunque se sabe con exactitud que en 1937 ninguno de estos supervivientes había alcanzado la mayoría de edad. Este año, y para conmemorar el 75º aniversario, un grupo de ocho historiadores que han constituido una asociación denominada “Los cronistas oficiales de Gernika” ha actualizado los datos. Han contabilizado 153 muertos, aunque creen que podría haber siete más. Este grupo de cronistas se encarga de recopilar la documentación del pueblo. Su principal fuente es la memoria de estos octogenarios porque las 5.771 bombas, la mayoría cilíndricas, de tres palmos de largo y fabricadas una parte con piedra y otra con hierro, provocaron que todo Gernika ardiera en llamas.
Los supervivientes aún recuerdan que sobre el humo negro de las llamas destacaba un polvillo blanco que convirtió todo el pueblo en una bola de fuego. Era el fósforo con el que rellenaron las bombas. Se quemaron las fotografías de la mayoría de vecinos y todos los documentos que se guardaban en el archivo notarial, en el registro civil y en el de la propiedad. Las tres fábricas de armamento fueron los únicos edificios que quedaron intactos. A día de hoy solo uno de esos inmuebles sigue en pie a las afueras del pueblo.
Pese a que la ciudad fue duramente golpeada, los habitantes de Gernika supieron como reaccionar ante los ataques de los proyectiles y ello posiblemente salvó muchas vidas. Aparte de los refugios privados que cualquiera podría haber improvisado en casa, el Ayuntamiento había mandado construir siete públicos. Esas obras y los rumores previos que anunciaron durante días la inminencia de un bombardeo explica que, a pesar de la devastación, no se produjera una cifra demoledora de víctimas.
“No recuerdo cuantos eramos en el refugio. Estaba todo oscuro y no podía respirar” recuerda Luis Iriondo
Los vecinos habían aprendido que cuando los guardias izaran las banderas en lo alto del monte y las campanas doblaran con golpes secos, era el momento de ponerse a salvo. “Por instinto, eché a correr al monte junto a mi primo. No paramos hasta que llegamos a la ermita de Santa Lucía, que se encuentra a kilometro y medio del centro del pueblo. Cuando acabó el bombardeo, fuimos a casa de una de una de mis tías. Unas horas más tarde apareció mi madre", cuenta Javier Alberdi, emocionado en la casa del jubilado. Es la hora del café y le acompaña su mujer, Estibaliz Bidaguren, que entonces tenía seis años. Ella no conserva tantos recuerdos. “De las pocas cosas que me viene a la memoria es que le echaba la culpa a mi padre. No entendía nada de lo que había pasado”, rememora Estibaliz. “Era una niña y no entendía nada”, sonríe.
A Luis Iriondo, el día del bombardeo le pilló un poco más mayor. Justo en el momento en el que los niños cambiaban el pantalón corto por el largo. El día anterior, el domingo, fue el primero en la vida de Luis Iriondo en vestir pantalón largo. Un día especial en la vida de un chaval. “Tenía 14 años y mi madre me dio permiso para ponérmelo”.
Al día siguiente, el lunes de mercado,Luis se encontró solo durante el ataque. Y con el pantalón largo puesto. “Encontré refugio en uno de los cuatro búnkers de la plaza del Ayuntamiento”, recuerda Iriondo. “No recuerdo cuántos éramos. Estaba todo oscuro y apenas podía respirar. Al final nos tuvimos que agachar todos para conseguir algo de oxígeno". Tanto se agobió que en uno de los intervalos salió a la calle y prefirió guarecerse a la entrada del refugio. “Recuerdo que intenté rezar alguna oración, pero el ruido de las bombas me impidió terminar ninguna. Fue muy angustioso”. Luis Iriondo, a sus 90 años, es de los pocos testigos que siguen hoy en activo: da clases de dibujo en Gernika, ciudad a la que le ha dedicado muchas de sus pinturas.
El calendario es el enemigo de la memoria viva. En 2010, la asociación Gernika Gogoratuz, un centro de investigaciones por la paz, editó un libro en el que narraba el testimonio de un total de 22 hombres y mujeres. En estos dos años han muerto ocho. La asociación mantiene contacto con alguno de ellos. A otros, como Miriem Gomeza, les han perdido la pista. “Ya no tienen energía. Sus hijos se encargan de ellos y es más difícil localizarlos”, explican desde la asociación.
A pesar del paso de los años algunos supervivientes prefieren no recordar. A otros tantos la memoría les empieza a fallar, pero Andone Bidaguren irá al cementerio a conmemorar el aniversario. Días antes limpiará y llevará unas flores al mausoleo que se construyó en 1995 para rendir homenaje a las víctimas. “A mis nietos les insisto en que este episodio de mi vida no lo olvido”. Motivos no le faltan. Aunque su pueblo quedó aniquilado tras el bombardeo, aún le quedan motivos para sonreir: “Al día siguiente conocí al padre de mi hijo”.
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