El lugar de la verdad, la justicia y la reparación
El jurista Baltasar Garzón defiende en este artículo que se mantenga la investigación de los crímenes franquistas, la creación de una Comisión de la Verdad para lograr la reparación histórica de las víctimas y el logro de 500.000 firmas para hacer la petición al Congreso
Están frescas aún las palabras del Tribunal Supremo por las que, en forma de sentencia, se me “absolvía”, después de casi dos años de suspensión de funciones debido en gran parte a injustificadas paralizaciones del proceso, de un supuesto delito de prevaricación por haber intentado investigar, y que lo hicieran otros jueces territorialmente competentes, los crímenes del franquismo como crímenes contra la humanidad. Esta investigación no debería quedar enterrada como lo están más de 100.000 personas desaparecidas en los campos españoles, cuyos restos recuerdan la dignidad de quienes exigen justicia, frente a la indignidad de quienes lo hicieron y la indiferencia de quienes permiten que la justicia siga ausente, asumiendo la vergüenza internacional del olvido y el silencio.
Aquella sentencia, en alguno de sus renglones, alude a la legítima aspiración de las víctimas a saber lo que sucedió, cómo y por qué, pero considera que la verdad histórica no es del mundo de la justicia y con ello desconoce el derecho humano de las mismas a la verdad, la justicia y la reparación, y da la espalda a la comunidad internacional que, en materia de derechos humanos, establece exactamente el principio contrario. Con esta decisión, de hecho, tales derechos han quedado arrinconados y destruidos, y las víctimas escasamente compensadas al permitírseles algunos testimonios conmovedores en el juicio seguido contra mí; pero incluso eso ha tenido que ser cuestionado por un voto particular ejemplo de lo que la justicia no puede ni debe ser en un marco democrático y de derecho.
El auto de la misma sala del pasado 29 de marzo (dictado, entre otros, por el magistrado Luciano Varela y el presidente Juan Saavedra, que mantuvieron, insistentemente, mi supuesto actuar delictivo por intentar investigar los crímenes del franquismo y proteger a las víctimas) resuelve la competencia en favor de los jueces de instrucción territoriales para la apertura de las fosas y recuperación de los cuerpos, algo que quedó perfectamente claro y diáfano en mi resolución de inhibición de 26 de diciembre de 2008, que ni siquiera mencionan. Visto el tenor de aquella resolución (“... en presencia de indicios objetivables de la existencia de restos de posibles víctimas de delitos susceptibles de localización (sic) —salvo cuando de la propia noticia contenida en la denuncia o querella se derive la inexistencia de responsabilidad penal actualmente exigible (sic)— pueda instarse del juez de instrucción competente, según el artículo 14,2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la práctica de las diligencias dirigidas a datar aquellas acciones criminales y, si fuera necesario, a la identificación de los afectados”), no garantizan, ni siquiera el supuesto mínimo de reparación al no exigir, como deberían, la realización de aquel derecho indiscutible y universal de las víctimas, limitándose a citar normas internacionales que, de hecho, no aplican.
La falsedad en la que vivimos respecto de los crímenes ha sido potenciada por la sentencia del Supremo
En todo caso, quedan otras vías para que se reconozca el derecho actual a la justicia a las víctimas, como son las del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En ningún caso el olvido puede ser el resultado. No mientras queden fuerzas a quienes consideramos que la respuesta judicial es un derecho de las víctimas que no puede eliminarse por razones de oportunidad o un mal entendido principio de legalidad que obligaría exactamente a lo contrario, es decir, a satisfacer mínimamente aquel derecho.
Tampoco debe olvidarse que en nuestra Constitución está regulado el derecho de iniciativa legislativa en el artículo 87 que prevé la posibilidad de que los ciudadanos/as puedan impulsar la aprobación de leyes, como sería la que regulara la creación y desarrollo de una Comisión de la Verdad, por encima de las opiniones de los predicadores de la intolerancia y el desastre y asumiendo una realidad a todas luces imposible de ocultar: la falta de respuesta desde el Estado por la desaparición de más de 150.000 personas entre 1936 y 1951 en España como consecuencia directa de la represión franquista, hiciera un trabajo serio y exhaustivo y diera respuesta a todos los interrogantes que aún penden sobre ese periodo de nuestra historia reciente.
La Transición no abordó ninguno de los temas relacionados con los crímenes franquistas y su sanción, ni se habló de verdad, justicia o reparación. La falsedad en la que vivimos respecto de aquellos crímenes ha sido potenciada ahora por la sentencia del Tribunal Supremo que habla de la dificultad de compaginar los principios del sistema penal de enjuiciamiento con “la declaración de la verdad histórica de un hecho tan poliédrico como el de la Guerra Civil y la subsiguiente posguerra”.
¿Acaso el actual Gobierno ha mostrado interés en aplicar hasta sus últimas consecuencias la raquítica ley de la Memoria Histórica?
Realmente es difícil asumir que la dictadura franquista fuera algo diferente de una pura y dura dictadura, y que a la falta de derechos, la persecución, el asesinato, la desaparición, la sustracción de menores a sus legítimas familias y la tortura contra miles de personas, se les denomine “hecho poliédrico”, pero más difícil todavía es, tratar de explicarlo fuera de España. Ni los más benevolentes lo entienden. ¿Acaso se investigaron aquellos crímenes o ha existido voluntad de investigarlos después, hasta el intento frustrado del juez que fue formalmente acusado y juzgado por ello? ¿Acaso una ley de amnistía se puede aplicar genéricamente sin determinación de autores ni de hechos y hacerlo además para amparar crímenes contra la humanidad? ¿Acaso se ha permitido la investigación que se proponía sobre los perpetradores vivos? ¿Acaso el actual Gobierno ha mostrado algún interés en aplicar hasta sus últimas consecuencias la raquítica Ley de Memoria Histórica? ¿Acaso tiene alguna justificación que se persiga a las víctimas por manifestarse ante el Tribunal Supremo en demanda de justicia? Son cuestiones, cuyo simple planteamiento demuestra que la epidermis de muchos políticos españoles y de una parte considerable de la sociedad es gruesa e impermeable para estos “temas menores”.
Después de lo sucedido en noviembre de 2011, el panorama conservador de España, las opiniones y decisiones que cuestionan avances democráticos evidentes y que van en contra de una opción vertebradora de la sociedad civil, son abundantes e inquietantes.
Bajo el paraguas de la crisis y la necesidad de salir de ella, se están orillando intencionadamente cuestiones cuyo planteamiento y solución afectan a la propia esencia de la convivencia democrática. La tendencia, claramente manifiesta ya, de obviar fórmulas alternativas de salida de la propia crisis, basadas en el crecimiento y no en los recortes; permitir el deterioro de la enseñanza y la cobardía institucional para afrontar una reforma que todos demandan; asumir la vaciedad del discurso político, que, huyendo del análisis de fondo, se queda en la descalificación y el insulto; huir de la reforma en profundidad de la justicia, que la haga verdaderamente transparente y eficaz; renunciar al cambio de modelo de participación ciudadana, que obligue a los representantes a ganarse el puesto más allá de las estructuras burocráticas de los partidos; amparar la lenidad en la persecución de la corrupción, que ha hecho, junto con la falta de compromiso de la clase política, que nos encontremos en una situación económica comatosa; destruir la cooperación internacional que aleja a España de lo que siempre le dio fuerza en el mundo; imponer un modelo económico que hunde a los trabajadores y exige demasiado poco a los causantes del desastre; o propiciar la negación de la memoria, la justicia y la reparación a las víctimas, que coloca a España en el furgón de cola de los países democráticos, son ejemplos que demuestran la degradación del nivel ético en un pueblo, auspiciado desde las propias instituciones con discursos fatuos y engañosos y que evidencian la necesidad de que un verdadero y definitivo cambio de paradigmas se produzca.
Es hora de dinamizar a todos los/as que todavía sienten la necesidad de comprometerse en la legítima lucha para superar el modelo de sociedad adormecida en favor del que representa una sociedad dinámica, solidaria y comprometida con la consolidación de aquellos valores de transparencia, participación, recuperación ética y defensa de los débiles, combatiendo a quienes, desde la soberbia y la negación, quieren imponer un modelo fracasado y obligar a mantener el más ominoso silencio.
La Comisión de la Verdad debería acoger los testimonios de las víctimas, de los causantes del dolor y de los expertos
La Comisión de la Verdad sobre los crímenes franquistas, que se propone, debería, con un carácter integrador e independiente, acoger los testimonios no solo de las víctimas que aún viven y que arrastran sus maltrechos cuerpos reivindicando con entereza y valor su derecho a ser oídas, en demanda de una respuesta del Estado, hasta ahora inexistente, sino también los testimonios de los que causaron el dolor y de los expertos. Y, con todo ello, contribuir, a través de sus conclusiones, a fijar, no solo la verdad histórica, sino la reparación personal y colectiva que se debe a las víctimas. Con ello se conseguiría cerrar definitivamente la herida que aún sigue abierta y divide a los españoles/as.
Una sociedad se fortalece a sí misma reconociendo lo que aconteció en un momento dramático de su historia, así como los hechos que propiciaron su ruptura y la sumisión a la voluntad del dictador. Y, en este sentido, no son el silencio y el olvido, ni la impunidad surgida de esa impúdica unión, los que deben prevalecer en la memoria de un pueblo, sino las decisiones que hicieron posible, la verdad, la justicia y la reparación de quienes sufrieron la represión y el dolor por parte de quienes tenían la obligación de protegerles y no lo hicieron.
Las generaciones que vivimos el franquismo le debemos este esfuerzo a los que no lo conocieron y no saben el precio que se pagó
La búsqueda de 500.000 firmas para hacer la petición al Congreso es el mínimo ético que debe mover a un pueblo para reencontrarse con la dignidad que otros le robaron y debe ser la piedra de toque para comprobar hasta dónde estamos preparados para afrontar con firmeza los tiempos difíciles que nos han tocado vivir, en forma diferente a la del seguidismo que otros nos marcan. Las generaciones que vivimos, en todo o en parte, el franquismo, le debemos este esfuerzo a los que no lo conocieron y que aún no saben el precio que se pagó, ni pueden valorar la pérdida de dignidad que supone la indiferencia de la que se hace gala con demasiada frecuencia.
El juez sudafricano Richard Goldstone, que en 1991 firmó el informe sobre la violencia en su país, declaró en 1999, en referencia a la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Sudáfrica: "Cada país tiene que enfrentar su propia historia y tiene que decidir qué tipo de justicia quiere, pero es un error terrible el de aquellos países que han tratado de olvidar su historia, su pasado, porque cuando eso sucede, y la gente simplemente sigue adelante con su vida es cuando la venganza y el odio aparecen".
Una Comisión de la Verdad en España es necesaria y si quienes tienen la obligación de construirla y desarrollarla no lo hacen, tendrá que ser la misma sociedad la que la impulse para recuperar esa dignidad que las víctimas nunca perdieron y poder construir un futuro que se sienta en paz con el pasado y que no se apoyé en decenas de miles de cadáveres a la espera de que la historia se repita.
Cuando la presentación de firmas en el Congreso se produzca, espero y deseo que su presidente, que tanto boato y trascendencia dio a la propuesta taurina de hace unos días, reciba con honores de Estado a las víctimas que acudan a depositar aquella iniciativa y les ofrezca su apoyo incondicional como representante de la soberanía popular, para dar prioridad a una demanda, cuya realización, amén de ser justa, nos reconciliaría verdaderamente a todos.
"Hay que derribar el silencio"
Decía Nelson Mandela, en una carta fechada el 1 de abril de 1985 y dirigida a la activista
antiapartheid
de mujeres blancas en Sudáfrica: “Puede que los ideales que albergamos, nuestros sueños más anhelados y nuestras más fervientes esperanzas no lleguen a cumplirse mientras vivimos. Pero eso no importa. Saber que en tu día cumpliste con tu deber y estuviste a la altura de las expectativas de tus congéneres es por sí misma una experiencia gratificante y un logro magnífico”. Esta cita viene al caso, porque la semana pasada, en el programa Parlamento de TVE, vi a un grupo de personas, representando a los toreros, aficionados y empresarios taurinos que presentaba una iniciativa legislativa, avalada por 590.000 firmas, para que los diputados discutan y aprueben una ley que regule de forma global a nivel nacional, la fiesta taurina, como forma de proteger las tradiciones populares y el patrimonio cultural patrio. El presidente del Congreso, los recibió con todo el protocolo y, sonriente, dijo que le parecía una iniciativa magnífica. No sé bien, porque mecanismo mental recordé el artículo recientemente publicado en este diario de Reyes Mate, en el que comparando el caso israelí y el español decía: “En España también hay que derribar un muro de silencio, pero desde una sensibilidad decididamente opuesta, en el caso de los herederos del franquismo, o prudencialmente distanciada, en el caso de los protagonistas de la transición. Ahora bien, lo que piden los testigos es ser escuchados y que se les haga justicia, aunque sea bajo la forma modesta del reconocimiento de una injusticia. No venganza, sino piedad. Pero ni eso”.
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