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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ceño fruncido

Juan Cruz
Detalle de El perro de Francisco Goya
Detalle de El perro de Francisco Goya

Este país tiene otra vez el ceño fruncido. ¿La crisis? Tal vez, pero es demasiado; estamos, de nuevo, lanzando piedras contra el perro de Goya, y este se esconde, como si no tuviera ya motivos suficientes para mover el rabo. Ningún motivo de alegría. ¿Ningún motivo de alegría? Amontonan la pesadumbre en la puerta de las casas, aparece en las primeras noticias de los telediarios y no hay dios que le levante la moral a la tropa. Estamos mal, vamos a peor. Nadie compraría un país tan triste.

De todo eso, de todo ese descalabro en el que vamos remando cada día desde hace un par de años, lo que me sorprende más en el momento presente es el lanzamiento de culpas, que unas veces apunta a los ojos de unos y otras veces apunta a los ojos de los otros. Los políticos y los ciudadanos que no ejercen ese oficio ahora tan devaluado coinciden en el malencaramiento. El ceño fruncido de los políticos se establece entre ellos; el Parlamento es ahora maleducado incluso cuando no es preciso, es decir, cuando los diputados solo están intercambiando ideas. Pues las ideas son piedras que van a un estanque enlodado, y lo que salpica es lodo.

¿Un clima provisional? No parece. Se ha instalado otra vez la desconfianza entre los que creen tener la razón y los que consideran que los otros no tienen argumentos. El otro día me preguntaba Sami Nair, el politólogo que acaba de explicar en Madrid con Felipe González La lección tunecina (Galaxia Gutenberg), a qué se debe este ceño fruncido tan español. Él mismo se respondía: unos y otros se enfurecen porque han optado por no creer en los argumentos ajenos y los desprecian.

Poco después, hablando de ese libro del profesor Nair, tanto este como González se refirieron a la convivencia civil en el marco de lo público. Hace falta un entrenamiento, una educación, una tradición republicana, y esta se redujo en el siglo XX a tres o cuatro periodos esclarecidos, de los cuales el nuestro dura ya más de treinta años, pero no basta. El franquismo se diluyó, pero no desapareció de las mentes, y ese franquismo mental ejerce un poderoso influjo en unos y otros, en los que no lo son y en los que lo fueron. Despreciamos los argumentos ajenos, y cuando se producen alternancias en el poder parece que un país se hizo cargo del otro país, y unos y otros empiezan a despreciar al que acaba de apearse de los resortes del mando. Como si no pudiera haber continuidad democrática, unos y otros exhiben sus uniformes ideológicos (¿ideológicos?) para decir que están mejor vestidos que los contrarios.

Es desconcertante; la clase política e intelectual española debería revisar esos ribetes de encono que de manera tan grave frunce el ceño de los personajes públicos y también de los ciudadanos que van por la calle exhibiendo esas enormes piedras que dibujaba, en blanco y negro, el gran Chumy Chúmez. Este país es cualquier país; ya pasó la Guerra Civil, y sobre todo pasó el franquismo, que era la glorificación del ganador sobre el perdedor para hacer que este siguiera mordiendo el polvo. ¿A qué se debe entonces esta algarabía de desconfianzas que se baten en el caldero turbulento de una democracia en la que el adversario no reconoce el rostro del que tiene enfrente? Pues se debe a que no nos queremos nada, a eso se debe. 

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