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Tribuna
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Ajustes de cuentas

En la polémica sobre el gasto autonómico hay más carga ideológica que datos

Si, como dijo en caliente el presidente del Eurogrupo, Jean Claude Juncker, “lo más importante es el objetivo del 3% en 2013” y no las vías elegidas para alcanzarlo, la propuesta del Gobierno sobre la reducción de déficit tenía más fundamento que la exigencia estricta de cumplir el acuerdo pactado, y también que lo finalmente decidido por Bruselas. Para llegar al 3% partiendo del 8,5% (una reducción de 5,5 puntos) es más racional dividir el proceso en dos tramos prácticamente iguales que concentrar en 2012 tres cuartas partes del esfuerzo, que es lo que supone pasar del 8,5% al 4,4% previsto, o sea 4,1 puntos, dejando para 2013 el 1,4%.

El itinerario planteado por el Gobierno, con el apoyo de la oposición, hubiera supuesto pasar este año del 8,5% al 5,8, es decir reducir el déficit en 2,7 puntos, con lo que para 2013 quedaría una reducción casi igual: de 2,8 puntos. Más adecuado a la coyuntura recesiva actual que el que pretendía mantener Bruselas en base a una previsión de crecimiento del 2%.

Lo sorprendente es que el Gobierno no lo argumentase en esos términos (dosificación más racional en los dos años), limitándose a poner sobre la mesa el 5,8% e invocando la “soberanía nacional” para reclamar su derecho a decidir. Lo que proyectó una imagen de arbitrariedad (por qué ese límite y no otro), además de tergiversar el sentido de decisiones colectivas adoptadas con la participación de España. Probablemente ese desplante ha influido en la decisión del Eurogrupo de fijar en el 5,3% la meta volante de 2012: una forma de marcar territorio.

La evidencia indica que la desviación del déficit en 2011 (del 6% al 8,5%) se ha producido sobre todo a causa del incremento del gasto autonómico. Ello ha avivado la tendencia a responsabilizar de los efectos de la crisis a las autonomías. Pero no es solo una moda interna. La Comisión lleva años advirtiendo del descontrol del gasto autonómico, y en las declaraciones de Juncker y del comisario Olli Rehn de estos días hay claras referencias a ese problema.

Dos encuestas de 2010, una encargada por el Gobierno y otra por la Fundación de las Cajas de Ahorros, concluían que si bien una amplia mayoría prefería el sistema autonómico a cualquier otra fórmula (independencia, vuelta al centralismo, etc.), la adhesión al funcionamiento concreto del Estado autonómico había bajado mucho: del 74% al 55% en la primera. Sectores populistas de la derecha han interpretado ese deslizamiento como aval para sus propuestas de desmontar el actual sistema territorial por considerarlo un lastre. Sin embargo no hay pruebas que demuestren que una gestión centralizada garantizaría una mayor eficiencia. La experiencia ha refutado tanto la idea nacionalista que equipara el óptimo de autonomía con el máximo, como el prejuicio inverso. Pero es cierto que la crisis ha hecho aflorar problemas de funcionamiento que en épocas de vacas gordas pasaban inadvertidos. El profesor Roberto L. Blanco Valdés acaba de publicar Los rostros del federalismo (Alianza. 2012), libro en el que prosigue su reflexión sobre estos problemas y en el que estudia los modelos de federalismo vigentes en una docena de Estados. En un sustancioso epílogo identifica los tres factores que, combinados, han provocado la distorsión del sistema autonómico español previsto en la Constitución: la influencia del nacionalismo, el carácter abierto del modelo y el sistema electoral.

Este último dificulta la aparición de partidos bisagra de ámbito estatal, papel que asumen las formaciones nacionalistas a cambio de reclamaciones competenciales crecientes, disponibles en función de la posibilidad de reforma constante de los estatutos y otros expedientes. Con la particularidad de que la ideología nacionalista permite plantear la defensa de intereses (mejor financiación, menos aportación a la solidaridad territorial) como cuestiones de principio: como derechos de la nación. Un efecto perverso de esto es que cuanto mayores son las concesiones, más radicales son sus reclamaciones, a veces con tendencia a desbordar los límites constitucionales en nombre del derecho a decidir; y otro, que desata dinámicas de emulación en las comunidades sin presencia nacionalista, en un proceso sin fin.

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Una salida de ese laberinto podría pasar por una reforma de signo federal, en la línea marcada por el Consejo de Estado. Por tradición, sería el PSOE el partido mejor situado para impulsarla: para actuar como defensor genuino de la autonomía política, tan ajena al soberanismo (y al confederalismo) como al revisionismo centralizador. Pero para ello tendría que empezar por un ajuste de cuentas consigo mismo. No solo desoyó al Consejo de Estado sino que cometió su mayor error político al dejar la defensa de la Constitución, claramente desbordada por el proyecto de nuevo Estatuto catalán, en manos del PP; antes y después del pronunciamiento del Constitucional.

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