_
_
_
_

"Llevo diez años trabajando, de los que solo he cotizado uno"

Preferí trabajar y pertenecer a una economía sumergida que me aporta dinero a final de mes O aceptamos unas condiciones más que precarias aquí, o buscamos oportunidades fuera

Mi nombre es Álvaro García y tengo 26 años. Estudio Bellas Artes, unos estudios pero también una forma de vida, un camino al que te lanzas a sabiendas de las dificultades que entraña y las pocas oportunidades que ofrece. Si como yo, decides tomar esta vía ya eres consciente de los riesgos, y si lo haces es porque la ilusión, la esperanza y la fe en lo que haces, te empujan. Ahora puedo decir que todas ellas son contraproducentes.

Cada día hablo con amigos y compañeros sobre la situación, personas con títulos universitarios que van desde Telecomunicaciones a Empresariales. Me cuentan que para encontrar trabajo deben omitir en el currículo dichos títulos porque las empresas prefieren a alguien menos preparado -que supone mano de obra barata- antes que alguien que aspire a cobrar acorde a su preparación. "¿Cómo hemos llegado a esto?" suele ser la pregunta con la que, cabizbajos, acabamos la conversación.

Otro colega que tuvo la suerte de irse fuera gracias a una beca Erasmus, nos contaba cómo reaccionaban en Suecia al explicarles las condiciones laborales, académicas y sociales que aquí tenemos. "Alguien que mas allá de los 20 sigue viviendo con los padres es un friki" decía uno. "¿700 euros al mes? Imagino que el precio de las cosas será acorde a esos ingresos, ¿verdad?" preguntaba otro. Sus facciones desencajadas ante las respuestas te permiten deducir y asumir la gran diferencia en la calidad de vida que existe entre ambos países.

Las soluciones son pocas e implican tomar una decisión sobre que dos opciones escogemos: o aceptamos unas condiciones más que precarias (incluso humillantes) aquí, o buscamos oportunidades fuera. Otro amigo que escogió esta última, emigró al extranjero y nos explica que fuera (en Alemania, concretamente) se frotan las manos con esta situación, viendo como gente preparada cuya educación no les a costado un solo euro, llegan a su país entusiasmados al recibir lo que allí es un sueldo por debajo del mínimo pero que, en comparativa con España, supone una mejora estratosférica. Y es obvio que se froten las manos; somos una granja de universitarios a coste cero, todo beneficios sin pérdida alguna. Lo sorprendente es que dicha granja ni tan siquiera se percate de que, no solo está perdiendo unos beneficios que hipotecan su futuro, si no que, al no hacer nada al respecto, otros se aprovechan de la situación. ¿Es deliberado, entonces?

El daño ya está hecho. Toda una generación perdida o desaprovechada. Perdida para los que, ilusos, permanecemos aquí. Desaprovechada para aquellos que tuvieron agallas para tomar la decisión de renunciar a familia, amigos, a su vida en pos de un futuro digno. Un futuro que parece no estar en su tierra.

A nivel personal, diré que llevo trabajando desde los 16 años, es decir, diez años, de los que solo he cotizado uno. Ni un año de paro porque preferí trabajar y pertenecer a una economía sumergida que me aporta dinero a final de mes. Nada me agradaría mas que dejar de ser, a ojos del Estado, un parásito inútil cuya única aportación es el dinero que invierte en su educación. Una educación, he de añadir, precaria y sin alicientes, pues al parecer aquí no pretenden disfrutar ni dejarme disfrutar de su fruto. La esperanza de encontrar trabajo es casi nula, igual que la esperanza de, una vez acabe la carrera, ser reconocido por ello y aspirar a algo que merezco.

Lo que antes eran derechos como la emancipación e independencia en una vivienda digna, un trabajo que me permita vivir y ser autosuficiente, disfrutar con lo que hago y ser feliz, son ahora quimeras, sombras de un pasado no tan lejano pero que se me antoja inalcanzable, irrecuperable. No solo eso, además de vivir con unas perspectivas realmente decadentes y pesimistas de futuro, parece que debemos dar gracias por ello.

Haré ahora un ejercicio de introspección y, siendo absolutamente sincero, concluiré diciendo que no pretendo vivir por encima de mis posibilidades, ni pretendo no merecer lo que tengo. No quiero nada que no me pertenezca ni nada a lo que no pueda aspirar. Mi meta no es demostrarle a nadie todo lo anterior. Únicamente a mí mismo. Solamente pido lo que merezco: vivir dignamente con un trabajo para el cual esté preparado, sentirme realizado con él, con el que poder estar orgulloso de mí mismo y que los que me rodean también lo estén. En definitiva, aspirar a poder ser feliz. ¿Es pedir demasiado?

Como bien dije antes, nuestra generación parece estar ya perdida. Solo tengo la esperanza de que, si algún día tengo un hijo o una hija, no tengan que sufrir las gratuitas injusticias que esta generación estamos sufriendo.

Saludos cordiales,

Álvaro

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_