El juicio no es un sainete
Hace exactamente dos siglos, nuestro mejor escritor de la primera mitad del siglo XIX escribía a propósito de la Constitución debatida en las Cortes de Cádiz: “Lo que necesita gran miramiento y tino son los principios constitucionales del Poder Judicial; de ese poder del que depende cuánto es y cuánto tiene el ciudadano; de ese poder que es el origen, el propagador y la defensa del espíritu público; el conservador de las leyes que constituyen la verdadera patria; ese poder que bien establecido corrige o hace insensibles las faltas de constitución de los otros; y mal organizado se convierte en instrumento de opresión y tiranía, en propagador de la corrupción pública”.
Reproduzco las palabras de Blanco White a propósito de la resolución del Tribunal Supremo de inhabilitar al juez Baltasar Garzón por espacio de 11 años en el ejercicio de sus funciones, un veredicto que llena de estupor e indignación a todos los conocedores de la defensa por el juez de unos valores éticos transnacionales comunes a los demócratas del mundo entero. Estupor, porque parece increíble que la trama de corruptos y prevaricadores juzgados por él, y los portavoces de Falange Española, cuyas supuestas Manos Limpias aparecen a la luz de la aterradora masa de testimonios aportados por los descendientes de las víctimas, teñidas y bien teñidas de sangre, hayan sentado al juez en el banquillo en una parodia de juicio más propia de un sainete que de un país medianamente civilizado. Indignación, ante el hecho de que el mayor golpe asestado a la democracia española que a trancas y barrancas se mantiene desde 1978 haya sido obra de una mayoría de jueces del Tribunal Supremo cuya ideología ultraconservadora no difiere gran cosa que de la de los promotores de la jauría desatada en los últimos tres años contra Garzón.
El mayor golpe asestado a la democracia española es obra de una mayoría de jueces del Supremo
La creciente ideologización de la tradición religiosa por un pequeño pero influyente sector de la sociedad —con su anatema del “relativismo moral” y de la inocua Educación para la Ciudadanía— muestra que dicha corriente está abriéndose paso en las más altas esferas del Estado y que aspira a someter los valores propios de la democracia —en los que las convicciones políticas divergentes encuentran un terreno de debate común— al arbitrio de una Iglesia retrógrada y de una extrema derecha revanchista para las que la corrupción actual ejemplarizada por la trama Gürtel y los crímenes perpetrados en nombre de la Cruzada franquista no son tales si sirven o sirvieron a sus muy pocos santos intereses.
El juicio y condena de Baltasar Garzón no deben ser reducidos a su condición —real— de sainete y de expresión valleinclaniana de España como reflejo grotesco de la civilización europea. La crisis mundial creada por el desmantelamiento implacable del Estado de bienestar y de los fundamentos de la socialdemocracia en aras de un dios mercado voraz y depredador, los convierten al revés en un símbolo del peligro que nos acecha: el de la disolución de las bases de nuestra convivencia por la conjunción y control de los tres poderes —el político, el económico y el judicial, amén del sostén eclesiástico— en manos de quienes hoy nos gobiernan.
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