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Tribuna
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Patriotismo de acompañamiento

Al PSOE le corresponde ejercer una oposición que sepa pactar sin desdoro y exigir sin demagogia

Hemos pasado del desentendimiento irresponsable, del que hacía gala Jaimito [—Jaimito, que el barco se hunde. —Y a mí qué, si el barco no es mío], a la exigencia inexcusable de entregarnos todos al patriotismo de acompañamiento. La nueva sinfonía tiene cinco movimientos. Primero, la identificación de Zapatero y su Gobierno como la causa única de todos los males que aquejaban a la economía española y generaban la escalada de las tasas de desempleo hasta cotas inaceptables. Durante la campaña electoral quedó también muy claro que si ZP era el problema, MR era la solución. Segundo, la obtención de una contundente victoria, seguida de un traspaso de poderes ejemplar y de un debate de investidura de guante blanco, donde el entrante, Rajoy, multiplicó insólitos gestos de respeto y reconocimiento al saliente, Zapatero. Tercero, la adopción del título de último zapaterista por parte del recién investido, en medio de tantas deserciones como siguen a la derrota. Cuarto, la convicción, a partir del cálculo de resistencia de materiales, de que la tarea de gobierno requeriría algo más que la holgada mayoría parlamentaria disponible. Quinto, el recurso por parte del nuevo Gobierno a los llamamientos angustiosos, al modo del alcalde de Móstoles, —“españoles, el país perece víctima de las exigencias del BCE, acudid a salvarlo”— fueron desatendidos por quienes ahora los lanzan sin que podamos hacer oídos sordos.

Se trata, como enseñaba el catecismo, de una cosa buena —siempre que el exceso de la dosis no la haga venenosa— y mejor que su contraria, la crispación. Una hierba de la familia de la cizaña, que con tanto esmero fue cultivada en las dos anteriores legislaturas de gobierno del PSOE de José Luís Rodríguez Zapatero. No es este el momento oportuno para extendernos sobre sus errores, su falta de consistencia, su actitud caprichosa a la hora de formar equipos, sus extravagancias, sus provocaciones gratuitas, sus renuncias en el ámbito fiscal y de la aconfesionalidad, su complacencia ilimitada por determinada opción mediática de cuyo nombre no quiero acordarme, su empeño por inducir en el PP los comportamientos más extremados para que el grito subsiguiente anunciando la venida del lobo inclinara el voto de la racionalidad resignada hacia el puño y la rosa con espinas. A los socialistas les corresponde ejercer otra clase de oposición que sepa pactar sin desdoro y exigir sin demagogia, defender el Estado de bienestar y acabar con los despilfarros, ofrecer autocrítica y rechazar cualquier encubrimiento de la corrupción. Su vigilancia en el Parlamento ha de ser estricta, cualquier desistimiento haría que la calle se desbordara y la paz social es un activo muy valioso, que hasta ahora nos ha distinguido ventajosamente.

En todo caso, deben reconocerse las facilidades ofrecidas por los salientes para la derrota. Porque, de la misma forma que el 14 de marzo de 2004 el PP pereció en las urnas más que por la masacre de los trenes a causa de la administración en dosis masivas de la mentira, ahora la factura que han pasado las urnas tiene como componente decisivo más que la crisis la resistencia a decir la verdad, a llamar a las cosas por su nombre. Otra cuestión es que ni el presidente, que acaba de ser investido, ni la mayoría de los componentes de su Gabinete, fotografiados mientras recibían sus carteras, resistirían la prueba de las hemerotecas. Pero, a tenor del principio de que “todo lo que ayuda, daña” se comprueba, una vez más, que las exageraciones y simplificaciones tan convenientes para ganar las elecciones, se convierten, desde el día siguiente de la victoria, en un pesado inconveniente al que deben renunciar.

En cuanto a la capacidad de Rajoy para evitar que se adelantara la composición de su Gabinete, dado que los ministros se hacen siempre de la misma pasta, el logro es una prueba de la incondicionalidad de los nombrados. La victoria electoral del presidente lo ha sido en un doble frente. Ante los adversarios y, sobre todo, ante los sectores del PP que pugnaron por defenestrarle. Su logro ha sido de tal dimensión que ha hecho innecesaria consulta alguna para alcanzar la investidura. Pero los ministros, que han aceptado serlo sin pedir explicaciones de por qué ha pensado en ellos ni detalles de para qué tarea les llama, tampoco podrán cuando les llegue la destitución, que les llegará, reclamar las razones de la misma. Dos apuntes finales. Que Rajoy vaya a asumir la presidencia de la Comisión Delegada de Asuntos Económicos es una ensoñación que deja irresuelto el orden de los factores Montoro-De Guindos. Que Gallardón sea ministro de Justicia, ¿supone un valladar para revisar el 11-M? Atentos.

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