Los retos de Rubalcaba
La izquierda debe definir con claridad su propio perfil y distanciarse del discurso dominante
La ausencia de debates sobre la democratización del sistema productivo ha sido un rasgo común a la izquierda socialdemócrata de las últimas décadas. Lo paradójico es que esa carencia ha coincidido con el asalto de los lobbies financieros a las más diversas instituciones, nacionales e internacionales. El Estado de bienestar parecía ser la estación Termini, el programa máximo de la izquierda, mientras sus ideas económicas quedaban congeladas en el keynesianismo.
La reclamación de “democracia real ya” desde el Movimiento 15-M bebe en esa carencia, en lo poco que se ha pensado y combatido el desarrollo de un capitalismo impaciente que, simultáneamente, inhabilita la democracia y fagocita la economía productiva.
La ausencia de alternativas a la crisis facilita el auge del populismo ultraderechista. Pero esa conexión también funciona al revés: el apoyo financiero y mediático con el que cuenta el Tea Party en Estados Unidos muestra que es el ariete elegido por lobbies muy poderosos para frenar cualquier intento regulador de las finanzas globales. Sus ataques al Estado “confiscador”, la defensa de la libertad personal, el rechazo de lo público y de cualquier lógica distributiva o los discursos xenófobos, se convierten en la mejor línea de defensa del poder corporativo conseguido en las últimas décadas. Esos recursos dialécticos, mezcla de primitivismo rural e integrismo moral, que refuerzan los perfiles más duros y extremos, encajan a la perfección con la voluntad de derechizar el centro de gravedad social.
En Europa, el clima político y el ascenso de la extrema derecha, todavía en países no centrales, empieza a recordar a los años treinta, claramente prefascistas. Con una diferencia: al contrario que en aquella década, no es el miedo a la izquierda, sino su ausencia la que facilita su avance. En todos los sitios, ese avance tiene una doble consecuencia: impedir que las fuerzas progresistas tomen oxígeno y empujar a la derecha moderada hacia posiciones intransigentes. Son fuerzas convencidas de que pueden asestar un golpe definitivo a la izquierda debilitada y al mundo del trabajo y, por ello, no colaboran en la recuperación de los consensos tradicionales que identifican con una capitulación. Su postura y la de los lobbies e institutos que les apoyan no es, en absoluto, irracional, cuenta con las ventajas que les enseña la teoría de los juegos en la lucha política: los grupos irracionalmente dispuestos a coquetear con el abismo, si no logran sus objetivos, suelen prevalecer sobre los más racionales, predispuestos al consenso.
Esa situación y la complejidad de la crisis económico-financiera plantea una disyuntiva estratégica a la izquierda: de un lado, es imprescindible diferenciarse en cada país de las políticas tibias para construir alternativas fiscales, sociales y democráticas diferenciadas que no tengan miedo en denunciar, con un lenguaje claro y directo, cómo operan los grandes intereses especulativos y corporativos. De otro, precisa converger con amplias fuerzas reformistas de muchos países y variadas ideologías, para construir una gobernanza global que impulse el sistema productivo contra las tendencias disolventes del capital financiero.
La tensión entre lo uno y lo otro, definir los perfiles propios y articular nuevos y amplios consensos, es hoy la contradicción principal en la lucha política y un asunto de plena actualidad en el mundo.
En primer lugar, en Estados Unidos, donde la política de unidad nacional que defiende Obama está siendo criticada por los liberales de izquierda americanos (90 congresistas demócratas votaron contra el acuerdo sobre la deuda) porque diluye su perfil y sus soluciones en beneficio de una permanente ilusión de consenso con los conservadores fagocitados por el Tea Party. Las continuas concesiones a que conduce esa política desafecta a sus seguidores, mientras fracasa en su intento inútil de atraer a parte de las fuerzas conservadoras a un nuevo consenso nacional.
La batalla política se está jugando en el terreno de las clases medias occidentales, asfixiadas y angustiadas por la lógica implacable de esta globalización que no parece ofrecer otra cosa que la precarización de la vida de sus hijos. Allí surge el movimiento reformador del 15-M y a ellas se dirige tanto el sálvese quien pueda neoliberal como el populismo de la extrema derecha. Son las capas medias urbanas de este mundo, profesionales sobrecualificados sin posibilidad de empleo, los que sufren y se movilizan en uno u otro sentido. Son esos ciudadanos los que sienten su futuro comprometido por la dualidad del capitalismo financiero en el que cada vez más recursos aspiran a plusvalías del 20 % en una sola operación, mientras faltan recursos para las empresas que generan empleo, que necesitan todo un año de duro trabajo para aspirar siquiera a una cuarta parte de esa rentabilidad.
Para la izquierda es el momento de definir con claridad los perfiles propios, de armarse con todos los argumentos posibles, para, desde ellos, abordar los nuevos consensos. En ausencia de alternativas, debe atreverse a explicar con honradez algunos síes, pero, sobre todo, debe aprender a decir no, a alejarse de aquellos consensos que validen un capitalismo regresivo incapaz de impulsar ni la gobernanza global ni el buen gobierno empresarial. Lo que el mundo necesita para sobrevivir es un verdadero programa de democratización del aparato productivo y financiero.
En esa pinza, entre síes prematuros y noes sin estrenar, entre los restos del funcionalismo reformista del ensoberbecido Felipe González y los del reformismo laico de los derechos civiles del malogrado Zapatero, ambos demasiado sometidos al discurso económico dominante, es donde se mueve hoy Rubalcaba.Los que confiaban exclusivamente en su habilidad política como factor de recuperación electoral, sufrían de iluminismo.
Hace bien el candidato en perfilar sus políticas mientras anticipa algunas líneas rojas que no traspasará ante peticiones de consenso sobre sanidad, fiscalidad o enseñanza; haría mejor si acelerara su distanciamiento de sus etapas de gobernante y reconociera con sencillez errores y faltas. La ciudadanía está ávida de sinceridad y cansada de palabrería. Desde la sobriedad y la recuperación del ser consecuente, la travesía del desierto puede ser más corta de lo que algunos piensan. Ojalá sea así por el bien de todos.
Ignacio Muro Benayas es economista y profesor de Periodismo en la Universidad Carlos III. Es autor de Esta no es mi empresa.
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