Maldición
"Se diría que habitar en La Moncloa predestina a un desenlace fatal", sostiene el autor
La última legislatura presidida por Zapatero se precipita con ineluctable fatalismo hacia su más sombrío final, atraída por el abismo de unos mercados financieros que amenazan con estrangular nuestra menguante capacidad de recuperación. Un destino fatídico que se grabará como un epitafio infamante sobre la sepultura política del presidente, condenado a perder el poder sin haber sabido hacer frente como debía a la peor crisis de nuestra historia reciente. Y así se confirmará la regla no escrita de los regímenes presidencialistas (como lo es el nuestro pese a su parlamentarismo oficial) que decreta una especie de maldición sobre la segunda parte de los mandatos presidenciales. Así se desprende de lo sucedido con los expresidentes Suárez, González y Aznar, pues los tres se vieron obligados a salir de La Moncloa entre el oprobio público tras haber arruinado su anterior capital político.
Pues bien, como si estuviéramos frente a un caso de vidas paralelas al estilo de Plutarco, a Zapatero le está pasando algo bastante análogo a lo que les ocurrió a sus antecesores. Como Suárez, ha creído preferible renunciar al liderazgo de su partido antes de precipitarle en una derrota de magnitud histórica, por cuanto implica perder todo el poder a la triple escala estatal, autonómica y local. Como González, ha sido víctima de una campaña de acoso y derribo (equivalente a la conspiración de Ansón o la pinza de Aznar y Anguita) que ha terminado por acabar con él, tras sufrir el montaje de múltiples escándalos mediáticos (la conspiranoia del 11-M, el España se rompe a causa del Estatut catalán, la traición a las víctimas por el llamado proceso de paz, el veredicto de incapacidad para prevenir y afrontar la crisis global…) que destruyeron su reputación. Y como Aznar, ha desertado del puente de mando para delegar en su segundo de a bordo (hoy Rubalcaba como ayer Rajoy) el deber de dar la cara ante sus electores por el incumplimiento de sus responsabilidades como gobernante (Aznar por Irak y el 11-M, Zapatero por el giro antisocial de mayo de 2010), condenándole por persona interpuesta a un inmerecido voto de castigo.
Se diría por tanto que habitar en La Moncloa predestina a un común desenlace fatal. Y eso pese a las manifiestas diferencias de carácter que adornan a sus titulares, pues el talante de Zapatero nada tiene que ver con el de sus predecesores. Es verdad que la ejecutoria de Suárez, con su fama de tahúr del Misisipí, recuerda quizás a los vaivenes de Zapatero, que hizo y deshizo alianzas a su antojo. Pero la seductora simpatía de aquel siempre pareció mucho más sincera que la sonrisa furtiva de este. Tampoco el carnal carisma del animal político González admite comparación con la timorata pusilanimidad del vacilante Zapatero. Y sobre todo, con quien parece hallarse caracteriológicamente en las antípodas es con el truculento y tenebroso Aznar, en particular, pues nada hay más alejado del integrista sostenella y no enmendalla que estila este que el relativismo posmoderno del volátil y liviano Zapatero. Sin embargo, pese a todo, se diría que a ambos les anima una hybris común, pues los dos han sido siempre fieles a sí mismos como si representasen la puesta en escena de su autocaricatura. O sea, genio y figura hasta la sepultura: el uno, siempre tremendista e intransigente; el otro, siempre funámbulo incoherente.
Por lo demás, tanto Aznar como Zapatero han caído en el mismo pecado de jugar a torear al Estado: es lo que yo he llamado la lidia de Leviatán como signo distintivo de la ideología española. Con estilos diametralmente opuestos, Aznar con chulesca arrogancia, Zapatero con astucia torticera, tanto uno como otro se pusieron España por montera para sortear a los poderes públicos desviándolos en su propio interés como grandes maestros de la tauromaquia política. En este sentido, si la gran faena del diestro Aznar fue la guerra de Irak y el fraude del 11-M, la última del maestro Zapatero, tras torear a su electorado con el giro político del 12 de mayo de 2010, ha sido torear al propio Estado con su reforma exprés de la Constitución, para lo que ha firmado un pacto contra natura con su propio rival Rajoy. Y todo esto ¿por qué? ¿Cómo interpretar el giro copernicano de Zapatero, que abjuró de su anterior defensa de los derechos sociales y pasó a convertirse al fundamentalismo del ajuste neoliberal? ¿Para pasar a la posteridad comprando un digno lugar en el lado soleado de la historia? ¿O por pura contrición, tras arrepentirse de sus anteriores pecados esperando merecer así la indulgente absolución de sus antiguos adversarios, que hoy le aplauden hasta el punto de sostenerle con una tácita gran coalición, entre el indignado abucheo del público respetable?
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