Catalanes, mediterráneos, europeos
La capitalidad mediterránea de Cataluña está en juego si no atiende a los cambios en el sur
Cataluña es el país más atractivo del antiguo Mare Nostrum, el lugar desde donde se ejerce la capitalidad de la región mediterránea, según palabras del presidente de la Generalitat, Artur Mas, en su primer discurso conmemorativo del 11 de septiembre, la fiesta oficial catalana. Este argumento, a veces poco visible, no admite mucha discusión. Barcelona y su área conforman la región económica e industrial más potente de toda la cuenca mediterránea, con un enorme atractivo en la atracción de capitales, turismo y migraciones. También es evidente la vocación para ejercer la capitalidad mediterránea, por la que pelea desde 1995, cuando celebró la cumbre europea por la que se inició el Proceso de Barcelona hasta hoy mismo cuando intenta consolidar la Unión para el Mediterráneo, la averiada institución que debería ocuparse de las relaciones con nuestros vecinos del sur y cuyo secretariado se encuentra en el palacio de Pedralbes. Numerosas instituciones públicas y privadas, think tanks, universidades y empresas apoyan y desarrollan esta vocación que continúa y recupera un viejo y glorioso protagonismo medieval.
A pesar de la capitalidad indiscutible, el presidente Mas no tuvo ni siquiera una leve alusión a los acontecimientos que vienen conmocionando a la entera cuenca sur del Mediterráneo desde el pasado enero. Tres tiranos derrocados, un cuarto que sigue triturando a su pueblo durante siete meses ya, dos transiciones inicialmente pacíficas, una guerra civil con intervención internacional, cambios de gobierno, reformas constitucionales, medidas populistas para acallar las protestas y, sobre todo, una evidente desconfiguración del mapa geopolítico árabe, sin ningún diseño claro que organice esta zona crucial del planeta por sus recursos naturales, su demografía y los conflictos que alberga.
Junto al desorden y a la incertidumbre que acompañan a las revoluciones, también hay indicios interesantes: estos cambios significan la incorporación de millones de personas a la nueva realidad global, primero en sus aspectos más políticos, pero ante todo en sus beneficios económicos. Algunos de estos países se hallan en excelente disposición para emerger como potencias económicas con vocación de liderazgo regional. Turquía e Israel ya lo son y lo serían más en un Oriente Próximo que consiguiera resolver satisfactoriamente la reivindicación palestina. Pero son varios los países, desde Egipto hasta Marruecos, con un enorme potencial de crecimiento si saben navegar por sus transiciones y sacan partido de sus enormes riquezas, como serían el caso de Argelia con sus reservas de gas y Libia con su petróleo.
La capitalidad mediterránea hoy no es discutible. Todavía. Si el rumbo y el ritmo de las revoluciones árabes es similar al que tomaron los países del centro y del Este de Europa a partir de 1989 no es nada seguro que Cataluña pueda seguir reivindicando entonces el mayor atractivo de toda la cuenca y ni siquiera que Barcelona siga albergando las instituciones de integración regional. Por eso, atender a los cambios que se están produciendo en el sur no es solo una cuestión que afecta a la solidaridad democrática y a la estabilidad y seguridad de la región, sino también a los intereses estratégicos.
Los europeos hemos sido lentos de reflejos y hostiles inicialmente a los cambios de régimen en el mundo árabe
Los europeos, seamos claros, hemos sido lentos de reflejos y hostiles y reticentes a los cambios, al principio, y obligadamente coadyuvantes, cuando nos hemos dado cuenta de que eran ineluctables; nuestras instituciones se han manifestado ausentes e ineficaces y solo muy lentamente han ido pensando en organizar su participación y su papel en la construcción del nuevo mundo árabe; y tampoco las sociedades se han mostrado a la altura, más preocupadas por la inmigración, las suspicacias respecto a los musulmanes, el precio de la energía y los hipotéticos problemas de suministro que por las necesidades de las transiciones políticas y del bienestar y la libertad de nuestros conciudadanos árabes. Probablemente, sería excesivo pedir que los catalanes y su Gobierno, a pesar de nuestros frecuentes tropismos narcisistas, fuéramos ahora más despiertos y mejores que el resto de los europeos y de sus instituciones.
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