Izquierdas al borde de un ataque de nervios
Cambiamos de “administradores”, no de líderes políticos propiamente dichos
Empieza el curso político más triste. Un 80% de los españoles piensa que en las ya casi inmediatas elecciones generales de noviembre va a ganar un candidato que solo inspira mucha o bastante confianza al 20% de los ciudadanos (último barómetro de julio del CIS). O sea, que tendremos un reemplazo en el liderazgo político que apenas entusiasma. El FMI interpreta a la baja el crecimiento español para los próximos dos años. O, lo que es lo mismo, seguiremos sin crear empleo y sin salir de la crisis económica. Encima trasladaremos la actual ortodoxia del “Directorio Europeo” (E. Juliana) a disposición constitucional, con lo cual se nos acogota ya mediante el recurso a un precepto de ley fundamental la posibilidad de hacer algo distinto de aquello que esperan los mercados. Y cuenta con el consenso de los dos grandes partidos, así que un referéndum poco podría ayudar a evitarlo.
Un sector importante de la juventud internacional celebra al Papa por las calles de Madrid como si se tratara, en efecto, de la encarnación de un representante de la divinidad. Y, lo que es peor, nuestros canales públicos de televisión parecen creérselo también y ponen a su disposición todo el potencial comunicativo de sus instrumentos audiovisuales. Por no hablar de los éxitos de los partidos de extrema derecha en las diferentes elecciones celebradas en muchos países europeos. Algunos millonarios franceses y de otros países se ofrecen a que les aumenten los impuestos, avergonzados quizá por todo lo que han venido acumulando en los últimos años, pero ninguno de ellos propugna el cierre de los paraísos fiscales. Los Estados emergentes no quieren ni oír hablar del más mínimo cambio en el statu quo de la economía internacional para no cambiar las reglas que hasta ahora propician su competitividad…
No, no son buenos momentos para ser de izquierdas, laico y heredero de esa tradición de la Ilustración que creía en la emancipación frente a las tinieblas del pasado y afirmaba su confianza en eso que entendíamos como progreso. Todos los elementos que anidaban en ese concepto parece que se nos van desvaneciendo detrás de la tozuda afirmación de lo existente como lo único posible. Incluso aquello de lo que más nos vanagloriábamos, la democracia, la posibilidad de elegir entre opciones políticas distintas.
¿Realmente importa quién gane las próximas elecciones generales a la vista de cuáles son las políticas económicas que “necesariamente” habremos de implementar? Sí, claro que importa, se dirá, pero solo en lo periférico, en lo esencial continuaremos estando sujetos al seguidismo de aquello “que hay que hacer”. Somos ciudadanos post-soberanos que nos limitamos a designar a un nuevo liderazgo que hará lo que se espera que haga por parte del poder real; el poder económico, naturalmente. Cambiamos de “administradores”, no de líderes políticos propiamente dichos. Hace tiempo ya que la acción política se ha transmutado en mera gestión sistémica, que la política se ha reducido a mera “administración”. Parece como si ya no fuera factible tomar las riendas de nuestro destino y decidir hacia dónde queremos proyectarlo.
Lo más descorazonador de esta situación es que quienes se niegan a aceptar este estado de cosas, como el Movimiento 15-M o algunos partidos a la izquierda de la socialdemocracia, no saben tampoco cómo transitar desde esta situación en la que nos encontramos a otra más acorde con los clásicos preceptos de la justicia social sin provocar una desestabilización completa de las constantes socio-económicas del país. España, lo sabemos bien, no es Dinamarca ni Islandia y, por tanto, las iniciativas que puedan fructificar allí pueden tener unas consecuencias nefastas aquí. Hay un lamento, que comparto, por la unidireccionalidad en la que estamos embarcados, pero no una verdadera alternativa, porque casi todas estas proclamas a la izquierda de la socialdemocracia están guiadas más por la ética de la convicción que por la ética de la responsabilidad. Y no actúa igual quien sabe que ha de rendir cuentas por las decisiones que adopta y evalúa los costes que éstas tienen, que quien se limita a formular propuestas guiado por el buenismo o la impecabilidad moral.
Y, sin embargo, no hay por qué bajar la cabeza ante esta situación sin alternativas aparentes. Propongo que, para empezar, nos serenemos todos, abandonemos la dimensión de las pasiones humanas —la indignación—, y nos pongamos a pensar; tratemos de definir una respuesta que sea viable y responsable sin renunciar a los principios propios y con efecto a medio plazo. Siempre es mejor una izquierda reflexiva que una izquierda indignada.
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