¡Qué orgullosos estamos todos y de todo!
El perdón que se ha permitido otorgar a las abortistas muestra la frivolidad de las medidas punitivas
Lamenta José K. tantas y tantas cosas! Por ejemplo: no ser líder de la oposición, si bien ya se entiende que en cualquier país democrático, que tampoco es cosa de mostrar el desnudo pecho en Damasco. Tiene que ser muy reconfortante desplazarse desde el habitual lugar de veraneo, que si paseos, que si la familia, hasta la primera villa a mano donde se celebren fiestas del lugar, que siempre hay fiestas del lugar, como todo español sabe, y allí, pulpo, lechón, corderillo o similar muestra gastronómica de la tierra en mano espetarle con orgullo al contrincante: “¡A ver, zagal, si trabajamos, que ya está bien de holganzas, incendiado el país —qué digo el país, el mundo entero— como lo tenemos!”. Dicho lo cual, de vuelta tan ricamente a la sombra de la higuera.
Y es que no hay nada, se dice José K. como desvestirse de complejos y desnudarse de vergüenzas para, libres de ataduras, mostrarnos orgullosos de nuestras cosas ante el mundo. Orgullosos de ser gays, sí, pero también de ser de derechas, que proclaman en nuestras pantallas los boquirrotos voceros de un grupo mediático-místico y orgullosos, también, de meter el dedo en el ojo al enemigo, que no adversario. Hay más: orgullosos de mostrarnos ignorantes y zotes como el senador Rick Perry, organizador de plegarias para que llueva, o la congresista Michele Bachman y sus correligionarios del Tea Party, amarrados aún al estúpido creacionismo, ambos aspirantes a la presidencia de Estados Unidos.
Y orgullosos, cómo no, de ser católicos y convertir Madrid en una cascada de luz como recomendó a tantos jóvenes el papa Ratzinger en Madrid. Así que todos exultantes, gritemos al cielo nuestras alegrías, que estamos inmensamente orgullosos de ser como somos. Orgullosos por satisfechos y gozosos, que no por copetudos ni altaneros, jactanciosos o arrogantes, por supuesto.
Constata José K. la extraordinaria algarabía y fandango de tanto joven, una vez que han conseguido desatar el corsé de la falsa humildad y el desfasado recato. De tal manera somos, parecen decir, que de tal manera podremos actuar, cual vistosos pavos reales, capaces de desplegar la espectacular cobertera de brillantes tonos iridiscentes. Aquí estamos, aquí deben vernos, aquí mostramos nuestro poderío. Sin complejos. Así que nuestro hombre, que superó hace tanto tiempo la perplejidad, entiende que hay preguntas que no necesitan respuesta. ¿Qué menos de un millón de púberes peregrinos se merece el obispo de Roma? ¿Qué menos que reyes y presidentes socialistas requiere el protocolo del jefe del Estado Vaticano, cual ridícula parodia de la humillación de Canosa que tan oportunamente recordó en estas páginas Juan G. Bedoya? ¿Qué menos de doscientos metros puede medir el escenario donde se nos muestre en todo su esplendor de blanco refulgente la luminosa figura de Benedicto XVI?
Pero a José K. le ha llamado especialmente la atención el diseño moderno y aerodinámico, puesto que semejan velas de windsurf, de los muy aparatosos —y numerosos: doscientos— confesionarios instalados en el madrileño parque del Retiro, cerca, muy cerca, de la estatua al Ángel Caído, que si usted mira fijamente al protagonista, se le ve estos días caído, sí, pero más ceñudo que nunca, como si se le llevaran los demonios. De vuelta a las velas, diseñadas de tal forma que el sol de agosto recaiga sobre el pecador y la sombra sobre el sacramentado, estaba José K., malhumorado y rumiante como es, un tanto sorprendido por el despliegue del teatral exceso de ese falso puerto donde varar los pecados, hasta que se topó con una noticia que le iluminó y, así es el personaje, le confundió.
José K. lo leyó dos, tres veces, y sí, era tal y como le habían dicho. Y es que con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), el cardenal arzobispo de Madrid, Rouco Varela, ha concedido a todos aquellos sacerdotes autorizados para confesar durante las jornadas, la potestad de perdonar y suprimir la excomunión a quienes hubieran efectuado algún aborto. Fue entonces cuando nuestro hombre entendió el porqué de esos desmesurados confesionarios, mostrados cura y orante al ojo de los viandantes, expuestos pues los pecadores al reconocimiento de todos los compañeros de religión, que al perdón de pecado tan gigantesco, tan colosal, le corresponde ese monumental y descubierto plató. ¡Menos mal que primero pecamos, que así después podemos ser perdonadas! Que todos nos vean y resplandezca el favor divino. Aunque este todos no parece exacto, ya que de interpretar rectamente la nota del Arzobispado, el perdón solo alcanza a quienes se confiesen con determinados curas que han recibido determinada autorización, que vaya usted a saber por qué ese religioso sí y no el párroco de Moratalaz. Así que si usted se ha quedado en Cádiz, un suponer, y ha abortado o participado en algún aborto a lo largo de su vida, ya sabe que va a seguir el camino del infierno, una eternidad sufriendo espantosos dolores. Y todo por no haber querido venir un par de días a Madrid. Ya ven.
José K., tan comecuras como ya saben, despegado sin remisión de estas cosas del espíritu, que le hacen confundir los ruegos a Manitú con las letanías del Hare Krishna y éstos a su vez con los rezos en la Almudena, no quiere dejar de mostrar su asombro ante tal descomedimiento de la jerarquía católica. Y quiere, antes de nada, reivindicar su derecho a hacerlo, a pesar de esas carencias, al igual que para hablar de política no hay que ser diputado, y para largar de toros no es necesario ser mayoral, monosabio o desollador.
José K. se indigna —si ahora todos lo hacen, por qué va a renunciar él a su ira permanente— ante este perdón que les llega ahora a unas mujeres a las que han torturado y que han tenido que soportar el insulto y la vejación de cientos de obispos desplegados por las calles en manifestaciones airadas, que lo menos que han gritado ha sido asesinas. Era cosa de ver al obispo Martínez Camino hablar del aborto como la mayor lacra de la humanidad, de un crimen abominable e injustificable, para ahora, cinco minutos en la tabla de surf, felizmente arrepentida, volver a la fiesta de sí, sí, sí, Benedicto ya está aquí. Aproveche, abortista, los últimos días de nuestra oferta. Cierto que para ese perdón y la recuperación del esplendor renovado, se necesitará someterse a la penitencia que le imponga el perdonador, tal que el rezo de algunas oraciones. ¿Y qué pasará si no lo cumple? Pues vuelta a confesarse un mes o un año después y de nuevo perdón de la falta. Y así hasta el infinito. Sopapo y perdón, martillazo y perdón, tiro en la nuca y perdón.
Le disgusta profundamente este sentido del perdón de la iglesia católica a José K. Recuerda Christopher Hitchens que el 12 de marzo de 2000, Juan Pablo II rogó perdón por no menos de noventa y cuatro —que no es bajo número— crímenes cometidos por la Iglesia a lo largo de la historia. Fruslerías como la Inquisición, la persecución de los judíos o las injusticias hacia la mujer. Así que pedido y autoconcedido el perdón, volvamos a lo nuestro. Siempre se imagina José K. a Jack el Destripador bendecido en el último minuto por un cura ignorante de sus hazañas, a Adolf Hitler santificado en el búnker dos segundos antes del tiro, o a un felicísimo Augusto Pinochet tras recibir la comunión de manos del arzobispo de Santiago. Que allá estará este trío, entre tantos y tantos de repugnantes asesinos, disfrutando angélicamente de la gloria de tener ante sus ojos la luz divina. Por los siglos de los siglos.
¡Qué orgullosos estamos en el Vaticano de ser tan generosos y ofrecer el perdón a los pobres pecadores! Pero aún estamos más orgullosos, para qué engañarnos, de ser tan listos. Veinte siglos.
Amén.
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