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Un 37% más de familias pobres pide la renta básica de inserción

La crisis deja en riesgo de exclusión a 200.000 núcleos familiares El solicitante ha cambiado: ahora es un desempleado que necesita ayuda para salir a flote

Carmen Morán Breña

Las rentas básicas de inserción, que cobran aquellas personas que no perciben ningún otro ingreso, han experimentado un gran despegue con la crisis. Si en 2007 apenas se habían incrementado un 0,40% respecto al año anterior, en 2008 ya subieron más de un 10%, y en 2009 el salto fue del 37,3%. A la luz de la información que están ofreciendo algunas comunidades, y de lo que opinan los expertos, no es aventurado calcular que el año pasado la cifra rondara ya las 200.000 familias. Los datos, a los que ha tenido acceso este periódico son oficiales, es decir, las autonomías los han remitido así al Gobierno, aunque no se han hecho públicos. Lo mismo puede decirse de los números de 2010: el Ministerio de Sanidad y Política Social ya los ha recibido, pero aún no los ha dado a conocer.

Las rentas de inserción, o básicas, las solicita el ciudadano en las oficinas de los servicios sociales públicos cuando no se dispone de ningún otro apoyo económico o se han ido perdiendo los que se tenían: primero el paro y después las demás ayudas que el Gobierno puso en marcha para paliar las consecuencias de la crisis. Los perceptores son familias que están en el umbral de la pobreza o en riesgo de caer en la exclusión. Cuando se llega hasta ahí es que se han agotado todas las redes que paraban la caída: familia, amigos, prestaciones públicas.

Marta, de Zaragoza, elige un nombre ficticio para salvar el estigma de la pobreza y contar que vive con su hija de seis años, a la que el padre dejó un día de pasar el dinero tras el divorcio. Era peluquera, pero la enfermedad se cruzó. Acaban de quitarle un riñón, así que el trabajo se esfumó. Ahora está “contenta”, cobra 500 y pico euros y busca un empleo.

Estas pagas, que rondan cuantías de 400 euros, toman un nombre distinto en cada autonomía. Tal variedad nominal es a su vez indicativa de las muchas diferencias que existen entre comunidades en la gestión de esta ayuda. La perciben alrededor de dos de cada 1.000 habitantes, “una cifra muy pobre cuando se conoce que hay colas de gente esperando por ellas y que se está recurriendo a las organizaciones benéficas cuando falta el apoyo público al que deberían tener derecho”, critica José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales.

Pero un dato distorsiona esa media: 25,44 personas de cada 1.000 la perciben en el País Vasco. En esta comunidad la Renta de Garantía de Ingreso (RGI) sobrepasa los 600 euros en algunos casos y también son beneficiarios los pensionistas cuyos ingresos son muy escasos. Cuando se trata de familias de tres o más miembros, el monto supera el 150% del salario mínimo interprofesional. Y puede haber complementos para pagar el alquiler de la vivienda. En este momento tienen 53.000 titulares de esta renta, con familia o sin ella, asegura el viceconsejero vasco de Planificación y Empleo, Javier Ruiz.

Pero la gran singularidad del modelo vasco radica en dos factores: que la renta es un derecho garantizado por ley para aquel que cumple los requisitos, y el fuerte vínculo del perceptor con la consecución de un empleo. “Es derecho y deber buscar y lograr un trabajo mientras se cobra esta renta, que en esta comunidad gestiona directamente el Servicio Vasco de Empleo”, dice Ruiz.

Empleo y vivienda están considerados por los expertos los dos elementos fundamentales para evitar la exclusión social.

Pero en la mayoría de las comunidades, sin embargo, las rentas cada vez son menos de inserción y más básicas, es decir, su vínculo con el mundo laboral se va hundiendo y emerge apenas una esquelética prestación asistencial, que puede ser tan eterna como la marginación social del beneficiario. “Se están quedando escasas en la cuantía. Y hay disparidad en los requisitos que se piden para percibirlas. Antes de la crisis esta renta la cobraba gente que tenía un perfil difícil para encontrar empleo, pero ahora ha entrado en tromba una capa de población que ha perdido el trabajo y necesita ayuda para volver a encontrarlo y salir a flote. Son dos perfiles bien distintos”, explica Ramírez, de la Asociación de Gerentes de Servicios Sociales. “El consenso social existe, todo el mundo está de acuerdo en que estas rentas deben tener una relación directa con el empleo, pero es cierto que hay perfiles que no alcanzan las condiciones que exigiría un empleador. A esta gente cabe exigirle criterios de inserción social, como que tengan a los hijos escolarizados, vacunados, etcétera. Quizá en esos casos la renta puede ser ilimitada. No sería algo tan costoso siempre que se atendiera bien la otra pata, la de los que han de volver al mercado laboral. En estos casos el criterio debe ser la inserción laboral, por encima de cualquier otro”, sigue Ramírez. “Y quizá para ellos debería ser una renta temporal, que evite la tentación subsidiaria”.

Marta sabe que debe buscar trabajo, y que ha de encontrarlo, porque su madre ya la ayudó cuanto pudo. “Esta paga no es para siempre. Además, si no lo encuentro tendría que vender mi piso o alquilarlo y vivir con mi madre. Y las dos estamos ya acostumbradas a vivir solas”, se ríe.

En el País Vasco hay convenios con empresas de empleo experimental, de empleo protegido y programas de contratación preferente para perceptores de la renta de garantía de ingresos. Se trataría con ello de rescatar a aquellos cuyo perfil no está ligado por completo a la exclusión, pero no a los que tienen facilidades para encontrar trabajo en cuanto la economía se enderece un poco. “Algunos no lo conseguirán nunca, pero no solo hay que atender a los que están preparados para lograrlo. Si algo justifica la existencia de servicios sociales públicos es la atención a colectivos en riesgo, pero que presentan habilidades personales y motivación”, dice Ruiz.

José Manuel Ramírez hace hincapié además en que no se debe olvidar la inserción social, es decir, acompañar estas rentas con los mecanismos necesarios para situar a esas personas, de nuevo, dentro de los márgenes sociales. Los expertos mantienen que la renta mínima debe preservarse y en su mayoría rechazan las formas cómo la Generalitat de Cataluña ha intentado cambiar la forma de hacer efectivos los pagos con el argumento de intentar combatir el fraude.

Mínimo común para la paga mínima

La renta básica no es, a priori, un derecho del ciudadano que el Estado tenga, por tanto, la obligación de proveer. Por eso su concesión está sujeta a la disponibilidad de dinero por parte de las Administraciones. Y en la actual situación de crisis, con las arcas públicas casi vacías, eso implica que en muchos de estos casos, hasta miles de ellos, se están derivando sin más a las organizaciones benéficas.

Pero en los últimos años este planteamiento está cambiando. Algunas comunidades autónomas han ido redactando leyes de servicios sociales que mejoran este aspecto. En el caso del País Vasco, por ejemplo, esta renta ya es un derecho. En otros territorios iban camino de ello, pero la crisis se ha cruzado en su implantación y no se han desarrollado las leyes.

El reto, dicen los expertos, es una ley estatal, un marco general que ponga unos mínimos comunes en este panorama. “Si el Estado es quien fija la cuantía que se percibe como salario mínimo interprofesional, también debería fijar la renta para toda España, al menos el suelo, sin perjuicio de que las comunidades las aumenten”, señala Patrocinio de las Heras, que fue una de las responsables de la política social en los ochenta, cuando se pusieron las bases del cuarto pilar del Estado de Bienestar, los servicios sociales tal cual se conocen ahora. Y no solo con la cuantía han de establecerse unos mínimos comunes, también con los requisitos para acceder a estas rentas, dicen los expertos. Pero para esto es necesario que se libre un dinero a las comunidades, si no, ninguna querrá entrar en el asunto, sostienen. Pero ahora, cuando más atención necesitan las políticas sociales, más paradas están las reflexiones y la tijera está haciendo de las suyas. La red europea contra la pobreza (EAPN, en sus siglas inglesas) en la que participan delegaciones de unos 30 países, ya ha dado la voz de alarma. En su última reunión en Lisboa, en junio, redactaron un manifiesto donde se pide a los Estados que “obliguen a los bancos a asumir su parte del desastre y se introduzcan impuestos sobre las transaciones financieras para financiar la inversión social”.

Y recuerdan la necesidad de establecer una renta mínima adecuada en el marco europeo. Parecidas reflexiones se recogen en el manifiesto de los trabajadores sociales firmado en mayo en Zaragoza.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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