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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

De Camps a Fabra

El presidente de la Generalitat Valenciana anuncia un estilo distinto al de su antecesor

La Comunidad Valenciana estrenó ayer nuevo presidente apenas dos meses después de celebradas las elecciones autonómicas. Se trata de un hecho anómalo que, en este caso, exterioriza una crisis institucional que tardará tiempo en resolverse. De esa herencia es sobre todo responsable el anterior presidente de la Generalitat Valenciana, el dimitido Francisco Camps, empeñado hasta la temeridad en hacer de las urnas una especie de excusa absolutoria de la acusación de cohecho pasivo impropio de la que tiene que responder ante los tribunales. Corresponsable es también el Partido Popular, y especialmente Mariano Rajoy, que no vio ningún tipo de incompatibilidad —ni moral ni política— en que un imputado por corrupción optara a la reelección de un cargo tan representativo como presidente de la Generalitat. Es de esperar que la frivolidad de tales dirigentes no tenga mayores consecuencias para los valencianos.

Que sea así —limitar los daños— será sin duda una de las preocupaciones, si no la máxima, del exalcalde de Castellón de la Plana, Alberto Fabra, investido ayer sucesor de Camps con los votos del PP en las Cortes Valencianas. El nuevo presidente ha hecho dos gestos que le distancian del estilo personalista y envarado de su antecesor: acceder a recibir a los familiares de los 43 muertos en el accidente del metro de Valencia en 2006, cruelmente desairados por Camps, y facilitar a la oposición política los contratos de la trama Gürtel con la Generalitat que investiga la justicia. Son gestos que, junto a otros, como no rehuir las preguntas de los periodistas, anuncian un estilo de gobernar distinto del de su antecesor.

A Camps, tras su dimisión y en su marcha hacia el tribunal del jurado, sus correligionarios, incluido el propio Fabra, le han dirigido toda suerte de cumplidos. Los que hacen acto de pública fe en su inocencia son humanamente comprensibles, aunque el propio Camps haya estado a punto de destruirles esa fe declarándose culpable. Los que se refieren a su dimisión como “un ejercicio de ejemplaridad política” o como un listón de ética política difícilmente superable son tan artificiosos que caen en el esperpento; sobre todo conociendo cómo se gestó esa dimisión tras el pánico escénico que se apoderó del anterior presidente de la Generalitat ante el trago de tener que ir a firmar el escrito de culpabilidad que ya había presentado su abogado en el juzgado.

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