El paisaje de La Boca: la turistificación de un barrio mítico de Buenos Aires
Pese a los intentos de propietarios, planificadores y políticos de convertir las ciudades en postales estáticas, no se puede apartar a un lado la verdad de las urbes para pintar de ellas un cuadro impecable, sin tristeza ni pasiones
Buenos Aires es un ejemplo de cómo las urbes de Sur Global se ponen a disposición del mercado mundial de ciudades. Lo hacen siempre de la misma manera: reformando barrios —es decir, expulsando vecinos—, desactivando cualquier fuente de conflicto —esto es, pacificando el espacio—, ocultando cualquier signo de miseria, y, por supuesto, disponiendo un decorado tranquilo, amable y previsible. A esa puesta en escena de una ciudad para convertirla en fuente de beneficios le corresponde la generación de paisajes aptos para la inversión y el consumo.
En Buenos Aires, barrios como Palermo, Puerto Madero o San Telmo concretan esa política de engendrar espacios falsificados para su comercialización. Interesante el caso de El Abasto, tematizado ya como “el barrio de Gardel” y sobre el que María Carman escribió hace no mucho su libro Las trampas de la cultura (Paidós).
Esa dinámica afecta ya a barrios del sur de la ciudad, la parte hasta ahora peor tratada de la capital argentina. Uno de ellos es La Boca, un barrio popular cargado de resonancias sentimentales y simbólicas y con un potente imaginario en el que el tango y el fútbol ocupan un lugar preferente. Sobre La Boca acaba de aparecer un trabajo de la antropóloga Ana Clara Fabaron en el que analiza los cambios que está experimentado desde los años noventa la desembocadura del Riachuelo al Río de la Plata, y lo hace precisamente enfatizando en cómo estos implican la producción de paisajes. Algunos resultados de su investigación están incluidos en un libro reciente: Resistir Buenos Aires, una compilación de Romina Oleajarczyk y, de nuevo, María Carman, publicado por Siglo XXI.
Buena oportunidad para pensar a qué llamamos “paisaje” y hacerlo recordando que no existen “paisajes naturales”. Todo paisaje es un recorte intencional e intencionado impuesto al mundo. Así nos lo enseñó Georg Simmel, el pionero de las teorías de la gran ciudad, en un ensayo fundamental: Filosofía del paisaje. En la ciudad, por así decirlo, la vida urbana real es naturaleza y la función del urbanismo y la arquitectura es generar paisajes que transformen esa vida urbana verdadera —lo que Henri Lefebvre llamaba “lo urbano” en El derecho a la ciudad, — en urbanización y en urbanidad, es decir, en un panorama óptico de esquemas claros, inteligibles y bellos destinados a ser obedecidos.
Pero lo urbano no puede convertirse en paisaje porque no puede ser fijado. No se deja fotografiar ni retratar en un lienzo. Si se intentase, saldría movido porque su estado natural es el sobresalto y el temblor. No es un telón de fondo inmóvil, sino una madeja en movimiento de experiencias, luchas y avatares. La planificación urbana neoliberal consiste, justamente, en procurar “enmarcar” en una imagen detenida, la heterogeneidad de significados que registra la urbe, la pluralidad de usos y funciones que conoce, la proliferación incansable y a veces contradictoria de sentidos, memorias y usos de que está hecha y la hace. No puede, pero prueba a hacerlo.
A pesar de los intereses del poder y del dinero, emergen —en La Boca y en todos sitios— pruebas de que no se puede apartar a un lado la verdad de las ciudades para pintar de ellas un cuadro impecable, sin tristeza ni pasiones
En La Boca los creadores de landscapes quieren domesticar o suprimir lo urbano convirtiéndolo en un bodegón con figurantes, pero les cuesta. Es lo mismo que se está dando en muchísimos antiguos barrios populares de América Latina y del mundo, a los que propietarios, planificadores y políticos aspiran a convertir en órdenes visuales perfectos y quietos, protegidos de una realidad que se niega a posar para ellos.
A pesar de sus esfuerzos por imponer sus paisajes, el marketing urbano no tiene ganada la batalla. Una buena parte de La Boca ya es “paisaje urbano”, es decir, territorio tematizado por el que pasean y echan fotos los turistas: Caminito, la Ribera, el entorno de la Bombonera, el estadio del Boca Juniors. Pero otra parte del barrio, oculta o disimulada, está conformada por viviendas precarias, entre ellas, decenas de conventillos —muchos todavía de chapa y madera— en los que se amontona la pobreza y en los que los incendios trágicos son frecuentes. Entre los turistas que recorren el barrio no se puede evitar la presencia de “indeseables”, como manteros o cartoneros. Además, sobreviven en La Boca rincones por colonizar por el turismo, como El Playón, un enclave del barrio en que Ana Clara Fabaron encuentra jóvenes jugando a la pelota en la calle, asados a la intemperie, murales no patrocinados —uno de ellos con una gran leyenda que dice “República de La Boca”— y la actividad de una de las principales murgas de Buenos Aires: Los Amantes de La Boca.
Y así, a pesar de los intereses del poder y del dinero, emergen —en La Boca y en todos sitios— pruebas de que no se puede apartar a un lado la verdad de las ciudades para pintar de ellas un cuadro impecable, sin tristeza ni pasiones. Les guste o no, siempre regresa, porque nunca se fue del todo, esa efervescencia que es la ciudad real, que no se resigna a acabar siendo una mera estampa.
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