Las organizaciones sociales en tiempos de tormenta ultraderechista
Por su capacidad de denunciar las realidades desatendidas por los Estados, las ONG suponen una amenaza para cualquier movimiento autoritario. Por eso siempre ha sido necesario para ellos desprestigiarlas y prohibirlas. Ahora más que nunca, deben defenderse y ofrecer lo mejor de sí mismas a la sociedad
Antes de todo, una frase para que decidan si quieren seguir leyendo: Los derechos humanos o son universales o se convierten en privilegios. No es un enfoque original, pero sí importantísimo. Casi 80 años después de ese intento de marcar unos estándares mínimos y universales de dignidad para el ser humano, estamos lejos de haberlo logrado. La Declaración Universal de Derechos Humanos, que tiene muchas limitaciones y es muy mejorable, sigue siendo una referencia fundamental, precisamente porque está lejos de ser respetada en todo el mundo. Incluso cada vez más lejos.
Y sí, incluida la Europa que tantas veces mira por encima del hombro al resto del mundo en su papel autoasignado de referencia de los valores de la democracia y el progreso humano. La misma Europa que con una mano paga a Estados fronterizos para que repriman con violencia extrema a las personas refugiadas y migrantes, y con la otra tiembla al ver resurgir con fuerza a una ultraderecha que, cada vez con menos disimulo, se identifica con el neofascismo.
Todo el establishment de la Unión Europea mira con preocupación el gradual ascenso de la ultraderecha en la opinión pública y, consecuentemente, en los parlamentos e instituciones de gobierno. Consolidada la ola reaccionaria liberal en Hungría y Polonia, la ultraderecha empuja fuerte en Eslovaquia, condiciona como socio minoritario los gobiernos de Estonia y Letonia, posee un enorme peso como segunda fuerza en la antigua referencia progresista, Suecia. Ahora un país fundador, Italia, será gobernado por una fuerza política nostálgica de Mussolini y la supuesta gloria pasada de Italia. Y mientras tanto, en Francia, el proyecto de Le Pen sigue fuerte como segunda fuerza política. España, como siempre, tiene su propio ritmo y no está muy claro hacia dónde se encamina el proyecto local de nostalgia por ser una, grande y libre.
Uno de los muchos elementos en común de esta ola de ultraderecha es una agenda comunicativa y política constante contra las organizaciones sociales que luchan contra la desigualdad estructural de nuestras sociedades occidentales. Es posible que les suenen mensajes repetidos a modo de mantras como “ONG cómplices de la inmigración ilegal”, “Chiringuitos feministas”, “Organizaciones colaboradoras con las mafias”… Esta obsesión es amplia y frecuente en todos los grupos de ultraderecha europeos. Tanto que en 2020 el Tribunal de Justicia de la UE tuvo que condenar al Estado húngaro por haber puesto en marcha una normativa tan represiva de las organizaciones sociales que violaba el derecho a la libertad de asociación. Algo que forma parte de los derechos fundamentales de cualquier estado democrático y la propia Carta Europea de Derechos Fundamentales ampara el derecho a organizarse libremente para poder defender las ideas.
No es una cuestión menor. Los nacidos en España después de 1975 estamos tan acostumbrados a dar por sentados algunos derechos que no siempre somos conscientes de lo frágiles que son, ni cuánto dependen de tener un Estado sólidamente democrático que los ampare. Quizás por eso mismo, el papel de las organizaciones sociales sea tan relevante y tan atacado en estos momentos.
Los nacidos en España después de 1975 estamos tan acostumbrados a dar por sentados algunos derechos que no siempre somos conscientes de lo frágiles que son
Los derechos humanos o son universales o son privilegios. ¿Puede haber algo más desactivador del relato ultranacionalista y excluyente que recordar la universalidad de los derechos humanos? ¿Hay algo que contradiga más el autoritarismo que reclamar el derecho a disentir, a señalar lo que todavía no funciona en esta sociedad y hacerlo de forma sistemática y organizada, amparados por la ley?
Las organizaciones sociales, en la medida que seamos capaces de canalizar la inquietud de la ciudadanía por denunciar aquellas realidades que no están bien atendidas por los Estados o que directamente constituyen injusticias flagrantes, resultamos una amenaza para cualquier movimiento que, abusando de los cauces formales de la democracia, quiera devolvernos a épocas de culto al líder, autoritarismo y uniformidad moral. Por eso siempre ha sido necesario, para quienes persiguen el poder autoritario, desprestigiar primero y perseguir y prohibir después a las organizaciones ciudadanas que en cada momento canalizaban a la ciudadanía inquieta por la injusticia y defensora de las libertades. “Ay, esos chiringuitos progres…”.
Estamos de nuevo ante un momento histórico que no sabemos a dónde nos va a llevar. No lo sabemos porque no está escrito. Como organizaciones sociales debemos preguntarnos, no tanto cómo defendernos de los ataques que buscan anular nuestro valor social, sino cómo aumentar este último. ¿Qué podemos hacer mejor y de forma más intensa para reducir las desigualdades y fomentar una Europa más comprometida con los Derechos Humanos? Por más ruido que se genere a nuestro alrededor, tenemos la obligación de seguir ofreciéndole a la sociedad lo mejor de sí misma: espíritu de justicia social, disfrute de los derechos y libertades que tanto sacrificio ha costado lograr y una mirada crítica de la realidad desde la firme convicción de que otro mundo mejor es posible; aún en mitad de esta oscura tormenta.
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