“Conocí a Mandela en nuestra huelga de hambre. Lo trajeron para que nos parara, pero nos animó a seguir”
Luviwo Mlilwana pasó siete años en la prisión sudafricana de la isla Robben por su oposición al ‘apartheid’. Treinta años después de la caída del régimen racista, él vuelve a diario a la cárcel, ahora museo, para contar a los visitantes el horror que allí se vivió
Siempre se presenta con las mismas palabras, como un mantra: “Mi nombre es Sparks. S-P-A-R-K-S”, deletrea. “Soy un exprisionero político. Pasé siete años aquí, en la isla Robben”. Y cuando desvela que él no es un guía cualquiera, sino uno de aquellos hombres que vivió encerrado tras los barrotes de esa lúgubre cárcel, su público deja de hablar, posa la vista en él y comienza a escuchar. Su verdadero nombre es Luviwo Mlilwana, pero en su trabajo en la antigua prisión de la isla, hoy convertida en museo, siempre usa su alias, que significa Chispas en inglés.
La isla Robben, a 14 kilómetros de las playas de Ciudad del Cabo, nunca fue un lugar muy agradable. Empleada desde la época colonial para aislar a personas consideradas indeseables, como delincuentes y leprosos, a mediados del siglo XX fueron encerrados aquí los opositores al apartheid, el sistema de segregación racial instaurado formalmente en 1948 que despojó de derechos a personas no blancas durante más de cuatro décadas. No fue el único centro penitenciario de Sudáfrica para los adversarios del régimen, pero sí saltó a la fama porque en ella pasó la mayor parte de su cautiverio Nelson Mandela. El que posteriormente se convertiría en el primer presidente negro de Sudáfrica y ganaría el premio Nobel de la Paz vivió aquí 18 años, en una celda de 2,4 metros de largo por 2,1 metros de ancho de la sección destinada a los reos considerados “peligrosos”. Le acompañaron en el cautiverio otros líderes de su partido, el Congreso Nacional Africano (ANC), como Walter Sisulu, Govan Mbeki o Robert Sobukwe. Sparks llegó a tratar con él: “Conocí a Mandela en nuestra huelga de hambre. Lo trajeron para que nos parara, pero nos animó a seguir con ella”, afirma.
Hace más de una década que este guía de andares pesados y voz atronadora relata a esos visitantes cómo su activismo político en Umkhonto we Sizwe, el brazo armado de la ANC, acabó con él entre rejas. Tiene 56 años, y a los 17 pisó por primera vez este islote envuelto en brumas. Pensó que moriría allí dentro, entre trabajos forzados, privaciones, frío y palizas de los guardias. Pero salió con 24, cuando el inicio de la era democrática en Sudáfrica devolvió la libertad a los cautivos de Robben. Quiere que todo el mundo sepa de los horrores que allí vivió y por eso decidió aceptar la oferta de empleo que recibió después de unos años disfrutando de su recuperada libertad. “Decidí que nadie podía explicar al mundo lo que aquí había pasado; excepto nosotros, los prisioneros políticos”, afirma.
En la isla Robben ya no hay nadie encerrado contra su voluntad. La cárcel fue clausurada como tal y posteriormente reabierta como un museo que recibe a miles de visitantes cada año. En 1999 fue declarada Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, que la describe como un lugar que “conmemora el triunfo del espíritu humano sobre la adversidad”.
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