En Malaui se juega a la política con vidas humanas
El Gobierno ha comenzado a devolver por la fuerza a centenares de refugiados al campo de Dzaleka, donde malviven millares de personas. Más de 400, entre ellos 100 niños, han sido trasladados ya
En febrero expiró el plazo concedido por el Gobierno de Malaui para que los 8.000 refugiados que viven en otros lugares del país regresen voluntariamente al campo de refugiados de Dzaleka, donde malviven 56.000 personas. A partir de entonces, alertaron las organizaciones humanitarias, las autoridades podían tomar medidas para la reubicación. El traslado comenzó por la fuerza en la capital de Malaui, Lilongüe, en las primeras horas del miércoles 17 de mayo, cuando la policía asaltó las tiendas y los hogares pertenecientes a refugiados y solicitantes de asilo en esta ciudad.
Los detenidos fueron trasladados a la prisión central de la ciudad de Maula. Cuando me desperté esa mañana y encendí mi teléfono, me encontré con un montón de llamadas telefónicas y mensajes de WhatsApp de refugiados que informaban de lo que estaba ocurriendo. Me sentí derrotado y me quedé paralizado intentando pensar en la mejor manera de responder. A las ocho de la mañana movilicé a mi equipo y fuimos a la prisión a hablar con las autoridades.
Cuatro de cada cinco hombres con los que hablamos denunciaron diversas formas de violencia a manos de la policía. Algunos fueron golpeados, a otros les quitaron el dinero. Daniel, un refugiado, me llamó para pedirme ayuda para recuperar lo que unos agentes le habían robado de su casa en plena noche. Él cuenta que le golpearon a él y a su mujer mientras registraban la casa en busca de dinero. Los refugiados no tienen la documentación necesaria para abrir cuentas bancarias, y este era el caso de Daniel. Asegura que la policía se llevó 11,8 millones de kwacha (unos 10.700 euros) que había recibido el día anterior como pago de una empresa, que le había comprado soja y nueces molidas.
Cuatro de cada cinco hombres con los que hablamos denunciaron diversas formas de violencia a manos de la policía. Algunos fueron golpeados, a otros les quitaron el dinero
En el municipio de Chinsapo, también en Lilongüe, la policía acudió a la tienda de Etienne sobre las cuatro y media de la mañana. Cuando nadie respondió, explica, rompieron un cristal y lanzaron gases lacrimógenos al interior. “Gracias a Dios no había nadie dentro”, dice Etienne, porque “habría sido un desastre”.
Hay muchas denuncias de brutalidad policial, y seguiremos documentándolas. Más de 400 refugiados y solicitantes de asilo, entre ellos 100 niños, han sido trasladados de la prisión de Maula al campo de Dzaleka. La mayoría de ellos no tienen cobijo ni comida, y los niños han sido despojados de su educación. Desde el martes 23 de mayo estamos escuchando que la misma brutalidad policial se extiende a otros distritos de Malaui.
Estoy atónito y no puedo creer que el Gobierno de Malaui esté sometiendo vidas humanas a tales atrocidades en nombre del Estado de derecho. Sin embargo, cuando escucho lo que dice el ministro de Seguridad Interna, está claro que se trata de una maniobra política y que ninguna verdad desbaratará sus planes. Ha afirmado en repetidas ocasiones que los refugiados y los solicitantes de asilo quitan puestos de trabajo a la población local y que el aumento de los robos y atracos se debe a los refugiados y otros extranjeros. Y ha acusado a la Comisión de Derechos Humanos de Malaui de defender los derechos de los refugiados en lugar de luchar por los derechos de los malauíes.
Las tóxicas palabras del ministro tienen el poder de avivar las frustraciones existentes sobre una economía crónicamente quebrada hacia la xenofobia patrocinada por el Estado. Todo a mi alrededor indica que la dignidad humana de los refugiados y solicitantes de asilo en Malaui está todavía a años luz de ser reconocida, pero no dejaré de decir la verdad y de pedir al Gobierno que reconsidere sus decisiones.
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