La China trabajadora vista por la mirilla
El documental ‘Ascension’ hace un retrato desde dentro y sin ambages del mundo laboral en el gigante asiático
No me sorprende que la directora del documental Ascension sea una realizadora sinoamericana, Jessica Kingdon, alguien con un pie en China y el otro en Estados Unidos. Lo digo porque en el documental hay algo de ambos mundos que nos acerca a la manera de pensar, de hacer y de hablar del país que trabaja como el que más, a machacamartillo, con el objetivo de enriquecerse.
El largometraje nos permite tener una visión desde dentro, como si miráramos por la mirilla de la puerta, puesto que la mayoría de las escenas son secuencias grabadas en fábricas, oficinas, empresas, centros de formación, donde se diría que Kingdon plantó su cámara y su micro, y dejó que las secuencias y las conversaciones de los trabajadores hablaran por sí mismas.
Revela también una mirada Occidental, algo crítica y desapegada, sobre esa realidad Oriental completamente orientada a la máxima productividad. Me viene a la cabeza una escena donde los alumnos que siguen una formación para convertirse en su propia marca (exitosa) en Internet anuncian sus respectivos planes de negocios. Todos coinciden en la meta a alcanzar: ganar millones de yuanes a pocos años vista.
Ascension, que fue nominada como mejor documental en la última edición de los Oscar, revela, por un lado, la cultura de la ambición, bien asentada en la mentalidad china. Por otro, la vergüenza de Occidente, que nunca ha fisgado en la interioridad de esa fábrica; pero que ha convertido a China en la fábrica global y a quien le debemos hasta las mascarillas que nos protegieron durante la pandemia. Nos reconocemos como sus clientes preferentes, aunque no nos hemos detenido a examinar en qué condiciones se produce, se trabaja, se comercializa. Que nos lleguen puntualmente los pedidos, quién, cómo y dónde se producen nos la trae al pairo.
Me produjo vergüenza ajena la escena en una fábrica de producción de muñecas para adultos. Las trabajadoras tenían que seguir las instrucciones precisas de un cliente, recibidas por correo electrónico sobre el color del pezón y de la aureola, y allí se las ve aplicarse, entre risitas, armadas con el pincel para que el consumidor quede satisfecho. Occidental, claro está.
Vértigo sentí al ver tropas de trabajadores, y no eran soldados, vestidos todos igual, desfilando ante los superiores de su empresa. Entonaban himnos de devoción a la marca, al líder empresarial, aplaudían sin convicción, pero con mucha energía y de manera sincronizada a sus mandos jerárquicos. Esa escena, que parece sacada de una obra de teatro, es un pedazo de realidad que se da en el patio de una compañía. Este mejunje de comunismo y de capitalismo me da yuyu. No pasaría de lo exótico si no estuviera en juego la vida y la libertad de las personas. En la calle, la gente que cruza en rojo son filmadas y proyectadas en primerísimo primer plano en una pantalla gigante. Allí donde nosotros celebramos el gol y al goleador, en la calle en China, denuncian la infracción y al infractor.
A medida que se suceden las escenas, a cuál más surrealista, me entra el agobio al pensar que no estoy viendo una película de ficción, que no son secuencias inventadas por un guionista más o menos inspirado
A medida que se suceden las escenas, a cuál más surrealista, me entra el agobio al pensar que no estoy viendo una película de ficción, que no son secuencias inventadas por un guionista más o menos inspirado, sino retazos de vida pillados al vuelo. China aparece ante las cámaras como el hijo aventajado del capitalismo occidental, solo que nosotros hemos aprendido que el dinero por el dinero no lo es todo. Sabemos que por el camino nos hemos cargado el medio ambiente.
Aparecen escuelas para aprender buenos modales: abrazar, sonreír, saludar en un cóctel de trabajo; escuelas para convertirse en mayordomos porque hay muchos ricos en China y quieren, como los Occidentales, tener el suyo propio. No lo digo yo, sino una formadora ante un grupo de hombres y mujeres que aspiran a convertirse en asistentes personales de multimillonarios. La misma mujer les aconseja ver Downtown Abbey, les avisa de que no tendrán tiempo para ellos ni para su familia, y les conmina a sonreír a su cliente. Si les humilla, hay que aguantarse sin perder la sonrisa porque ese maltratador es la mano que les alimenta. Según la profesora, siempre queda el consuelo de maldecirlo a sus espaldas.
A medida que avanza el documental, se muestra cómo las clases más acomodadas, esos ricos que quizá emplean ya a mayordomos, disfrutan de ese enriquecimiento comprando en centros comerciales capaces de albergar cientos de personas a la vez, en restaurantes donde sirven solo delicatessen de la mejor cocina francesa. El lujo y el éxito que disfrutan unos cuantos reposa sobre una masa inmensa de trabajadores uniformados, obedientes, respetuosos. El contraste entre ambas realidades opuestas queda de manifiesto en una sesión de fotografías en un parque exterior. La modelo se queja del calor insoportable que sufre mientras tiene que posar algunos minutos para el fotógrafo. En la misma escena, un pobre jardinero prosigue su tarea bajo el sol sin rechistar.
Ascension podrá verse el 9 de octubre en Cineteca de Madrid (19.30) y durante el Another Way Film Festival en Filmin.
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