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Cooperación y desarrollo
Tribuna
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Un mundo más pobre, enfermo e inseguro

Sudáfrica acoge esta semana la cumbre del G20 y la ceremonia de reposición del Fondo Mundial, en medio de una oleada global de recortes de la ayuda al desarrollo. De las decisiones de estos días dependen el futuro de la salud global y la seguridad colectiva

Cumbre del G20 Sudáfrica

Jeremy Lewin tiene 28 años, pero argumenta como un chaval de 15 en un botellón. En su discurso, esta estrella en alza de la política exterior estadounidense combina las falsedades y el extractivismo propio de la doctrina Trump con un pasmoso desconocimiento de la historia y la geopolítica, lo que a menudo le lleva a colocarse en la posición de víctima: “Fuimos los pardillos del sistema global durante tanto tiempo”, dice. Su desprecio por los organismos internacionales y el sector público solo son comparables con su servilismo canino hacia el presidente y con la admiración que profesa por Elon Musk, en cuya unidad de demolición administrativa ―conocida como Departamento de Eficiencia Gubernamental, DOGE― se fogueó. Lo que aprendió en aquellos meses tendrá consecuencias durante décadas.

A estas alturas del partido nos hemos curado de espanto con respecto a la nueva administración estadounidense, pero el caso de Lewin tiene una relevancia especial: desde el pasado 11 de julio, ocupa el puesto de secretario adjunto para “Ayuda externa, asuntos humanitarios y libertad religiosa”, al frente de lo que antes era la agencia nacional de cooperación para el desarrollo (USAID). Y su plan declarado es el derribo y la reconstrucción sobre planos propios de un sistema del que hoy depende, literalmente, la supervivencia de poblaciones enteras. Solo en el territorio de la salud global, el desmantelamiento del sistema de cooperación de Estados Unidos tendrá consecuencias salvajes: de acuerdo con nuestros cálculos, 14 millones de personas más un tercio de ellas menores de 5 años perderán la vida de aquí a 2030 si el ejecutivo de Trump lleva a cabo su promesa de recortar la ayuda en un 83%. Buena parte de estas muertes se explican por la interrupción de las pautas de inmunización infantil, el bloqueo en la distribución de antirretrovirales contra el VIH o la desaparición de programas rurales contra la malaria.

En el poco tiempo que ha pasado desde que publicamos este primer estudio ha quedado claro que ni Trump está solo en su deriva, ni estos cambios constituyen un bache temporal. Los argumentos son variaciones de la misma melodía. Donde Lewin describe un conflicto existencial entre los intereses de los contribuyentes estadounidenses y los del “entramado humanitario global”, el primer ministro británico Keir Starmer defiende recortar la ayuda para financiar gastos militares. En un movimiento calificado por el secretario estadounidense de Guerra, Pete Hegseth, como “un paso firme de un socio fiable”, este improbable Gobierno laborista ha anunciado un hachazo de nada menos que el 40% en los presupuestos de la ayuda al desarrollo. En el caso de Francia, las razones son más convencionales pero no menos inapelables: si los planes de sobriedad presupuestaria de Macron siguen adelante, el Gobierno francés disminuirá sus presupuestos de cooperación en más de 700 millones de euros, contraviniendo la ley que su Parlamento aprobó tan solo hace cuatro años. Añadan a esta ecuación el caso de Alemania, que también reduce fondos argumentando apuros económicos, y será la primera vez que los cuatro mayores donantes reduzcan su ayuda dos años consecutivos, devolviendo al sistema a los niveles financieros de 2020.

La envergadura de esta tragedia previsible y evitable corre el riesgo de adquirir magnitudes pandémicas y se ha convertido en un símbolo de la lógica nacionalista y transaccional que se extiende como una peste

Ya sea por ideología, belicismo o austeridad, el resultado de estos y otros recortes va a ser idéntico: el mundo que proponen las antiguas potencias mundiales del desarrollo será más pobre, enfermo e inseguro. En el plazo inmediato, sus decisiones se traducirán en el sufrimiento de centenares de millones de personas, parte de las cuáles no vivirán para contarlo.

Una vez incorporados los escenarios de recortes en cooperación del conjunto de los países donantes, nuestro nuevo análisis sugiere que la cifra de muertes evitables ascenderá a 22 millones de seres humanos. De estos, 5,4 millones serán niños y niñas menores de 5 años. Esta cifra es tres veces el número de niños de esa edad que viven en España. La envergadura de esta tragedia previsible y evitable corre el riesgo de adquirir magnitudes pandémicas y se ha convertido en un símbolo de la lógica nacionalista y transaccional que se extiende como una peste y a una velocidad de vértigo por la comunidad internacional.

Curiosamente, no hace falta lucir una gorra MAGA para reconocer que la ayuda internacional precisa una reforma en profundidad. Sin duda es posible concebir modelos mejores, mejor gestionados y más ajustados a las verdaderas prioridades de la gente. Pero este pendulazo súbito no tiene nada que ver con eso. Como recordaba un reciente reportaje de la revista The Economist, la idea de que los Estados más pobres se responsabilicen de una parte mayor de sus gastos sanitarios “es muy buena en teoría, pero en la práctica mucha gente va a morir si la ayuda es reducida”. En países como Somalia, Sudán del Sur o Liberia, solo la cooperación bilateral estadounidense igualaba o doblaba toda la inversión en salud que realizan los propios Estados. La revista digital Devex ha comenzado a recopilar información sobre casos documentados en los que la ayuda estadounidense desaparece sin más alternativa que el vacío, el sufrimiento y el caos: desde los repuntes de malaria infantil en Camerún y la República Democrática del Congo, a las niñas obligadas a abandonar la escuela en Uganda o el desabastecimiento alimentario de refugiados sirios.

Lo que está en juego es sostener o desandar tres de las décadas más deslumbrantes del progreso humano

Cualquiera de estos programas depende de sistemas de salud que no pueden ser reseteados como si se tratase de un lavadora vieja. Incluso aunque los fondos retornasen en pocos años, el coste relativo de la reconstrucción sería infinitamente más alto que una transición controlada ahora. Más allá de los artificios retóricos, lo que está en juego es sostener o desandar tres de las décadas más deslumbrantes del progreso humano, donde la acción concertada de actores públicos y privados ha logrado reducir a menos de la mitad los niveles de mortalidad infantil y rescatar a decenas de países de niveles medievales de esperanza de vida.

Este es el asunto verdaderamente relevante que está sobre la mesa de los líderes internacionales que se darán cita en Sudáfrica esta semana con motivo de la cumbre del G20. De forma muy consciente, la reunión coincide en tiempo y lugar con la ceremonia de reposición financiera del Fondo Mundial para la lucha contra el SIDA, la tuberculosis y la malaria, cuyo futuro encapsula toda la gravedad del debate. Un descenso demasiado acusado de los presupuestos del Fondo para los próximos tres años –algo que ya le ha ocurrido a la Alianza Mundial para la Inmunización (GAVI), que en junio recaudó un 25% menos de lo previsto– enviaría un ominoso mensaje a las personas que dependen de sus programas. La ONG Médicos Sin Fronteras acaba de publicar un desasosegante informe que describe las consecuencias prácticas que un Fondo Mundial debilitado tendría para 26 millones de personas que hoy dependen de sus antirretrovirales, por ejemplo.

Lo que es igualmente importante, ninguno de los gobiernos que están reduciendo sus presupuestos de cooperación de forma tan despreocupada parecen calibrar las consecuencias amplias de sus decisiones. Para los países del Sur Global, el mensaje es que hemos entrado en un nuevo tiempo en el que las responsabilidades y aspiraciones colectivas como la de la salud han sido totalmente reemplazadas por los intereses nacionales de corto plazo. Cinco años después de una pandemia devastadora y en medio de una crisis de desplazamiento forzoso que no conoce fronteras, renunciar a la gestión mancomunada de estos desafíos parece un monumental desatino.

La esperanza está puesta en las iniciativas que buscan reconsiderar, antes que destruir, la arquitectura de la financiación y la gobernanza del desarrollo. Una de las más importantes está teniendo lugar en el terreno de la salud global y España –que sí ha incrementado sus aportaciones al Fondo Mundial– se ha involucrado de lleno en este proceso, que ha adquirido velocidad de crucero tras la Cumbre de Financiación de Sevilla. Su mera existencia demuestra que la de Lewin no es la única visión posible del futuro.

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