Los combatientes de la generación Z de Myanmar: una estrategia de guerrilla contra la dictadura militar
Jóvenes soldados, profesores y médicos se organizan en el frente de Loikaw, cerca de la frontera con Tailandia, para ganar terreno a la Junta que gobierna el país desde el golpe de Estado de 2021 y proteger a la población civil
La niebla se levanta lentamente mientras el bote avanza sobre las aguas fangosas del río Salween, en Myanmar (la antigua Birmania), muy cerca de la frontera con Tailandia. En ambas orillas, la pared verde de la selva se alza, y un cielo opalino, salpicado de nubes plomizas, anuncia la llegada de un aguacero monzónico. Jóvenes combatientes de la resistencia, sentados a ambos lados del bote, aprietan sus fusiles de asalto y escanean lo imperceptible. Sus ojos recorren el bosque, y cada vez que oyen un ruido lejano, apagan el motor del bote para asegurarse de que no sea un avión de la Junta Militar, que gobierna el país desde el golpe de Estado de febrero de 2021.
“Aunque hemos tomado el control de esta parte de la frontera, eso no significa que el SAC [Consejo de Administración Estatal, el nombre oficial del ejército de Myanmar] no realice ataques aéreos con sus aviones”, afirma Abel, de 26 años, cuyo nombre de guerra es Bye Bye. Dejó su ciudad, Loikaw, después del golpe, huyó a las montañas con cientos de sus compañeros y luego se unió al KNDF, la Fuerza de Defensa de las Nacionalidades Karenni. Este grupo revolucionario está compuesto en su mayoría por hombres de esta etnia y opera en el Estado de Kayah, el centro neurálgico del conflicto civil que ha ensangrentado Myanmar durante casi cuatro años.
Desde 1962, el país ha estado gobernado por juntas militares, y solo en 2015 se celebraron las primeras elecciones libres, que concluyeron con la victoria de la Liga Nacional para la Democracia, el partido dirigido por la Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi. Desde 2015 hasta 2021, el país vivió un breve período de democracia, que permitió a las generaciones más jóvenes abrirse al mundo. Cuando el 1 de febrero de aquel año los tanques entraron en las calles de la capital y el general Min Aung Hlaing tomó el poder, miles de personas en todo el país inundaron las calles para protestar contra el golpe con el que los militares querían impedir que el Ejecutivo recién elegido cambiara la Constitución, que reserva al ejército el 25% de los escaños parlamentarios y el control de los ministerios del Interior, Defensa y Fronteras. El triunfo electoral del 8 de noviembre de 2020 le había dado la mayoría suficiente para hacerlo.
Las protestas civiles fueron reprimidas con gran violencia, pero muchos manifestantes se organizaron. Ahora, luchan en una coalición contra la dictadura tanto los efectivos de la Fuerza de Defensa del Pueblo, el ejército del Gobierno de Unidad Nacional actualmente en el exilio, como las formaciones étnicas que han peleado desde 1948 por la autonomía y los derechos de las minorías indígenas.
Desde el golpe, todo ha cambiado. Antes de ese día, estaba terminando el instituto y quería ir a la universidadThu Ra Aung, guerrillero
Después de horas de navegación, el bote atraca en una pequeña playa. La unidad guerrillera karenni se organiza rápidamente y comienza su marcha a través de la selva a pie, en camionetas y sobre los lomos de elefantes, en dirección a Demoso, un bastión rebelde. La humedad, la malaria, el miedo a las emboscadas y los constantes arroyos que se deben cruzar son una realidad agotadora pero inevitable. No hay tiempo para descansar: el riesgo de ser avistados y bombardeados está en su punto máximo. La marcha solo se detiene al anochecer. Cada persona cuelga su mosquitera, extiende el tapete sobre el que dormirá, se asignan guardias y se encienden fogatas para hervir arroz. Es entre el suave tintineo de las cucharas contra las latas de comida y la conversación relajada, el humo de los puros cheerot y el aroma de las nueces de betel cuando estos revolucionarios entusiastas e incansables revelan quiénes son realmente. Son la Generación Z de Myanmar, jóvenes de veintitantos años o treinta y pocos envejecidos por su constante roce con la muerte, juveniles pero sin barba, sonriendo en el resplandor de las brasas.
“Desde el golpe, todo ha cambiado. Antes de ese día, estaba terminando el instituto, quería ir a la universidad y, como todo joven de Myanmar, era feliz porque, por primera vez en la historia de nuestro país, sabía que finalmente era libre. Pero esos sueños se hicieron añicos y no tuvimos más opción que tomar las armas. O perdíamos todo o luchábamos; no había alternativas”. Thu Ra Aung tiene 21 años, es miembro del Tercer Batallón del KNDF. Se levanta la camiseta y señala una fecha tatuada en sus costillas: 10 de abril de 2024, el día en que mataron a su hermano. “También era un revolucionario. Desde el día en que lo mataron, ya no sé lo que significa ser feliz”. Una canción se eleva en el fondo, resonando a través de la oscuridad; es una balada tradicional sobre la nostalgia y el dolor de estar lejos de la madre. Los jóvenes la cantan al unísono, y Thu Ra Aung continúa: “Ser revolucionario significa renunciar a todo: familia, amigos, planes... Es doloroso, pero necesario. La junta comete crímenes indescriptibles: bombardean escuelas, hospitales, campos de refugiados.
Estos jóvenes guerrilleros se preparan para ir al frente de Loikaw, donde las tropas de la junta avanzan y los ciudadanos huyen entre columnas de humo y sonidos de las explosiones. “No tuvimos más opción que embarcarnos en esta guerra, pero la guerra es una monstruosidad. Perdí a un hermano de 19 años asesinado por el ejército, y no pasa un momento en que no piense en él. Pero también pienso en el soldado al que maté. Desde ese día, dejé de reír”, afirma Pasqwar Let, de 21 años. Viaja con 15 compañeros en una camioneta; el frente ya está cerca, y ofrece una última confesión: “Cada vez que voy a la batalla, le rezo a Dios para que le dé a mi madre la fuerza para perdonarme el dolor que le causaría si muero”.
Al final, ganaremos. No tenemos alternativa; si perdiéramos, no desearía el infierno en el que nos encontraríamos ni a mi peor enemigoMaui, general de la guerrilla
En el pueblo, la lucha continúa casa por casa, el silbido de las balas resuena entre los arbustos y los cruces, las bombas de 120 milímetros (explosivos de gran calibre) y los cohetes Grad hacen temblar las paredes de las casas. “Necesitamos hacer una retirada estratégica, obligarlos a avanzar, hacer que entren en los campos de arroz, y una vez que estén atrapados en el pantano, entonces los atacamos con pequeñas unidades desde todos los lados”. Esta es la guerra de guerrillas; golpear y huir, explotando el terreno a favor, atacando al enemigo donde es más vulnerable. El general Maui, de 31 años, líder militar del KNDF, explica así la estrategia a su personal, luego coordina personalmente la retirada de sus hombres. Por la noche, en un campamento cerca de Demoso, el general declara: “Sin suficientes armas para un enfrentamiento frontal, la táctica y la inteligencia lo son todo para el resultado del conflicto. Debemos asegurarnos de que el ejército venga tras nosotros y caiga en nuestra trampa”.
Maui tiene un título en geología, ha estudiado en el extranjero varias veces y trabajó como agrónomo, pero todo eso pertenece a su pasado. “Estamos luchando por un país donde se respete a las minorías indígenas, donde la forma de gobierno sea el federalismo democrático, donde las consignas sean la justicia, la paz y el trabajo. No estamos luchando por una bandera; no queremos el modelo estadounidense, europeo o chino; queremos vivir en paz y armonía con nuestra tierra”, declara. Antes de irse, añade: “Una cosa de la que estoy seguro: al final, ganaremos. No tenemos alternativa; si perdiéramos, no desearía el infierno en el que nos encontraríamos ni a mi peor enemigo”.
El refugio de Demoso
El conflicto ha provocado la muerte de más de 5.000 personas, según Naciones Unidas, y tres millones de desplazados internos. Además, 18 millones de personas necesitan asistencia humanitaria inmediata. La resistencia controla algo menos de la mitad del país, ya que los insurgentes, a pesar de carecer de municiones significativas y equipos antiaéreos, disfrutan de un importante apoyo entre la población, que sufre los bombardeos de las tropas de Min Aung Hlaing. Cerca de 200 escuelas han sido bombardeadas, según un recuento de Radio Free Asia, más de 300 hospitales y clínicas han sido atacados y ha habido una cantidad no cuantificada de ataques aéreos sobre campos de refugiados.
A tan solo 10 kilómetros del frente de Loikaw, se encuentra Demoso, la segunda ciudad más grande de esta zona. Hoy alberga a más de 150.000 personas, más de la mitad de la población de la región, que ha buscado refugio en esta ciudad después de que las fuerzas rebeldes la tomaran en noviembre de 2023. Los combates que azotan al Estado de Kayah ha empujado a la mayoría de sus habitantes a abandonar sus hogares y a buscar refugio en esta ciudad, que consideran liberada. Demoso es un lugar de rara belleza, donde todo tiene un aire de atemporalidad: desde las pagodas de cúpulas blancas a los campos de arroz, donde hombres y mujeres con la cabeza cubierta por sombreros cónicos tradicionales trabajan, o las montañas verdes y doradas donde sus hijos han construido refugios y cavado trinchera. Pero la verdadera realidad de Demoso yace más allá de lo que el ojo puede ver, y solo al adentrarse en la ciudad se revelan completamente las tragedias del conflicto.
Cuando se detuvo el bombardeo, corrí a la escuela para asegurarme de que nadie estuviera herido, pero me encontré con los cuerpos sin vida y mutilados de cuatro de mis estudiantesNay Lin Aung, profesor
“Cuando llegué a la escuela, los niños me dijeron que había aviones volando constantemente sobre nuestras cabezas. Salí corriendo del aula para ver hacia dónde se dirigían, y al mirar hacia arriba, me di cuenta de que un jet venía directamente hacia nosotros”. Nay Lin Aung, de 26 años, es profesor de matemáticas, y la mañana del 5 de febrero de 2024 estaba en clase cuando la escuela Daw See Ei fue alcanzada por un bombardeo aéreo. “Reuní a todos los niños y corrimos al refugio. Poco después, hubo una explosión”. Seis meses después del bombardeo, Nay Lin Aung camina entre las ruinas de la escuela, sus pasos resuenan en las aulas vacías. Mira una pizarra marcada por esquirlas y los escritorios destrozados de sus estudiantes. Recoge un estuche de lápices carbonizado y cuadernos abandonados. “Cuando se detuvo el bombardeo, corrí al edificio para asegurarme de que nadie estuviera herido, pero me encontré con los cuerpos sin vida y mutilados de cuatro de mis estudiantes. Desde ese día, he estado viviendo una pesadilla que no me da paz, y todavía escucho los gritos de mis alumnos”, rememora. Solo queda una foto de clase, mostrando a niños sonrientes posando frente a la cámara, un recordatorio de cómo era la vida antes de la explosión.
Un hospital entre chozas y ramas
“La mayoría de los heridos que llegan aquí son víctimas de minas terrestres, proyectiles de artillería o bombardeos aéreos. Para salvarlos, tenemos que realizar amputaciones. Tenemos muy pocas herramientas y medicinas, así que no tenemos otra opción: debemos amputar el miembro para salvar a la persona”. Soe Ka Naing tiene 31 años, es médico y dirige el único hospital de Demoso, oculto en lo profundo de la selva. Cuando estalló el golpe, el médico dejó Yangón y llegó al Estado de Kayah a través de rutas clandestinas. “Tan pronto como ocurrió el golpe, participé en acciones de guerrilla urbana en Yangón. Luego decidí venir aquí para apoyar a mis compañeros y a las personas que viven en esta zona de guerra”, rememora. El hospital consiste en una serie de chozas protegidas por ramas de árboles que las ocultan de la vigilancia de la junta. Dentro, hombres, mujeres y niños están rodeados de sangre, vendajes y tubos. No lloran ni se desesperan, entregan su dolor al silencio.
Samuel era un agricultor que regresaba de los campos cuando pisó una mina terrestre, que le hizo perder una pierna y la vista. Oliver, que ahora lucha por su vida, estaba en el frente de Pekon cuando su unidad fue bombardeada, las esquirlas desfiguraron su rostro y le amputaron la pierna derecha por debajo de la rodilla. Mu Shwe Ye masajea la pierna amputada de su hijo, quien lleva una camiseta de la selección de Argentina; soñaba con ser futbolista. “Las fuerzas regulares queman aldeas, matan familias, saquean y violan”, cuenta Soe Ka Naing. “Esta situación en el Estado de Karenni [Kayah] ha persistido durante 50 años”, afirma.
Cuando acaba el día, el general Maui se quita su boina, su uniforme y la tensión del frente, deja el M-16 y coge una guitarra. Acompañado por sus compañeros, canta una canción, dulce como una nana, y tan auténtica como la utopía de los soñadores: “A veces me ahogo en mis lágrimas, pero nunca dejo que me hundan. Así que cuando la negatividad me rodea, sé que algún día, todo cambiará porque toda mi vida, he estado esperando, he estado rezando, para que la gente diga que no quiere pelear más, que no habrá más guerras, y nuestros hijos jugarán: algún día, algún día, algún día”.
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