La fiebre del oro envenena el Dorado africano
En el corazón de la selva de Ghana, las minas ilegales contaminan los ríos y enferman a una población empobrecida, que apenas participa de un botín que a menudo acaba fuera del país. A mes y medio de las elecciones, crece la indignación entre la población y las protestas en contra del extractivismo salvaje
El barro amarillento y envenenado lo cubre casi todo. Cubre las motos forradas con bolsas de plástico en las que viajan jóvenes amontonados con detectores de metales al hombro y botas katiuskas, obsequio de alguna empresa china. Cubre también las mangueras corrugadas que atraviesan las minas de oro a cielo abierto y encharcan esta selva sofocante de caucho y cacao, que se extiende de norte a sur de Ghana, junto a la frontera con Costa de Marfil.
Aquí el suelo está preñado de oro, pero en la superficie la pobreza es espeluznante. Un recorrido de tres días por el corazón de la selva del oro ghanesa sirve para comprobar que este rincón del planeta es el escenario del extractivismo más salvaje por parte de empresas extranjeras y locales. Que es una catástrofe ecológica local con reverberaciones globales.
En los pueblos, la comida se vende por unidades y el agua en sobrecitos de 500 mililitros. Los jóvenes tienen pocas opciones más para ganarse la vida que la mina infestada de mercurio y los niños crecen a merced de las llamadas enfermedades tropicales desatendidas (ETD), las que atacan a los pobres entre los más pobres. Sin agua corriente ni carreteras decentes que permitan llegar a tiempo a una clínica a dar a luz o transportar medicamentos vitales, la costa dorada, como la apodaron las potencias coloniales, es el vivo retrato de la paradoja de la abundancia.
Los estragos de la minería ilegal son tan evidentes que el galamsey, como se conoce aquí a las pequeñas explotaciones ilegales, se ha convertido en un asunto político de primer orden en Ghana, dando pie a fuertes protestas en la capital y a promesas por parte del Gobierno a mes y medio de las elecciones. Es además una bandera, el símbolo de un malestar más profundo y del hastío de una juventud sin futuro frente a unos gobernantes a los que acusan de corrupción y de ser cómplices de destruir el país y vender sus recursos, con una galopante crisis económica como telón de fondo. “Estamos destrozando nuestro medio ambiente,. No lo estamos impidiéndolo por intereses personales. Es un cártel en el que hay muchos implicados […] El dinero sale fuera del país. Si se quedara aquí seríamos una potencia del primer mundo. Es un tipo de esclavitud de la era moderna”, piensa Lydia Mosi, profesora de biología molecular de la Universidad de Ghana.
“Lavo a mis hijos una vez a la semana”
Sarah Awina tiene 31 años y es madre de cinco hijos y vive en una aldea en el distrito ghanés de Aowin. Tres de ellos tienen una enfermedad de la piel, pian, asociada con la falta de higiene debido a la escasez de agua. Alrededor del 80% de las personas afectadas por pian son menores de 15 años. Awina asegura que ha perdido al cuenta del número de niños que han contraído la enfermedad en su pueblo.
En los pueblos del galamsey huele a plátano macho asado y a maíz, pero también se respira una tensión densa. La minería es ilegal, pero se practica a la vista de cualquiera, acompañada del escandaloso traqueteo de las rotativas que perforan el suelo y del bombeo del agua que inunda la superficie excavada con maquinaria extranjera. No se ven forasteros, salvo algún empresario o empleado chino. Las miradas retadoras de algunos locales dejan bien claro que no conviene meter las narices en sus turbios y lucrativos negocios.
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— UNinGhana (@UNinGhana) October 5, 2024
En uno de los tajos abiertos junto a un poblado en medio de la selva cercano a la localidad de Enchi trabaja Daniel, un joven de 33 años que estudió magisterio. “Este es un trabajo muy duro. Aquí cada día alguien cae enfermo con malaria o con lo que sea. Si tuviera un trabajo de profesor, dejaría la mina mañana, pero tengo dos hijos. ¿Qué puedo hacer?”. Daniel y sus compañeros temen las noticias que llegan de Accra, la capital, donde arrecia la presión en las calles para acabar con el galamsey.
Un vecino del pueblo, enjuto, escucha en silencio la conversación a orillas del gran charco color albero. Cuando se le pregunta qué beneficios ha traído la mina para el pueblo, se encoge de hombros y dice: “Nada”. No ha terminado de hablar, cuando una decena de hombres con cara de muy pocos amigos emergen uno a uno y en silencio de entre los árboles rodeando a los forasteros. Se ha corrido la voz de que había unos hombres blancos haciendo preguntas. La conversación se corta en seco y toca dispersarse.
Las minas ilegales no son nuevas, pero se han multiplicado en los últimos tiempos, al compás de la escalada del precio del oro y del desembarco de maquinaria extranjera, en esta zona de China. La llegada de las excavadoras ha dado la vuelta a la ecuación. Una cosa era la minería artesanal, a palazos, por naturaleza menos eficiente y por lo tanto menos destructiva, y otra el desembarco de máquinas con capacidad de remover toneladas de tierra y de destrozar el equilibrio ecológico de las cuencas de los ríos y de poner en riesgo la salud de millones de ghaneses, privados de agua limpia. A sendos lados de la carretera, durante más de un centenar de kilómetros se puede ver una sucesión de lenguas de agua sucia. Esas son las más visibles. Luego está la infinidad de calvas taladas en medio de la selva. Las imágenes que graban los drones son desoladoras.
Los metales pesados utilizados para separar el oro de la arena emanan gases tóxicos, penetran la tierra e inundan los ríos, convertidos en un lodazal amarillento e insalubre. El 60% de las superficies de agua presentan una turbiedad que impide su uso, según datos presentados este verano por la empresa estatal de agua. “El nivel de destrucción del medio ambiente en los últimos años no tiene precedentes. Los ríos están contaminados. Hemos registrado altos niveles de mercurio, cianuro, plomo, cadmio y níquel en el agua”, explica Benedicta Yayra Fosu-Mensah, profesora de impacto ambiental de la Universidad de Ghana, quien asegura que disponen de abundantes evidencias de las consecuencias para la salud, sobre todo afecciones de riñón, hígado y enfermedades tropicales desatendidas (ETD), las que padecen más de mil millones de personas en el mundo, los empobrecidos.
Ghana es el sexto productor mundial de oro y el primero de África, donde cerca de un 40% de los beneficios del metal procede de las minas pequeñas frente a las grandes excavaciones de las empresas multinacionales que operan en el país y al menos un millón de trabajadores dependen de las minas pequeñas legalizadas, además de los que lo hacen de manera ilegal.
En la primera mitad de este año, Ghana exportó oro por valor de 5.000 millones dólares, lo que equivale al 54% de sus exportaciones. Esa cifra supone un récord debido en parte a la vertiginosa subida del precio del metal, que en julio alcanzó 2.482 euros la onza comparado por ejemplo con los cerca de 1.200 euros de 2018. Entre el 70% y el 80% de las pequeñas explotaciones carece de licencia, según datos citados por la agencia Reuters.
Eric Bukari, responsable de minas de pequeña escala en la gubernamental Comisión de Minerales de Ghana dice que no puede confirmar las cifras porque no asegura que no disponen “de información fiable”. En cuanto al contrabando indica en una entrevista con este diario que las sospechas apuntan a Dubai como el principal destino del oro. Reconoce que hay “individuos que operan sin licencias, de forma ilegal”. “Hay mucha minería ilegal. Es un problema muy grande. Es nuestro mayor problema”. El Programa del oro UK-Ghana del Gobierno británico calcula que el país africano deja de ingresar 2.000 millones de dólares al año debido al contrabando de la minería ilegal, explotada crecientemente por grupos criminales, según detallan fuentes oficiales.
La llegada de la maquinaria china dio la vuelta a la ecuación. Una cosa era la minería artesanal, a palazos, por naturaleza menos eficiente y por lo tanto menos destructiva y otra el desembarco de excavadoras con capacidad de remover toneladas de tierra y de destrozar el equilibrio ecológico
Los trabajadores de las minas cobran entre 150 y 500 cedis, (entre 8,6 y 29 euros al día). Dependen de esos ingresos para vivir ante la falta de alternativas, pero a la vez, son ellos, la población local, la que sufre en primera línea el embate tóxico. Mosi explica durante una entrevista en su despacho de la Universidad de Ghana en Accra por qué han proliferado las enfermedades, entre ellas las tropicales desatendidas, las que afectan a los más pobres. Detalla por ejemplo que la úlcera de Buruli, su especialidad, se dispara con los movimientos de tierras que liberan bacterias. Advierte además, del impacto de la presencia de metales pesados en el agua para la pesca y los cultivos. “Vamos a tener un problema enorme de salud y de seguridad alimentaria. No podemos ni imaginar las enfermedades que vamos a ver dentro de 20 años. Culpo a nuestros líderes por no ser capaces de pensar en las generaciones futuras”.
Enfermedades tropicales desatendidas
A unos 420 kilómetros de la capital, en Enchi, unos de los puntos calientes de la minería ilegal, trabaja Joseph Abbas Asigiri como director del servicio de salud del distrito de Aowin, con 142.000 habitantes. Asigiri es pesimista. “Esto empeora en cuestión de días. Ya no se puede ni lavar la ropa ni regar los cultivos”. Explica que su mayor desafío es la falta de agua limpia y habla del trabajo de Recfam, una organización local que construye pozos y puntos de agua limpia en zonas remotas y que utilizan radios locales para luchar contra las supersticiones asociadas a las enfermedades. Pero la magnitud del desastre supera cualquier posible iniciativa. Asigiri, explica que en su distrito ha aumentado el número de casos, sobre todo de niños con la enfermedad de pian, 231 en lo que va de año frente a los 152 de 2023. El agua estancada hace además que proliferen la malaria y el dengue. Asigiri advierte también de un daño colateral añadido de la fiebre del oro. “Los extranjeros dejan embarazadas a muchas chicas adolescentes y luego desaparecen”.
“Deberíamos estar plantando árboles en lugar de talarlos para sacar oro”
Lydia Mosi es profesora de biología molecular de la Universidad de Ghana. Es además una de las más destacadas investigadoras sobre las vías de transmisión de la úlcera de buruli en el mundo, de la cual aún se desconoce exactamente cómo sucede. Mosi sostiene que la situación es muy grave y cree que distintos actores políticos y empresariales están implicados y que por eso se ha llegado a la situación actual.
En Nyanney Camp, una pequeña aldea cercana a Enchi, está Alfred Mbinglo, un tipo sonriente y con un ánimo a prueba de desastres, que dirige Recfam, la organización que trabaja de la mano de la fundación española Anesvad, especializada en ETDs y que ha colaborado para la organización del viaje y la elaboración de este reportaje. Al centro de salud han venido hoy decenas de personas. Muestran sus piernas y las manchas de la piel de sus hijos. Una de ellas es Sarah Awina, que ha acudido con sus cinco hijos arremolinados en su regazo. Tres de ellos tienen las piernas llenas de unas manchas que indican que han contraído pian. La mayor se baja las mallas para ocultar las marcas. Awina cuenta que les lava una vez por semana como puede y que “el agua del pueblo no se puede beber”. “Desde hace dos años, todos los ríos están destrozados. Antes, el agua bajaba limpia. Las minas solo nos han dejado basura”, cuenta. Su caso no es excepcional. Mbinglo explica que en 2022 Aowin fue declarada zona endémica de pian, precisamente gracias a los datos que recogió su organización de la propagación de la enfermedad entre la población.
Nana Konama Kotei, directora del programa nacional de lucha contra la úlcera de buruli y el pian ofrece un dato muy revelador. Cuenta que en Aowin hay nueve subdistritos y que en ocho de ellos se ha disparado la prevalencia de pian. En el que no hay casos es justo en el que está prohibido el galamsey. Ambas son enfermedades que afectan sobre todo a los niños y que causan deformidades en las articulaciones, hace que se comben las tibias y los huesos de la nariz y que los rostros queden desfigurados de por vida además de poder degenerar en carcinomas. “Estas enfermedades siempre han estado allí, pero la degradación ambiental ha disparado los casos,” asegura Kotei. En el caso de la úlcera de Buruli, explica, el estancamiento del agua, incrementa la humedad y eso ayuda a los microrganismos que causan la enfermedad.
“La degradación ambiental incrementa las enfermedades”
La doctora Nana Konama Kotei es la directora del programa del ministerio de salud ghanés contra la úlcera de buruli y el pian. Son dos de las 21 enfermedades tropicales que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera como desatendidas y que padecen más de mil millones de personas en el mundo. Kotei explica que la prevalencia de las enfermedades que estudía se ha disparado en los subdistritos mineros.
Las buenas noticias son que hay tratamiento antibiótico para tratar a los hijos de Awina. Las malas, que el mayor problema supone llegar hasta esas poblaciones remotas y mal comunicadas por carreteras en pésimo estado e intransitables en época de lluvias. Resulta difícil entender cómo los empresarios mineros no han contribuido siquiera a la mejora de los transportes. Trabajan sin embargo desde hace años empresas chinas en la ampliación del puerto de Takoradi, al sur, por donde salen otro tipo de materias primas como petróleo, gas natural o manganeso. En Takoradi es fácil ver a los asiáticos en el pequeño aeropuerto que une esta ciudad del sur con Accra. Una prueba de su creciente presencia llegó este mes, cuando se hizo pública la compra por parte del grupo chino Zijin Mining de la gran mina de oro de Akyem, una de las mayores de África.
Contrabando
El oro sin refinar se desvanece una vez que los jóvenes ghaneses lo extraen de las aguas contaminadas e infestadas de mosquitos. En helicópteros, o por carretera de contrabando, el mineral se evapora. Estas son las dinámicas a las que a menudo se refieren los dirigentes africanos en los foros internacionales cuando piden acabar con la fuga de materias primas y radicar las cadenas de producción y su correspondiente valor añadido en sus propios países. Recorrer la selva ghanesa en busca de respuestas sirve para constatar no solo la descomunal magnitud del problema y el impacto en la población, sino también, que parte de la responsabilidad corresponde también a los propios líderes del país, que en los últimos años han lanzado campañas para prohibir la práctica, para después volver a dejar crecer el fenómeno. “Es muy complejo porque hay muchas personas implicadas. Extranjeras y locales”, asegura una fuente oficial bajo el anonimato. “Está dominado por los chinos, pero hay muchos intermediarios, agentes y facilitadores ghaneses, además de los jóvenes que trabajan en la mina y no tienen otras opciones. Los políticos no pueden decir que lo van a cerrar, porque perderían muchos votos”, añaden las fuentes.
Ya es de noche y Nana Payin II, Tufuhene (líder tradicional, segundo en rango) de Enchi, mira de reojo el partido de fútbol de la Champions en un televisor gigante que cuelga en su casa de paredes desnudas. Va vestido con un atuendo marrón de brillos y borlas orientales. El encuentro es formal y con medido respeto a las tradiciones. Quién se sienta dónde, quién habla primero… “Aquí siempre ha habido minas, desde la segunda guerra mundial, y las explotaban los blancos, las potencias coloniales. Son las mismas que dejaron ellos”. Y deja entrever que su preocupación por la situación actual es limitada. “Si no tienen trabajo y saben que hay oro en el suelo, ¿van a pasar hambre por muy ilegal que sea? No se puede hablar de prohibición sin abordar los problemas de la población. El galamsey destroza el medio ambiente pero crea trabajo”.
“¿Qué hace el Gobierno para apoyar a la gente que trabaja de manera ilegal?”
Nana Payin II es el Tufuhene, un líder tradicional de Enchi, segundo en rango. Ellos son los custodios de la tierra. Una explotación no se abre sin su permiso, al margen de que las concesiones se expidan en Accra, la capital. Él explica que la población necesita dinero para comer y que la mina se los da a falta de otras alternativas.
Nana Payin II rechaza sin embargo cualquier responsabilidad alegando que los permisos para explotar las minas los conceden en Accra. Pero el complejo reparto de poder ghanés implica que sin permiso de los jefes tradicionales, sobre el terreno, no se abre una mina. Ellos son los custodios de la tierra. El número de licencias para pequeñas explotaciones ascendió entre 2012 y 2024 a 2.400, según las cifras que la comisión de minerales del Gobierno presentó en octubre, lo que supone un enorme incremento. En lugar de luchar contra las minas, las han legalizado, sostienen los críticos.
Menos cacao, chocolate más caro
Otra materia prima, el cacao, un cultivo tradicional de esta zona es también víctima colateral de la minería y alimenta las repercusiones globales de esta crisis. Ghana, que produce junto a costa de Marfil el 60% del cacao del mundo, ha visto cómo se han desplomado sus cosechas en los últimos años, contribuyendo a la subida de precio global del chocolate. La emergencia climática, el precio de los fertilizantes y las plagas son parte de la explicación, pero también la venta de terrenos agrícolas a la minería, mucho más rentable y las consecuencias de las excavaciones en la humedad del terreno, que perjudica al cacao.
De poco sirven las iniciativas oficiales para promover la agricultura ni las advertencias de expertos de que deforestar y acabar con recursos renovables es pan para hoy y hambre para mañana. Las tierras cambian de mano a una velocidad vertiginosa. Datos del Global Forest Watch indican que Ghana perdió en 2022 unas 18.000 hectáreas de bosque, lo que supone la mayor pérdida registrada en un país en ese periodo. La tala se atribuye a la agricultura, pero también a la minería. 19.000 hectáreas de cacao quedaron destruidas por la minería ilegal, según datos de la organización paraguas del sector Cocoa Board de 2022.
“En mi pueblo bebíamos agua del río. Ya no”
Alfred Mbinglo es director de Recfam, una organización ghanesa que trabaja en el distrito de Aowin con personas con enfermedades desatendidas de la piel, de la mano de la ONG española Anesvad. La zona en la que trabajan ha sido declarada endémica de pian y Mbinglo tiene claro que el mayor problema es la falta de agua limpia, que muchas veces ni siquiera puede llegar en camión por el mal estado de las carreteras, sobre todo en época de lluvias.
Las culpas recaen, al menos en esta región, según Nana Payin II y numerosos observadores locales, sobre los asiáticos. “Los que están detrás son los chinos. Ponen de pantalla a un ghanés, pero ellos son los que ponen el capital, la maquinaria y los que se llevan el oro”. El delegado del Gobierno en Enchi, Samuel Adu Gyamfi echa la culpa sin embargo a la oposición política de falta de unidad ante la emergencia nacional. Lo cierto es que en el sistema bipartidista ghanés, ni un partido ni el otro han sido capaces durante sus gobiernos de acabar con el galamsey. Gyamfi cree que parte de la solución pasa porque Accra y Pekín se sienten a negociar. Hasta ahora, China ha argumentado que corresponde a Ghana controlar las actividades ilegales que se cometen en su territorio por mucho que se trate de ciudadanos chinos. “Si hubiéramos detenido a cinco chinos, no estaríamos donde estamos. Hay que atacar la fuente de financiación”, piensa Gyamfi.
Horas después de que el delegado del Gobierno tratara de arreglar el mundo desde su despacho, Isaac un hombre alto y fuerte de 33 años hace un receso. Bajo un sol abrasador, sube la cuestecilla que separa su pueblo cercano a la frontera marfileña de la mina en la que trabaja. Sentado bajo un mango, se quita las botas katisukas que lleva sin calcetines. Las escurre boca abajo y sale un líquido amarillo.
“La única opción es la mina o la agricultura”
Este joven trabajador de una mina vive en Achimfo Adjeikrom, una aldea remota en el distrito de Aowin, rodeada de excavaciones ilegales a cielo abierto. Prefiere no dar su nombre. Explica que su hijo, que va a la escuela local, padece pian, una enfermedad tropical desatendida de la piel. Los trabajadores como él, cobran entre 150 y 500 cedis, (entre 8,6 y 29 euros al día).
Achimfo Adjeikrom, su aldea está en un valle precioso, un vergel al que cuesta llegar por una carretera imposible, de tierra rojiza y sembrada de profundos socavones. Hoy, una nube de niños da clase al aire libre cantando a voces. Ellos piensan que los blancos son chinos por definición, porque es lo que conocen. Hasta 30 de ellos padecen enfermedades desatendidas de la piel, según el recuento de su maestra. Las casas del pueblo son de adobe, sin baño ni agua corriente y las montañas de basura se acumulan en las esquinas. A la entrada y a la salida de la aldea hay dos grandes minas de oro, en las que los niños también trabajan los fines de semana. El martilleo de las excavadoras compite con la melodía de los pequeños.
Isaac lleva una camiseta roída y tiene manchas y heridas en las piernas. No quiere dejarse fotografiar porque su mina es como todas las de alrededor, ilegal. Lleva 10 años en el oficio. Hasta hace poco era un “frontman”, un hombre-pantalla para empresarios chinos a los que se refería el político y ahora trabaja para un empresario togolés. 12 horas al día durante las que calcula que extrae unos 15 gramos de oro. Él cobra 100 cedis por jornal, pero cobran solo cuando trabajan físicamente. “Por mí, trabajaría todos los días, pero a veces la máquina se rompe o tiene que abrir un nuevo claro en el bosque y no nos dejan trabajar”. Es consciente de que el cerco se estrecha y de que crece la presión para poner coto a una actividad que está contaminando a medio país. “Si los líderes dicen que paremos, pararemos”, dice con calma.
Isaac no guarda buenos recuerdos de sus jefes chinos porque dice que se sintió abandonado. Cuenta cómo se jugó la vida enfrentándose a unos ladrones que habían robado el oro de la mina y cómo él se lo devolvió a sus jefes, que prometieron como recompensa llevarle a China. Pero los empresarios desaparecieron de un día para otro en busca de pastos más verdes, esta vez en Malí. A Isaac le dejaron el dinero justo para llegar hasta Togo, su país. La promesa de viajar a El Dorado asiático acabó reducida a un sueño frustrado.