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“No podemos progresar con la percepción de que si cerramos nuestras fronteras, todo volverá a ir bien”

Achim Steiner, máximo responsable del PNUD, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, advierte del riesgo de mayor inestabilidad global si los países ricos dejan de invertir en los más pobres, asfixiados por una emergencia climática de la que en buena medida no son responsables

Achim Steiner administrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
Achim Steiner, administrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, en la sede la ONU en Nueva York, el pasado jueves.Corrie Aune
Ana Carbajosa

Achim Steiner (Carazinho, Brasil, 62 años), el máximo responsable del Programa de Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD) recibe a este diario en la planta 21º de su sede en Nueva York. Desde su despacho se puede divisa un mar de coches oficiales cruzando Manhattan con escolta policial. Son los mandatarios que asisten a la Asamblea General de la ONU para tratar de arreglar un mundo en guerra, crecientemente desigual y asfixiado por la emergencia climática, en el que los que menos tienen pagan el precio más alto de lo que en la jerga diplomática llaman ahora “policrisis”.

Los datos indican que los avances en desarrollo del pasado se estancan o retroceden. “Mucha gente siente una profunda incertidumbre sobre el futuro, mientras la política se deteriora y adquiere mayor confrontación y polarización, lo que a su vez socava nuestra capacidad para resolver los problemas. Estamos en un momento difícil”, asegura, mientras advierte a los países ricos que dejar de invertir en el desarrollo de los más pobres supone alimentar la inestabilidad global. “Es un momento muy sombrío en términos de multilateralismo”, añade.

Pregunta. Los indicadores de desarrollo muestran que después de una era dorada de mejoras, retrocedemos, mientras merman los recursos de los donantes. ¿Por qué?

Respuesta. El mundo tiene problemas. Estamos viendo un nivel de conflicto y de angustia tras la covid y la crisis financiera subsiguiente que se ha traducido en una crisis de deuda para muchos países en desarrollo, intensificada por el cambio climático. Mucha gente siente una profunda incertidumbre sobre el futuro, mientras la política se deteriora y adquiere mayor confrontación y polarización, lo que a su vez socava nuestra capacidad para resolver los problemas. Estamos en un momento difícil. Estamos muy por detrás de donde queríamos estar respecto a los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

P. Los países de la ONU acaban de firmar el Pacto para el Futuro para combatir esas desigualdades, pero no es vinculante. ¿Qué le hace pensar que se cumplirá?

R. El Pacto para el Futuro es la destilación de duras negociaciones entre 193 países sobre lo que hay que hacer y lo que necesitan hacer juntos. Es tranquilizador porque hay muchas cosas en las que los países están de acuerdo en que tenemos que trabajar juntos, pero no es una garantía de que vaya a suceder mañana, porque es un momento muy sombrío en términos de multilateralismo, pero eso no supone un fracaso de la ONU. Naciones Unidas es un reflejo del estado de las relaciones internacionales.

Es un momento muy sombrío en términos de multilateralismo

P. ¿Tiene sentido hablar de desarrollo cuando muchos países no pueden invertir en educación o en sanidad porque tienen que pagar una deuda desorbitada, cuando los intereses son superiores a lo que reciben en ayuda exterior?

R. Hay 50 países que, para evitar el impago, están reduciendo sus presupuestos de educación y sanidad con el fin de poder pagar los intereses. El coste de no abordar la deuda equivale a frenar el desarrollo o incluso socavarlo. Me refiero no sólo a la deuda, sino también a que el nivel de inversión de países de la OCDE, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, de un 0,37% del PIB, es poco estratégico.

P. La meta del 0,7% del PIB para ayuda al desarrollo queda muy lejos. ¿Por qué para muchos países es tan difícil entender que no invertir en desarrollo es una fuente de inestabilidad?

R. En esta mesa se sientan una delegación tras otra de los países más ricos que vienen y dicen: “Oh, mis contribuyentes no creen en la cooperación internacional, no creen que la ONU sirva, vamos a recortar su presupuesto”. Les digo que hay muchos países europeos que dependen de la contratación de enfermeras y médicos del mundo en desarrollo y que los profesionales de la salud no han caído del cielo, que son el producto de años de inversión en universidades. Hace falta comprender mejor el retorno de la inversión, en lugar de pedir a los países africanos, que ya están muy endeudados, que pidan prestado dinero para invertir en energía verde para resolver un problema que no han causado.

P. ¿Cuánto influye la agenda populista, contraria a la ayuda exterior en muchos países?

R. No hemos sido capaces de transmitir a nuestros ciudadanos con la suficiente claridad el impacto que han tenido las inversiones. La ayuda es un tema muy fácil de explotar [con fines políticos]. Si estás descontento con tu Gobierno o con tus servicios públicos, piensas que por qué nuestro dinero debería ayudar a alguien que ni siquiera sabes en qué parte del mundo vive. Vemos un patrón claro de estas campañas en muchos países. No es que los ciudadanos se hayan vuelto menos solidarios. No hay más que ver cómo dona la gente cuando hay una catástrofe, pero se les dice que ese dinero se les está quitando para dárselo a otras personas por las que no deberías preocuparte, aunque su futuro esté ligado al de los donantes.

Hay 50 países que, para evitar el impago, están reduciendo sus presupuestos de educación y sanidad para pagar los intereses

P. ¿A qué se refiere?

R. Estamos en el siglo XXI. Ya sea por la pandemia, por la infraestructura global digital o por el cambio climático, no podemos progresar con la percepción de que si cerramos nuestras fronteras, todo volverá a ir bien y esa es parte de la batalla política que se está librando. Cuanto más mayores nos hacemos, más soñamos con lo buenas que eran las cosas cuando éramos jóvenes, pero vivimos en el presente. Volver al pasado nunca ha sido una receta para el éxito en ninguna sociedad.

P. Al margen de la ayuda al desarrollo, hay problemas evidentes en la arquitectura financiera global. El año que viene, España acogerá una cumbre sobre financiación considerada crucial. ¿Lo será?

R. En los últimos tres años ha resultado imposible poner en marcha a través del G20 una respuesta a la cuestión de la deuda, porque los países se centran en sí mismos, y el G20, principalmente, mira por su propio interés en términos de estabilidad financiera global.

P. ¿Ahora más que antes?

R. Sí, mucho más. Los países del G20 vienen, en primer lugar, con todas las presiones políticas y económicas internas. Tras la pandemia, en muchos países tienen que hacer frente a restricciones presupuestarias en un entorno de inflación elevada, intereses altos y costes crecientes de la deuda. Los que pagan el precio más alto siempre van a ser los más pobres.

Los mercados financieros son prohibitivos y excluyentes para muchos de los países más pobres del mundo

P. ¿Es esta la reforma más urgente?

R. Reformar la arquitectura financiera es una prioridad máxima y así lo ha reconocido el Pacto para el Futuro. Los mercados financieros son prohibitivos y excluyentes para muchos de los países más pobres del mundo, porque no pueden acceder a la financiación. El coste del capital es extraordinariamente alto. Las agencias de calificación crediticia siguen tratando a muchos de estos países de una manera que, esencialmente, los deja fuera del mercado de préstamos.

P. ¿Cómo de insostenible es el statu quo?

R. Si no se produce una reforma, los países serán cada vez más incapaces de invertir en desarrollo y algunos quebrarán. Lo que veríamos si no hay reforma no son solo problemas económicos, sino también mayor inestabilidad política, porque la gente no podría comprar alimentos, pagar el transporte o la gasolina. La política puede trasladarse a las calles y los gobiernos acabar derrocados. Podríamos ver más polarización y extremismo. Deberíamos estar muy preocupados, porque un mundo que está enfadado es propenso a ser manipulado para enfadarse con sus vecinos, con el otro. La gente está frustrada por la injusticia o por lo que percibe como injusto. Eso está alimentando un nivel de agitación política que es muy fácil de explotar.

P. La emergencia climática ataca de lleno a los países del Sur Global, donde no pueden cultivar sus tierras, las vacunas no aguantan a temperaturas tan altas… ¿Amenaza la brecha entre países ricos y pobres con dispararse a causa del clima?

R. Todavía somos capaces, en teoría, de cumplir el Acuerdo de París sobre el cambio climático. Hay quien dirá que parecía increíble que en 2024 tendríamos a las mayores economías del mundo, EE UU, China y Europa, invirtiendo cientos de miles de millones de dólares en la transición ecológica. Países como Etiopía prohíben los coches diésel y de gasolina y sólo permiten la importación de vehículos eléctricos. Kenia, Uruguay o Albania consiguen que entre el 80% y el 90% de su producción eléctrica proceda de energías renovables. Se trata de ver cómo podemos hacer más y más rápido.

P. Sin embargo, es a todas luces insuficiente.

R. Lo cierto es que a nuestro alrededor ya podemos ver el cambio climático sucediendo. Quiero decir que esto ya no es un escenario del IPCC, [el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático], sino que está ocurriendo. En los próximos años veremos a aquellos que tendrán que rendir cuentas. No es casualidad que cada vez más ciudadanos lleven a sus gobiernos, pero también a las empresas, a los tribunales, y creo lo vamos a ver más en los próximos años contra empresas que han seguido actuando conscientemente en contra del interés público y contra los derechos fundamentales. El problema es que esto lleva años. Conviven estas dos realidades: un mundo listo para actuar contra el cambio climático y luego grupo de actores, algunos de los más poderosos de nuestra economía, frenando esta transición.

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Sobre la firma

Ana Carbajosa
Periodista especializada en información internacional, fue corresponsal en Berlín, Jerusalén y Bruselas. Es autora de varios libros, el último sobre el Reino Unido post Brexit, ‘Una isla a la deriva’ (2023). Ahora dirige la sección de desarrollo de EL PAÍS, Planeta Futuro.
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