Una escuela en el camino para los migrantes de Nuadibú llegados de toda África a un rincón del desierto
Un pequeño colegio en el norte de Mauritania imparte clases gratis a cientos de niños de una veintena de países africanos cuyas familias han recalado en el punto de salida hacia España por la ruta canaria
Mariama recita las sumas y restas como si fueran una letanía religiosa. Theophile Merlin, el profesor de matemáticas, señala con una regla la pizarra y los niños se atropellan unos a otros para ser los primeros en dar con la respuesta correcta. Faltan pocos minutos para las 10 y media y ya se percibe el traqueteo previo al recreo: los pequeños pies bailan bajo las mesas de madera y las cremalleras de bolsitos y mochilas ponen la banda sonora. A la hora prevista, se produce la estampida camino al patio. Así es el día a día de esta escuela de Nuadibú, en el norte de Mauritania, donde todos los alumnos son hijos de migrantes con escasos recursos.
Esta pequeña ciudad enclavada entre el desierto, el mar y la frontera sur del Sáhara Occidental, de unos 120.000 habitantes, es, al mismo tiempo, el motor económico del país y el nuevo gran punto de salida de migrantes hacia España por la ruta canaria. Por ella transitan buena parte de las riquezas que sustentan a este país, el hierro, el oro y el pescado, pero también decenas de miles de jóvenes y sus familias que llegaron desde todos los rincones de África, atraídos por una oportunidad de trabajo o por la posibilidad de continuar el camino. Casi la mitad de la población de esta torre de Babel es extranjera, unas 50.000 personas. Eso, los que tienen sus papeles en regla.
“Tenemos una posición geográfica privilegiada, cerca de una frontera con mucho movimiento”, señala la camerunesa Amsatou Vepouyoum, presidenta de la Asociación de Apoyo y Asistencia a los Migrantes y Refugiados de Nuadibú, que agrupa a 24 nacionalidades diferentes. “La ciudad mira al mar y se alimenta de él, pero también posee un importante puerto y cuenta con una zona franca. Algunos están de paso, pero muchos vienen para quedarse”, asegura. “Hace años hicimos una encuesta para identificar las necesidades de estas personas y descubrimos que la educación de sus hijos era una de las principales carencias”.
Los migrantes proceden de Senegal, Malí, Togo, Camerún, Costa de Marfil, Guinea-Conakry, Guinea-Bisáu, Gambia, Nigeria, Níger, Sierra Leona, Ghana o Benín, entre otros países. Para muchos de ellos, el idioma es la primera barrera en un país donde el árabe lo domina todo, incluso el sistema educativo. “Por eso decidimos crear una escuela en la que sus hijos pudieran integrarse con mayor facilidad y aprender sin tener que pagar por la escolarización. Es gratuita, aunque les pedimos a las familias que tienen algún recurso que aporten algo para poder pagar a los profesores y el alquiler del centro”, comenta Vepouyoum.
En una antigua construcción de dos plantas situada en la calle principal de la ciudad y muy cerca del puerto, frente al otro referente para muchos extranjeros que es la Iglesia cristiana, unos 300 niños y niñas de entre cinco y 12 años aprenden árabe, pero también francés, matemáticas y lengua en ocho aulas. “Seguimos el programa escolar mauritano”, asegura Seidou Moluh Mouanfon, uno de los profesores, “pero nos faltan muchos recursos, como material, libros y libretas. Nosotros mismos no somos maestros, somos diplomados en otras disciplinas”, comenta.
En una pequeña habitación del barrio de Keiram, el joven sierraleonés Mohamed Abu Cámara convive con otras seis personas. “Yo iba para Dubái, pero me quedé en Mauritania. Soy chófer y electricista y pensé que aquí podría ganarme la vida. Pero es muy difícil, hay semanas que tenemos trabajo y otras no. El idioma es un problema y la policía nos acosa, nos persigue para ver si tenemos papeles”, asegura. Un extranjero negro sin documentación en regla en Nuadibú es, a ojos de las autoridades, un posible candidato a la emigración hacia Canarias. Y de vez en cuando las cosas se ponen feas para ellos. “Si no renovamos los papeles cada año, te deportan”, añade.
A veces los niños no tienen un certificado de nacimiento, que es un requisito para ingresar en el colegio, y vienen a nosotros. Muchos son pobres, no tienen ingresosAmsatou Vepouyoum, presidenta de la Asociación de Apoyo a los Migrantes y Refugiados de Nuadibú
Hay 120 sierraleoneses en Nuadibú y muchos de sus hijos van a la escuela para migrantes. No pueden pagar otra. El pequeño Omar, uno de ellos, casi se tropieza mientras corre escaleras abajo. Es la hora del recreo y sus amigos le esperan para improvisar un pilla pilla. El descanso es también el momento del desayuno y muchos sacan bocadillos y un zumo para aguantar el ritmo de la mañana. “Estamos desde las ocho hasta las 12.30, asegura Joseph Wemegni, esforzado profesor que con más de 30 chavales por aula hace lo que puede por mantener el orden.
“Para las familias es muy importante. A veces ocurre que los niños no tienen un certificado de nacimiento, que es un requisito para ingresar en el colegio, y vienen a nosotros. Muchos son pobres, no tienen ingresos. En todo este tiempo hemos formado a más de medio millar de chicos y chicas”, asegura Vepouyoum, quien también ha organizado una caja de resistencia para las mujeres. “Somos unas 146 y cada una pone 20 ouguiyas al mes (unos 50 céntimos de euro) que entregamos en forma de pequeños préstamos a una de ellas y que debe devolver al tercer mes. Todas se benefician”.
Casi al mediodía, el sol golpea con insistencia machacona en lo alto. Mientras los niños hacen el camino de vuelta a casa, Elhadji Kebe, líder de la comunidad senegalesa, se sumerge en papeles en el pequeño consulado situado junto a las ruinas de la antigua Sociedad Internacional de la Gran Pesca (SIGP). Cuenta la leyenda que allí escribió parte de sus obras el aviador y escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, autor de El principito, pero en Nuadibú los rumores y la realidad se anudan a veces. “Lo que más tenemos aquí son pescadores, pero también hombres y mujeres que vienen a trabajar con sus hijos. Están lejos de casa, pero aquí somos familia. Nos ayudamos en todo lo que podemos”, asegura.
A pocos metros, miles de cayucos se amontonan en el puerto artesanal. Como sombras en la noche, grupos de jóvenes africanos deambulan aquí y allá. Unos vienen de una dura jornada de trabajo a bordo de una de esas embarcaciones; otros se preparan para subirse a otra de ellas para enfilar la proa hacia El Hierro, Tenerife o Gran Canaria, a cuatro o cinco días de viaje si todo va bien. Son enormes los obstáculos que tendrán que sortear todavía. De momento, ya han recorrido un largo trecho para fondear en Nuadibú, la ciudad que los acoge en una esquina del desierto. Ya lo dijo el propio principito: “Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos”.
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