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Primero sequía, luego inundaciones: los somalíes con discapacidad atrapados por los estragos del clima

Las lluvias torrenciales en Somalia han dejado más de un millón de desplazados, que malviven en campos. Las personas con necesidades especiales se enfrentan ahora al cólera y otras enfermedades

Mohamed Ibrahim
Mohamed Ibrahim, en el campo de desplazados con discapacidad de Al Barako, a las afueras de Baidoa (Somalia).Farhio Mohamed Hassan

“No podemos dormir porque nuestras habitaciones están inundadas. Además, este sitio está lleno de culebras y mosquitos y el agua está contaminada por las cloacas y otras inmundicias”, se queja Boley Ma’alin Abikar, una mujer ciega de 80 años que vive junto a dos hijos y varios nietos, la mayoría de ellos también con algún tipo de discapacidad, en el campo de desplazados de Al Barako, a las afueras de la ciudad de Baidoa, al suroeste de Somalia.

Cuando las inundaciones llegaron a la localidad, todas las personas que pudieron huyeron a terrenos más seguros y elevados, pero unas 800 familias permanecen atrapadas en este campo. Las fuertes lluvias empezaron en octubre y ya han dejado al menos 118 muertos y afectado a más de 2,4 millones de personas en Somalia, según Naciones Unidas. El impacto de estas lluvias se ha visto acentuado por la crisis climática: las precipitaciones torrenciales que castigaron a ciudades, pueblos, campos y granjas llegaron poco después de que el país se viera azotado por la peor sequía de los últimos 40 años.

A principios de este año, la familia de Abikar huyó más de 200 kilómetros desde su hogar en Qoryoley, tras la sequía devastadora que acabó con su rebaño de 260 vacas y cabras. Escapaban, también, del grupo islamista Al Shabab, que controla gran parte del país y a quien debían pagar unos impuestos imposibles de asumir, especialmente por los efectos de la sequía. Estas inundaciones han obligado a salir de sus casas a 1,2 millones de personas, según datos de la ONU, basados en cifras oficiales somalíes. El número total de desplazados en este país africano ya ha alcanzado los cuatro millones, es decir, más del 20% de la población.

El pañuelo naranja de Abikar es del mismo color que el plástico naranja que cubre los refugios improvisados de Al Barako, situado en una depresión en forma de cráter, más bien parece un lago. La hija de esta mujer, Batulo Mohamed Ibrahim, no se mueve de su silla de ruedas. Su ropa está desteñida y harapienta y tiene los pies cubiertos de barro. Sus piernas y brazos están deformados y nunca en la vida ha podido hablar. Antes de las inundaciones, sus parientes solían llevarla a la ciudad, donde mendigaba para aportar dinero al hogar. Ahora está atrapada: es imposible empujar la silla de ruedas por el barro espeso y pesado. Se necesitan tres o cuatro personas para transportarla solo algunos metros. Al igual que esta mujer, otros desplazados del campo solían vivir de las limosnas que conseguían en el centro de Baidoa. Ahora están desamparados, sin poder salir a buscar comida, agua potable, medicinas u otros artículos de primera necesidad.

Abikar también vive con su hijo, Mohamed Ibrahim, la esposa de este y sus 10 hijos, todos ellos nacidos con discapacidades. Algunos son ciegos, otros tienen alguna necesidad especial física y otros sufren dificultades mentales. Ibrahim solía encontrar trabajo en la ciudad como portero y limpiador, pero ahora está desempleado.

“No podemos dormir porque nuestras habitaciones están inundadas. Además, este sitio está lleno de serpientes y mosquitos y el agua está contaminada por las cloacas y otras inmundicias”
Boley Ma’alin Abikar, residente del campo de desplazados de Al Barako

Cuanto más tiempo permanezca la familia de Abikar en el campamento, mayor será el riesgo de contraer enfermedades transmitidas por el agua. Naciones Unidas afirma que 384 asentamientos informales de Somalia se han visto afectados por las inundaciones en la zona de la ciudad de Baidoa, lo que pone en peligro a más de un cuarto de millón de personas desplazadas por la guerra y la sequía. La ONU, que ha calificado estas como las “inundaciones del siglo”, ha advertido de un aumento del 70% en los casos de cólera en el país en las últimas tres semanas.

Una emergencia sin financiación

Con los conflictos de Ucrania y Gaza acaparando la atención y los recursos internacionales, las agencias humanitarias batallan por financiar respuestas de emergencia en países como Somalia, que ha soportado 35 años de conflicto.

El Plan de Respuesta Humanitaria 2023 para Somalia, que requiere 2.600 millones de dólares (unos 2.400 millones de euros) para ayudar a los 7,6 millones de personas más vulnerables del país, solo se ha financiado en un 42%. El pasado 3 de diciembre, la ONU estimaba que la ayuda había llegado a unas 820.000 personas, alrededor del 30% de los afectados por las inundaciones. Algunas zonas siguen siendo inaccesibles por estar controladas por Al Shabab, verse afectadas por el conflicto o tener condiciones de acceso difíciles, como ocurre en el campo de Baidoa. Hasta ahora, ninguna agencia humanitaria ha proporcionado ayuda a estas familias.

Mustaf Salad Ali, coordinador de la atención a personas discapacitadas del suroeste de Somalia.
Mustaf Salad Ali, coordinador de la atención a personas discapacitadas del suroeste de Somalia.NAIMA SAID SALAH

Mustaf Salad Ali, designado por el Gobierno como encargado de atender a las personas con discapacidad del suroeste del Estado, reconoce las dificultades a las que se enfrentan los residentes del campo. “Algunos no pueden ver ni oír. Otros no pueden moverse. Así que no pueden huir de las terribles inundaciones, ni siquiera saber que se acercan. La comunidad y el Gobierno tienen que trabajar juntos para ayudarles”, estima, admitiendo que las autoridades están desbordadas con la ayuda que deben prestar a los afectados por las lluvias.

Sus palabras ofrecen poco consuelo a personas como Ibrahim Ali Jesow, que nació con malformaciones en las piernas. No puede salir del campamento porque sus muletas se hunden irremediablemente en el barro. Antes se ganaba la vida enseñando el Corán a niños con discapacidad. “Daba clase a unos 50 alumnos en un aula improvisada. Sus padres me pagaban lo que podían. Algunos me daban dos o tres euros al mes, otros no me pagaban nada”, recuerda. “Ahora el aula ha sido arrasada por las inundaciones, así que los niños no pueden aprender, yo no puedo enseñar y no puedo ganarme la vida”, lamenta. “No tenemos agua para beber ni para lavarnos antes de rezar. Corremos un gran riesgo de contraer enfermedades por el agua contaminada que nos vemos obligados a beber”. Comprar agua en el campo cuesta 0,5 euros, algo que la mayoría no se pueden permitir, aunque fueran capaces de abrirse camino hasta los lugares donde se vende.

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