De la facultad al campo de refugiados: la guerra en Sudán acaba con las carreras de miles de universitarios
Los estudiantes sudaneses de educación superior que han huido por la violencia malviven ahora como desplazados sin ninguna certeza sobre su educación y su futuro, que es a la vez el de su país
Emam Omam es casi economista, Nyamiji Daniel es casi programadora, Nosemba Walaldin es casi profesora y Renad Abdalkhaman sueña con ser cirujana. Estos cuatro estudiantes estaban en ello: a punto de acabar, o de empezar, o a medio camino de una carrera universitaria que completaban sin sobresaltos, con las preocupaciones y responsabilidades propias de un veinteañero. Hasta que una guerra hizo saltar sus vidas por los aires. Han cambiado sus casas por las chozas de un campo de refugiados; a sus compañeros de clase, por la soledad, y sus ratos de estudio, por interminables horas vacías. Esta pérdida de rumbo es uno de los daños colaterales del conflicto armado que vive Sudán desde hace ocho meses. No es tan visible como una enfermedad, no es tan irreparable como la muerte, pero su impacto es de inmensas proporciones para cientos de miles de jóvenes que, de la noche a la mañana, han sustituido sus sueños de futuro por la incertidumbre ante una vida de necesidad, huida y desprotección.
Si en el mundo, en general, no hay emergencia humanitaria que esté suficientemente asistida, Sudan del Sur va casi a la cola: oscurecida por otras crisis más mediáticas, como la de Ucrania o Gaza, Sudán del Sur es uno de los Estados fronterizos con Sudan que desde que empezó el conflicto no hay día que no reciba refugiados y se encuentra al borde del desastre, con 9,4 millones de personas necesitadas de asistencia humanitaria, un 76% de la población. La financiación para dar una respuesta adecuada solamente ha llegado al 40% de los fondos necesitados, según la Agencia de la ONU para la coordinación de asuntos humanitarios (OCHA).
Emam Omam era alumno de la Universidad Islámica de Omdurmán, cerca de Jartum, capital sudanesa. “Estudiaba Ciencias Económicas porque Sudán necesita economistas y quizá pudiera obtener una oportunidad laboral”, explica. El 15 de abril de 2023, día que comenzó la guerra, estaba preparándose para un examen. “Esperé a ver si se calmaba la situación y podía terminar el curso, pero no ha sido así. Mi carrera se ha detenido, todo se ha detenido y ya no sé qué va a pasar”, dice el chico. Sentado sobre una esterilla en el suelo, a la sombra de una tienda de lona que apenas protege del intenso calor, este joven de 24 años y tres chicas más, de edades parecidas, cuentan cómo es su vida desde que la violencia les sacó de las aulas y les llevó a vivir en un centro de estancia temporal para refugiados en Renk, una ciudad fronteriza entre Sudán y Sudán del Sur.
“Eran muy buenos tiempos; en cuanto me levantaba quería ir a clase, ver a mis amigos, pasarlo bien con ellos, divertirme. No había tiempo para nada, estaba ocupada desde la mañana a la noche”, recuerda Nosemba Walaldin, de 23 años. Ella estaba en el último semestre de la carrera de Tecnologías de la Información, que cursaba en la Universidad de Jartum, la más antigua del país. Se quedó a falta de un examen para terminar los estudios.
La misma carrera y en el mismo centro educativo, pero un curso por debajo, estudiaba Nyamiji Daniel, de 22 años, sursudanesa afincada en Jartum. “Vivía con una familia sudanesa porque trabajaba de interna limpiando. Me levantaba a las cinco de la mañana, empezaba a trabajar a las seis, luego iba a clase y regresaba a las cuatro. A partir de entonces acababa el resto de las tareas domésticas”, relata. Estudiaba y trabajaba a la vez, y reconoce que no era fácil. Ahora, daría marcha atrás en el tiempo sin dudarlo.
“Yo acababa de terminar mi último grado de instituto y pensaba estudiar Medicina. Cirugía. Es mi sueño”, afirma Renad Abdalkhaman. Con 18 años recién cumplidos es la más joven de los cuatro, pero la más decidida, la que habla más alto y claro.
Estos cuatro jóvenes ahora viven sin hacer nada en el Centro de Tránsito de Renk. Por este punto fronterizo han llegado en los últimos ocho meses más de 400.000 personas huyendo de la guerra civil desatada entre el ejército y los paramilitares de las Fuerzas de Apoyo Rápido. Este conflicto ha llevado los ataques armados diarios a las calles de Jartum, ha resucitado los enfrentamientos étnicos en Darfur y ha provocado el desplazamiento forzado de más de seis millones de personas. También provocó la suspensión de exámenes y el cierre de los centros educativos desde los primeros días de la contienda.
Yo acababa de terminar mi último grado de instituto y pensaba estudiar Medicina. Cirugía. Es mi sueñoRenad Abdalkhaman, estudiante sudanesa
El Centro de Tránsito de Renk no llega a la categoría de campo de refugiados. Se trata de un asentamiento diseñado como lugar de paso para unas 3.000 personas, pero Renad, Nyamiji, Nosemba y Emam llevan varios meses aquí atascados. En él se hacinan más de 18.000 almas a causa del incesante flujo de llegadas desde el país vecino y a la imposibilidad de trasladar a los refugiados a lugares mejor acondicionados debido a que las lluvias de la temporada han inundado y cortado carreteras enteras. Aquí las condiciones de habitabilidad son nefastas porque falta de todo: refugios, agua limpia, comida suficiente, saneamientos adecuados, servicios sanitarios, educativos…
19 millones de niños, sin clase
De entre todos los traumas que conlleva cualquier éxodo provocado por la violencia, está el de los estudiantes. Hasta 19 millones de niños están fuera del colegio, según Unicef y Save the Children. Y un número indeterminado —podrían ser más de 200.000 si atendemos a las últimas cifras de matriculaciones facilitadas por el Gobierno, del año 2017— se ha quedado sin universidad. Si bien Jartum ha sido siempre una ciudad orgullosa de su tradición intelectual, en los últimos años su educación superior no levanta cabeza por culpa de la escasa financiación, las interferencias políticas y la crisis económica. Primero, por las protestas antes, durante y después de 2019, tras la caída del poder del entonces presidente, Omar al Bashir; luego, por las tremendas inundaciones de 2020 y, finalmente, por la pandemia de covid-19.
Para los niños refugiados en lugares como Renk, al menos quedan como último recurso las escuelas que distintas organizaciones humanitarias habilitan en los campos. Pero el de los universitarios y alumnos de educación superior es un drama aparte, pues su formación especializada no es algo que se pueda encontrar en cualquier sitio, así que de golpe se ven en un limbo del que no pueden salir.
Es una cruel propina al resto de traumas que arrastran, porque todos tienen una historia de miedo y de pérdida detrás. Renad, la menor de los cuatro entrevistados, nació en Jartum, pero sus padres emigraron a Arabia Saudí cuando era una bebé. A los 16 años, le dijeron que se volvían. Se ilusionó por conocer su país de origen, pero le duró poco esa alegría. No llevaba un año viviendo allí cuando comenzaron los ataques. “El primer día nos escondimos en casa; oíamos disparos fuera. Esa noche, cayó una bomba justo al lado”, recuerda la adolescente, que ha perdido algo más importante que los estudios. “Mi padre y mi tío salieron un día a por algo de comer y ya no volvieron. Pasamos un mes esperándoles y al no tener noticias ya nos vinimos aquí mi madre y yo”, concluye. Y solo entonces, le tiembla la voz y se le va un poco esa energía que le brota al hablar. “Me siento totalmente destruida. Han destruido mi futuro, nuestros futuros”, dice la adolescente. Lleva en Renk desde el 20 de agosto.
Nosemba trabajaba en un bufete de abogados por las tardes, después de clase. En sus ratos libres salía con sus amigas. “Sigo en contacto con dos que están en la zona del Nilo Blanco. Al resto les he perdido la pista”. Llegó el 17 de agosto a Renk después de un viaje de nueve días con su familia en el que casi pierde a un hermano. “Por el camino unos hombres armados nos pararon, querían llevarse con ellos a uno de mis hermanos. Les dimos todo lo que teníamos para que lo dejaran”, relata.
La Red de Estudiantes en Peligro (SRN por sus siglas en inglés) ha elegido Sudán como uno de los casos más preocupantes en su último informe Libres para pensar, correspondiente a 2023, porque, advierte, la guerra civil ha afectado gravemente al sector de la enseñanza superior. “En los primeros días de los combates, los estudiantes y miembros del profesorado informaron de que se habían visto obligados a huir o habían quedado atrapados, sin poder escapar, sin alimentos, agua ni electricidad”, denuncia el informe. También refieren información de combatientes que mataron, hirieron y violaron sexualmente a alumnos y profesores, y alertan de que Sudán puede enfrentarse a una grave escasez de profesorado para el próximo curso escolar debido al número de personas que ha huido del país.
Según una estimación de SRN, los enfrentamientos armados y los saqueos dañaron al menos 104 instalaciones de enseñanza superior y centros de investigación gubernamentales y privados durante los primeros cinco meses de enfrentamientos. En al menos un caso, las Fuerzas Armadas de Sudán parecieron apuntar a una institución de enseñanza superior, bombardeando el campus de la Universidad Internacional de África el 4 de junio de 2023, durante enfrentamientos con la RSF. Murieron 10 personas.
En los últimos años se ha registrado una demanda creciente de educación superior en los campos de refugiados, y paralelamente se han desarrollado nuevas iniciativas, principalmente gracias a internet, que permite ofrecer estudios en línea. También existen algunas becas, como las DAFI (Iniciativa Académica Alemana Albert Einstein para Refugiados), un programa auspiciado por la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) en 50 países para que refugiados con altas capacidades puedan cursar una carrera universitaria o estudios superiores en un tercer país. Pero son opciones muy limitadas: también según Acnur, solo el 1% de la población refugiada encuentra un camino hacia la educación superior, frente a un tercio de los jóvenes a nivel mundial.
Claro que Nosemba, Nyamiji, Renad y Omam querrían una beca como la DAFI, o cualquier otra, pues los cuatro sueñan con irse lejos para seguir formándose. A Reino Unido la pequeña aspirante a cirujana, a Turquía o a Alemania Nosemba, para convertirse en educadora en nuevas tecnologías, a Estados Unidos o Canadá quiere ir Emam para cursar un posgrado en Ciencias Políticas, y Nyamiji a donde sea que le den trabajo, aspira.
Pero ahora, estos sueños están, si cabe, más lejos que antes. Estos jóvenes sienten que sus planes de futuro, sus inquietudes intelectuales y sus esfuerzos han caído en saco roto. No hay garantías de que vayan a salir de un campo de refugiados a corto plazo, que vayan a sacudirse una situación y una etiqueta con las que no se identifican en absoluto. Son universitarios, no refugiados. No entienden cómo sus vidas han dado semejante vuelco de un día para otro y solo pensarlo les afecta profundamente. “Si empiezo a hablar de cómo me siento, seguramente empezaré a llorar. La vida aquí no es buena y psicológicamente no estoy bien”, reconoce Nosemba con la voz muy quebrada. “Yo solo espero que podamos salir pronto y continuar con nuestras vidas. Porque cuanto más tiempo pasas en un sitio como este, más cansada te sientes”, remata Renad, la más pequeña.
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