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“Necesitamos ciencia en la alimentación, pero no para hacernos más vulnerables”

El presidente de Slow Food, Eddie Mukiibi, responde a los que caricaturizan el movimiento de alimentación saludable y ecológica como esnob, poco realista o retrógrado. No duda de que alimentar al mundo y cuidar de los ecosistemas son aspiraciones perfectamente compatibles

Slow Food Eddie Mukiibi
Eddie Mukiibi posa tras su nombramiento, el pasado julio, como nuevo presidente del movimiento Slow Food.MARCO DEL COMUNE

Elegido en julio de este año presidente de Slow Food, el ugandés Eddie Mukiibi sucede en el cargo a Carlo Petrini, pionero en la defensa de la alimentación sostenible con mirada planetaria. Hoy leyenda del agroecologismo, el piamontés se alzó hace décadas contra la comida rápida y la uniformidad de las dietas. En 1986 arengó, desde las escalinatas de la Piazza di Spagna de Roma, contra la apertura del primer McDonald´s en Italia. Fue la acción inaugural de un movimiento que hoy se revela poliédrico, lleno de matices y amplificado hacia los cinco continentes. Más que vender una pócima mágica, Slow Food apela a la colaboración global para que comer sano sea un derecho, un placer, un lazo social.

La feria Terra Madre –hito anual de la organización, celebrada a finales de septiembre en Turín– ha servido como puesta de largo para Mukiibi. Nacido precisamente en 1986, hijo de agricultores e ingeniero agrónomo, el ugandés quiere enterrar definitivamente el aura de esnobismo orgánico-culinario que en ocasiones ha rodeado a Slow Food. El movimiento, repite durante la entrevista con la amable firmeza que destilan sus repuestas, será de base o no será.

Pregunta: ¿Es posible alimentar a las cerca de 8.000 millones de personas que somos con slow food?

Respuesta: No es una fantasía que todo ser humano pueda disfrutar –como reza nuestro lema– de comida buena, justa y limpia. Tenemos comunidades en el mundo capaces de alimentarse utilizando recursos locales. Incluso en zonas calientes, con difícil logística, como la región de Karamoja, al este de Uganda, donde en los últimos tiempos se han juntado una larga sequía y un conflicto civil. Allí han cultivado semillas autóctonas en huertos ecológicos, han crecido suficientes vegetales para que todos puedan comer. Tenemos testimonios parecidos de Etiopía y otros países que han sufrido especialmente los estragos de la pandemia y la guerra de Ucrania.

P: Pero una cosa es aplicar esta filosofía en pequeñas comunidades y otra alimentar así a un país, a un continente, al mundo entero. Sri Lanka prohibió los fertilizantes y los pesticidas. Durante un tiempo, todo tuvo que ser orgánico. Los resultados no fueron los deseados.

R: Un cambio sistémico requiere tiempo, resulta inviable de un día para otro. En una transición ecológica, hay que preparar los ecosistemas para que recuperen vida. Es probable que en Sri Lanza lo hicieran demasiado rápido, sin reconocer la complejidad de una transformación de tal envergadura. Nos gusta hablar de viaje, de camino, y la voluntad de cambio es solo el primer paso. Pero no podemos esperar más tiempo. Destruir ecosistemas es fácil, se hace así [Mukiibi lo representa con un chasquido de dedos]; recuperarlos resulta mucho más complicado.

P: ¿Tiene la sensación de que el debate sobre la alimentación está demasiado polarizado? De un lado, la eficiencia a ultranza y el dinero rápido como únicas guías. Del otro, un rechazo a todo lo que parezca tecnificado o anti-natural.

R: No nos identificamos con esa polarización. Necesitamos ciencia, claro que sí, pero ciencia que apoye la vida, que esté al servicio de la gente. Necesitamos tecnología en la producción y para mejorar las condiciones higiénicas, pero no aquella que nos hace vulnerables, que nos quita nuestra propia soberanía. Nos encanta que cada vez más gente contribuya a un debate serio sobre cómo cambiar el sistema alimentario. Empezando por los agricultores y ganaderos, que llevan siglos haciendo ciencia, experimentando, por ejemplo, con semillas para mejorar la producción.

Nos encanta que cada vez más gente contribuya a un debate serio sobre cómo cambiar el sistema alimentario. Empezando por los agricultores y ganaderos, que llevan siglos haciendo ciencia

P: ¿Teme que el slow food acentúe la divisón por clase social? Cuanto más sostenible es la comida, más cara suele ser. El ecologismo en la mesa puede llegar a ser un privilegio de ricos.

R: Hemos evolucionado hacia un movimiento de base. El antiguo modelo de membresía tenía algo de elitista, ya sabe, señores y señoras muy finas cenando cosas inaccesibles para la mayoría. Ahora nos preocupamos por lo que de verdad importa, por la inseguridad medioambiental y por la económico-alimentaria, por todos los que no se pueden permitir ir a restaurantes de clase alta con productos orgánicos y estrellas Michelín. Con el tiempo, hemos ido superando esa estratificación en nuestra red. Prueba de ello es la creciente participación de pueblos indígenas o la multitud de comunidades africanas que colaboran con nosotros, incluidos muchos vendedores callejeros.

P: El otro día le escuché, durante una charla, críticas feroces a las grandes empresas que promueven los organismos modificados genéticamente (OMG) en África. Dijo que compran a investigadores y gobiernos con un fin propagandístico: convencer a la población de que, sin ellos, solo cabe esperar hambre y desnutrición.

R: Los OMG son un instrumento de control económico. Y por supuesto que África, que el mundo puede alimentarse sin ellos. Conozco bien ese mundillo; toda la información oculta, las enormes diferencias entre los que ocurre en el laboratorio y lo que ocurre en los campos de cultivo. En las plantaciones, uno se encuentra con ecosistemas dinámicos, con condiciones del suelo variables, con microorganismos que mutan todo el tiempo. ¿De verdad queremos un sistema de alimentación que nos haga dependientes de si tenemos o no dinero para comprar unas semillas que nos vende alguien de fuera? Los OMG solo han conseguido hacer más frágil la seguridad alimentaria. Ya hemos visto, con la guerra de Ucrania, cómo un problema en la cadena de suministro produce hambruna. Imagine el panorama ante un desastre genético global.

P: ¿Servirán las lecciones de la guerra y la pandemia para impulsar sistemas de alimentación más locales?

R: Ante la desgracia, me cuesta hablar de aprendizajes positivos. Pero no hay duda de que la conmoción que han provocado supone una llamada de atención. Nos obliga a mirar de frente la tremenda fragilidad en que nos movemos. Publiqué un estudio sobre cómo las dificultades para importar durante lo peor de la pandemia habían producido un resurgir de cultivos locales en África. Tengo la certeza de que vamos a avanzar en esa dirección. Cada vez nos llaman más ayuntamientos de grandes ciudades para hablar de sistemas de alimentación urbanos, de cómo interconectarse con el entorno rural más cercano. Nadie hablaba de estos temas hace unos años: uno iba a los mercados y había patatas de Francia, Estados Unidos Sudáfrica. Y, de repente, ya no había patatas.

P: En su defensa de los alimentos locales, ¿cómo ven la exportación agrícola desde África? Hay quien sostiene que debería ser una de las vías prioritarias hacia el desarrollo.

R: La comida siempre ha viajado. Pero hay un largo trecho desde esta constatación hasta aceptar un sistema creado para nutrir la avaricia de las multinacionales que controlan el comercio global de la alimentación. El Banco Mundial, el Banco Africano de Desarrollo... Todos recomiendan que África incremente sus exportaciones de alimentos, sobre todo para equilibrar sus balanzas de pagos. Las gran pregunta es quién exporta qué y cómo lo hace. Desde 2010 ha habido un incremento exponencial de inversiones agrícolas en África. Al mismo tiempo, el precio de la comida ha subido enormemente y, en general, el acceso a la comida es más difícil. ¿Por qué? Porque esos grandes proyectos industriales –dedicados en exclusiva a la exportación– se han establecido en tierras que antes alimentaban a las comunidades.

P: Con consecuencias, entiendo, que no se reflejan en los grandes números, en los cálculos de coste-beneficio.

R: Mujeres que antes cultivaban plátanos y los vendían en los mercados locales. Ganaderos que producían mantequilla para proveer al comercio minorista de la zona. Estos son los principales perjudicados de una forma de ver las cosas –repetida machaconamente por las grandes corporaciones– según la cual los africanos estábamos infrautilizando nuestra tierra. Pero así hacemos las cosas aquí, así nos alimentamos: integrando pequeñas empresas en un sistema tradicional que respeta al medioambiente. Se han disparado las exportaciones de té, muy bien. ¿Los beneficios del té van a alimentar a los pequeños campesinos que se han quedado sin tierra? Hay islas en el Lago Victoria que en 10 años se han llenado de plantaciones para hacer aceite de palma. Se utilizan tantos químicos que la pesca ha caído en picado. En otras zonas del país hay pesca, mucha pesca, pero casi todo va ahora a China; a los mercados locales llegan los restos. Apoyamos las exportaciones, pero con transparencia y en beneficio de la gente que las produce.

P: ¿Hay muchos malentendidos sobre qué defiende exactamente su organización? ¿Se les acusa de acotar opciones en sistemas de alimentación muy rígidos, en los que uno solo debería comer lo que da su entorno más próximo?

R: Todo el tiempo. Nos llaman retrógrados, anti-progreso... Y lo cierto, déjeme insistir, es que apoyamos el intercambio de alimentos, la ciencia, la tecnología... Pero no de forma depredadora, no cargándonos ecosistemas hasta que ya no quede nada. La gente percibirá lo que considere o le interese percibir; nosostros preferimos centrarnos en la acción.

Apoyamos el intercambio de alimentos, la ciencia, la tecnología... Pero no de forma depredadora, no cargándonos ecosistemas

P: Por lo visto en la feria, esa acción también revaloriza nociones holísticas de la comida. Ha habido ceremonías reverenciales, miradas hacia los alimentos casi metafísicas.

R: La comida no es mera gasolina para el cuerpo. Es cultura, naturaleza, espiritualidad, política. En cada lugar adquiere diferentes significados, y estamos abiertos a todos, siempre y cuando estén alineados con nuestros valores.

P: También se ha hablado mucho, en estos días, de colonización alimentaria, con el foco en las poblaciones indígenas a las que el imperialismo negó sus formas tradicionales de comer. ¿Abunda hoy más un tipo de colonización, digamos opcional, en la que el individuo elige, al menos hasta cierto punto, ser colonizado en sus decisiones culinarias?

R: Muchas veces ambos fenómenos están unidos. En África o Latinoamérica se criminalizó durante décadas los modos de alimentación ancestrales. Se nos dijo que no comiéramos esto o lo otro, que nuestros rituales alrededor de la comida eran demoniacos. Fue una operación masiva de lavado de cerebro que ha traspasado generaciones. El mensaje era unívoco: lo de fuera es mejor que lo tuyo. Y permanece. Eso explica, por ejemplo, que en África, cuando alguien empieza a ganar dinero, también empieza habitualmente a comer comida rápida. Por suerte, este tipo de mentalidades se pueden deconstruir. En ello estamos.

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