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Lecciones desde Montevideo para rehabilitar a un maltratador

Desde hace una década, el Ayuntamiento de la capital uruguaya ofrece un programa de atención a hombres que han ejercido violencia contra mujeres y quieren cambiar. El servicio busca erradicar los ataques machistas y fomentar una masculinidad basada en el respeto y la empatía

Violencia de género
Muestra fotográfica contra la violencia de género organizada por el ayuntamiento de Montevideo en 2019.Artigas Pessio / IM

Después de vivir una infancia relativamente feliz, Bruno (nombre ficticio) recuerda haber pasado su adolescencia y primera juventud sin un rumbo cierto. Dice que en las fotografías de la época aparece haciendo muecas, gestos que reflejaban una manera incómoda de estar en el mundo. “Sentía mucho enojo”, explica. En vano probó estudiar Comunicación y Educación Física. Desorientado, acabó trabajando en la herrería de su padre, en un barrio de Montevideo, la capital de Uruguay.

La historia de Bruno, de 36 años, sería una más entre tantas crónicas de desencanto pasajero si no fuera porque aquel enojo, lejos de atenuarse, escaló hasta convertirse en un problema serio para él y su familia, la que formó junto a su hoy expareja y sus dos hijos. Paulatina y perseverantemente, la violencia brotó de él de forma sutil y manipuladora, hasta desbordar en gritos y golpes. Ese era el panorama cuando comenzó una terapia psicológica, que no le dio el resultado que esperaba. Y dijo: “Esto no es para mí”. La madre de sus hijos le pidió que fuera a un programa para hombres agresores en su ciudad. Finalmente, optó por ver de qué se trataba.

Tras concertar una entrevista, bastante escéptico, Bruno reconoció ante los técnicos la violencia verbal y física que había ejercido en el seno familiar. Entró de inmediato, porque ese reconocimiento es el requisito imprescindible para participar en este grupo coordinado por el Centro de Estudios sobre Masculinidades y Género, con sede en la capital. Darío Ibarra, director de esta ONG, cree necesario derribar los mitos que hay en torno al hombre violento. Asegura que la sociedad está atravesada por una lógica dicotómica según la cual, por un lado, están los hombres que no son violentos y, por otro, los que sí. “Esto es una ilusión”, dice. Para Ibarra, el hecho de ser hombre y estar socializado en una cultura patriarcal, “te entrena” para ejercer poder, control y dominio sobre todas las personas, pero mucho más sobre las mujeres. Este es el contexto en el que aparece el ejercicio de la violencia. “Lo que pasa es que no es aceptado por casi ningún hombre”, agrega.

El programa de atención a hombres que deciden dejar de ejercer la violencia –ese es su nombre– funciona desde hace diez años en una policlínica municipal del barrio sur de la capital, y forma parte de un servicio gratuito de la Asesoría para la Igualdad de Género de la Intendencia de Montevideo. Tiene como objetivo principal erradicar la violencia física y sexual del hogar, y se propone “deconstruir” la masculinidad hegemónica, forjando otra basada en la empatía, el respeto y la solidaridad. Trabaja en grupo, con un promedio de 25 asistentes, siguiendo el modelo del CECEVIM (Centro de capacitación para erradicar la violencia intrafamiliar masculina). “Lamentablemente, los hombres piden ayuda cuando hay un quiebre en sus vidas, cuando la pareja está al borde del abismo o ya está destruida”, explica Ibarra.

La violencia no es natural ni es instintiva, no tiene nada que ver con la testosterona.
Darío Ibarra, director del Centro de Estudios sobre Masculinidades y Género

En esa situación límite se encontraba Bruno cuando acudió al grupo en 2018. Recuerda que pasó seis o siete reuniones mirando para otro lado, frente a hombres que no conocía, sin saber muy bien qué hacía ahí. Los relatos de violencia machista que escuchaba le parecían truculentas. Pero aquella incomodidad –supo después– provenía de oír en boca de los demás una historia similar a la suya. “No estoy tan lejos de esto”, se dijo varias veces. Decidió quedarse y participar de las 24 reuniones de dos horas semanales que conforman el programa, por un periodo de seis meses. De aquella experiencia destaca haber aprendido que el enojo es una emoción, ni más ni menos, que puede ser gestionada de otra manera.

En ese proceso “incómodo” cuenta que asumió las responsabilidades y las consecuencias de sus actos. Además, pudo reconocer las señales físicas asociadas al impulso violento y comenzar a practicar mecanismos disuasorios, como respirar o retirarse a tiempo. Dice que identificó formas de la violencia que nunca había llamado por su nombre, como la sexual o la psicológica, pero que las practicaba con la naturalidad que erróneamente suele asociarse al instinto. Porque la violencia, remarca, “es aprendida”.

“La violencia no es natural ni es instintiva, no tiene nada que ver con la testosterona, absolutamente nada que ver tiene con lo biológico”, afirma Ibarra. Se trata de un fenómeno cultural –insiste– que atraviesa a toda la sociedad, y cuyo impacto lo ha convertido en un problema de salud pública. “Intentamos romper con esta lógica de que los hombres violentos van a grupo y los otros estamos a salvo. No estamos a salvo de nada”, enfatiza. De acuerdo con cifras del Ministerio del Interior, durante 2021, en Uruguay (3,4 millones de habitantes), hubo 36.760 denuncias de violencia machista y se registraron 25 femicidios. Asimismo, ocho de cada diez uruguayas declararon haber sufrido violencia de género a lo largo de su vida, según el Instituto Nacional de las Mujeres.

Estos datos desvelan a los movimientos y organizaciones sociales, pero políticamente “no se le da la importancia que tiene”, indica Raquel Hernández, de la Red Uruguaya contra la Violencia Doméstica y Sexual. Hernández se refiere a las dificultades –déficit de recursos humanos y económicos– que se interponen en la implementación de la ley 19.580 de violencia hacia las mujeres, que establece políticas integrales, previene y sanciona este flagelo. Entre esas políticas, la norma prevé la creación de espacios de atención y socialización de varones agresores para detener la transmisión intrafamiliar y comunitaria de la violencia. “Si se cumpliera, tendría que haber grupos de trabajo con varones en todos los departamentos”, añade la experta.

Durante 2021 en Uruguay hubo 36.760 denuncias de violencia machista y se registraron 25 femicidios
Ministerio de Interior de Uruguay

En Montevideo, el programa del municipio ha atendido a 724 hombres provenientes de casi todos sus barrios, la mayoría de entre 30 y 50 años, que asistieron de forma voluntaria o enviados por un juez, con medidas cautelares. Muchos quedan afuera, en lista de espera. “Consideramos que ellos también necesitan una respuesta, porque no estamos posicionados en el punitivismo y la cancelación”, afirma Solana Quesada, directora de la Asesoría para la Igualdad de Género del Ayuntamiento.

Quesada enmarca el programa con varones agresores dentro de un trabajo más amplio, de transformaciones cotidianas tendentes a la igualdad entre hombres y mujeres. Cambios dirigidos a romper el “pacto de silencio entre varones”, explica, para que no se consienta la violencia de género, ocurra en el ámbito privado, laboral o de ocio. “No se trata de una guerra de hombres contra mujeres; hay un sistema de dominación que tenemos que desandar entre todos”, continúa.

Cuatro años después de haber completado el programa, Bruno se estremece al hablar del impacto que la violencia tuvo en su familia. Reconoce los beneficios del camino recorrido: pudo separarse en buenos términos y comparte con su expareja la crianza de sus hijos, de diez y ocho años; estudia educación social y trabaja como cuidador en un refugio para personas sin techo. Cuenta que siguió asistiendo al grupo y que se preparó para ser facilitador, esperanzado de que la iniciativa llegue a todo el Uruguay.

Sobre esa posibilidad de réplica, Omar Maresca, mediador del programa, sostiene que en el interior del país “hay falta de discusión y de reconocimiento” en torno al efecto social y cultural que tiene trabajar con hombres que ejercieron violencia. Maresca coordina un grupo de varones en la periferia de Maldonado (sureste), uno de los departamentos uruguayos con mayores índices de violencia machista. Es el único que funciona fuera de Montevideo, siguiendo la misma dinámica.

No se trata de una guerra de hombres contra mujeres, hay un sistema de dominación que tenemos que desandar entre todos
Solana Quesada, directora de la Asesoría para la Igualdad de Género del ayuntamiento de Montevideo

Hasta ese lugar acuden, un lunes lluvioso, seis hombres de mediana edad. Son puntuales, saludan, se colocan en ronda. Guiados por Maresca, se comprometen a no cometer ningún tipo de agresión, durante y después del encuentro. Relatan sus vivencias, sin interrupciones: hablan de manipulación, de insultos, de golpizas. Clara y frontalmente reflexionan sobre el proceso violento, observan cómo se empleó el control y dominio para resolver la tensión y fricción. Y sobre lo que faltó: respeto, cooperación, diálogo. De pie, en círculo, reconocen las señales físicas que aparecen en la antesala de la violencia y ejercitan pautas para evitarla.

“Funciona”, responde Ibarra, consultado por la efectividad del trabajo. Señala que en el 90% de los casos, la violencia física y sexual cesó, de acuerdo con el seguimiento hecho con los hombres y con sus parejas o exparejas. Pero reconoce que muchos abandonan antes de tiempo, por la incomodidad que les produce enfrentar su situación y el orden social que la sustenta. Porque el programa confronta, cuestiona, molesta. “El día que un hombre vaya a un grupo y se sienta cómodo significará que algo va mal”, concluye Bruno.

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