Cómo dejar de ser una madre desatendida en Kenia
En Kenia, es habitual que las adolescentes que quedan embarazadas dejen los estudios y carezcan de medios para criar a sus bebés. En un barrio a una hora de Nairobi, diez primerizas participan con éxito en una iniciativa que les aporta desde formación hasta pañales
Cada jueves por la tarde, un grupo de diez jóvenes madres se reúne durante dos horas en la iglesia de la Simiente Santa de Kanguruwe, en el suburbio de Kayole, en el este de Nairobi, la capital de Kenia. Allí les enseñan aptitudes para la vida y las forman para que emprendan un negocio. Gladys Ambuanya, pastora adjunta de la congregación, dice que la iglesia está al servicio de la comunidad. El templo cede gratuitamente el salón a las jóvenes. “También las instruyo en capacidades empresariales que he aprendido en los muchos seminarios sobre emprendimiento a los que he asistido. Les enseño a hacer sandalias, collares, detergente y adornos para la casa hechos a mano. La mayoría no ha acabado la escuela, así que conseguir un empleo, propiamente dicho, puede ser imposible. Encontrar un trabajo ocasional también es difícil, ya que hay muchos titulados en paro que ocupan esos puestos. La única posibilidad es vender los productos hechos a mano por ellas”, explica Ambuanya.
El grupo comercializa sus artículos en un mercado masái y también los distribuye por todo el Estado. “Dos de las madres no quieren aprender a hacer manualidades. Les gustaría volver al instituto, pero sus padres no pueden permitírselo, y nosotros tampoco tenemos medios para financiar su educación”, lamenta la pastora.
Esta actividad se desarrolla bajo la tutela del Centro Big 5, una organización que apoya a adolescentes que han quedado embarazadas sin desearlo, un fenómeno que se ha incrementado en Kenia desde la irrupción del nuevo coronavirus. Con el apoyo de Stichting SAM (apoyo a las misiones africanas, por sus siglas en inglés), dedica 5.000 chelines kenianos (42 euros) a pañales y alimentos para las jóvenes madres.
El programa piloto lleva cuatro meses en marcha y emplea a dos profesoras. Según Eriss Khajira, la fundadora, las chicas que atienden en su centro sufren el rechazo de la sociedad. “La gente las considera desvergonzadas e irresponsables que van por ahí acostándose con hombres. Los padres piensan que son un fracaso y algunos las rechazan totalmente. Muchas optan por abortar sin condiciones de seguridad, porque esta práctica es ilegal en Kenia. Otras abandonan sus estudios para buscar la manera de sobrevivir. No es fácil criar a un hijo sola. Por eso hemos intervenido y prestamos ayuda a esas niñas. Creemos que merecen una segunda oportunidad con confianza en sí mismas”.
Zahara Akinyi abandonó los estudios en tercero. Su progenitora está soltera y no podía pagar las cuotas escolares, así que ella empezó a trabajar como camarera en una discoteca. “No es un ambiente para alguien tan joven que necesita urgentemente dinero. Yo ayudaba a pagar las facturas de casa. Trabajé un año antes de quedarme embarazada. El hombre con el que salía me dejó al enterarse de que esperaba un hijo. Cuando le conté a mi madre que estaba en estado, me echó de casa”, relata la joven.
Akinyi se quedó sin casa, sin trabajo y destrozada anímicamente. Guardaba su ropa en el hueco de la escalera de un recinto formado por varias parcelas que dejaban abierto y usaba el baño comunitario. “Mi amiga me ofreció un trabajo en su tiendecita de vinos y licores. Me pagaba dándome un sitio para dormir y la comida. Cuando cerrábamos, yo dormía en la barra”.
Por desgracia, el negocio fue a pique debido a las largas restricciones contra la covid-19. “Volví a quedarme sin casa y sin dinero. Empecé a unirme a los guardas masái que vigilaban los aparcamientos. Yo dormía mientras ellos vigilaban. Como estaba embarazada de ocho meses, era demasiado peligroso. Mi hermana mayor no podía acogerme porque a su familia no le iba muy bien, así que mi tía me dejó que viviera con ella con la condición de que pudiera valerme por mí misma. Su situación económica no era buena. Para comer va a casa de sus hijos mayores”, cuenta la adolescente.
Ahora su bebé tiene un mes. “No hablo con su padre, pero su hermano me prometió que haría que viniera a vernos. Mi madre tampoco ha venido nunca, pero me llama y me asegura que vendrá.
“Aquí las cosas son un poco más fáciles con el bebé. Mi prima lo cuida mientras voy a las clases. Nos ayudan dándonos pañales y comida. También nos enseñan a denunciar el abuso sexual que muchas de nosotras hemos sufrido sin ser conscientes. Puedo hablar libremente de lo difícil que es criar un hijo sola y todos me entienden”, relata Akinyi. “No puedo decir que voy a volver a estudiar porque, entonces, ¿quién va a cuidar de mi hija? ¿Quién va a mantenernos? Tengo que ir a trabajar y ganar dinero. Cuando la pequeña tenga cuatro meses empezaré a buscar trabajo para pagar los gastos. El programa es bueno, pero no estoy segura de poder llegar siempre a fin de mes”.
Responsabilidad masculina
El quinto de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de Naciones Unidas está dirigido a empoderar a las mujeres y a las niñas y a garantizar el acceso a los derechos reproductivos en todo el mundo. Una de sus metas es eliminar toda forma de violencia contra las mujeres y las niñas en el entorno público y privado, incluida la trata y la explotación, ya sea sexual o de cualquier clase.
En el futuro, el Centro Big 5 espera incluir también a hombres y chicos en su lucha contra el embarazo adolescente, porque aunque ellos también son responsables, sí que pueden seguir y, de hecho, siguen con su vida diaria como si nada hubiera pasado. “Esperamos repetir esto en otros suburbios cuando veamos los resultados de este grupo”, concluye Khajira.
Emily Wairimu Maina, voluntaria de salud para la comunidad (CHV, por sus siglas en inglés) cuenta que recibió una llamada del Centro Big 5 pidiéndole que organizara una reunión con menores embarazadas de la zona. “Querían ofrecer a las niñas un lugar seguro en el que pudieran expresarse y adquirir aptitudes para la vida. Yo trabajo en esta comunidad y colaboro con el centro de salud Kayole 1. Cada voluntaria tiene a su cargo cien viviendas. Se nos pide que facilitemos datos sobre ellas mensualmente, así que conozco muy bien a las familias. Sé en qué casa hay bebés o cuál está pasando por un mal o un buen momento. Por eso era una tarea fácil”, explica la trabajadora sanitaria.
Con el consentimiento de los padres, Wairimu preside las reuniones, en las que ofrece asesoramiento. “Los encuentros son para las chicas, pero cuando es necesario, visitamos a los padres en su casa. Sobre todo, los animamos a que mantengan abiertas las líneas de comunicación. Es importante para la salud mental de las madres. La mayoría están asustadas, frustradas y desconsoladas. También han tenido que aprender muy deprisa a cuidar de un hijo sin ayuda”.
Según Wairimu, casi todos los padres esperaban que la educación de sus hijos fuera su pasaporte para salir de la pobreza. “Por eso a algunos les resulta muy difícil perdonarlas. Tenemos casos de progenitores que quieren que la hija empiece a colaborar en el pago de las facturas. Intentamos explicarles que eso supondría volver a ponerla en manos de los agresores. En la mayoría de esos casos, la adolescente tenía citas con una persona más mayor a cambio de dinero. No tenemos suficientes recursos para hacer un seguimiento y asegurarnos de que reciben apoyo familiar, o para llevar casos a los tribunales porque rozan la explotación sexual. También advertimos a las chicas que no vayan a recoger pañales o comida. Podría ser una trampa para enredarlas más”, explica la voluntaria.
La pobreza es un yugo que conduce a un círculo de explotación. En los países en desarrollo, la explotación infantil adopta diferentes formas: el trabajo doméstico forzado, la mendicidad en las calles y la explotación sexual. Según el Fondo de Población de Naciones Unidas, el 95% de los partos de niñas de entre 15 y 19 años ocurre en países de ingresos bajos y medios. En febrero de 2021, un informe del Consejo de Población sobre las repercusiones de la covid-19 para los adolescentes en Kenia observaba que una pequeña parte de las niñas de esa franja de edad había mantenido relaciones sexuales a cambio de dinero en el último mes. El documento también señalaba que, en los primeros seis meses de la pandemia, casi el 75% de ellas declaró que se saltaba comidas porque su familia no podía comprar alimentos. En lo que respecta a los servicios sanitarios y la higiene menstrual, el 50% de las entrevistadas no había podido disponer de compresas desde que empezó la crisis sanitaria.
El grupo anima a las chicas a recordar siempre que todavía es posible cumplir sus sueños. Wairimu cuenta que una de ella ya ha vuelto a la escuela con el apoyo de su familia. “Les enseñamos a expresarse con más firmeza en todo, pero todavía no lo han conseguido. La educación sexual es un punto clave en el terreno de las aptitudes para la vida. A la mayoría de las niñas les dicen que no jueguen con niños porque les traerá embarazos y enfermedades. Eso es muy vago”, lamenta la asesora.
Jessica Mutheki, la cuarta de siete hermanos, dice que la causa de que ella tenga un hijo es que su familia es demasiado pobre. “Mi madre, que está sola, no podía darme dinero para artículos personales como las compresas. En los colegios privados no las reparten gratuitamente como en los públicos. Mi novio de entonces trabajaba y me daba algo de dinero para mis gastos después de las relaciones sexuales. Mi madre me advirtió siempre de que lo único que sacaría de mis citas era un hijo o una enfermedad. Estuvimos sin hablarnos durante todo mi embarazo. Ella estaba demasiado enfadada”, recuerda.
La primeriza, de 19 años, se resiste a hablar del padre de su hijo de nueve meses. “No estoy preparada para hablar de él. Me causa mucho dolor, pero no estamos juntos. Incluso se cambió de casa cuando se enteró de mi gestación. No sé dónde vive ahora”.
La educación sexual es un punto clave en el terreno de las aptitudes para la vida. A la mayoría de las niñas les dicen que no jueguen con niños porque les traerá embarazos y enfermedades. Eso es muy vago
Mutheki quiere volver a estudiar. Cuando se quedó embarazada estaba en su último año de instituto. Su sueño es hacer un curso relacionado con la moda y el diseño, pero su madre no puede permitirse hacerse cargo del bebé, del resto de hermanos, y de los estudios de su hija. “Ahora mismo no podemos pagar los 2.500 chelines kenianos (21 euros) del alquiler. El propietario nos amenaza con echarnos. A veces nos vamos a la cama sin cenar. Es muy difícil, pero sé que las cosas van a mejorar”, afirma.
Según la joven, este proyecto le ha dado voz. “Ahora puedo defenderme. Antes era demasiado tímida, y la gente se aprovechaba de ello. También ha aprendido a hacer calzado, collares y pulseras masái con cuentas y a preparar detergentes. La harina y los pañales que nos dan completa el poco dinero que gano vendiendo lo que diseño”, concluye.
Marion Atieno cursaba su último año de instituto cuando descubrió que estaba embarazada. “Mi madre, que es soltera, nunca me lo ha perdonado”, explica con una sonrisa tímida. Su hija tiene un año y seis meses, y no habla. Según un adivino al que acudió con una amiga, la pequeña no sabe hablar porque su abuela no la quiere. “Mi pastor está de acuerdo con el adivino. Los dos dicen que el ambiente en el que la estoy criando le impide crecer. Yo lo he dejado en manos de Dios. No hay nada que pueda hacer”, reconoce.
La progenitora de Marion le advertía continuamente de que no jugara con niños y le decía que se centrara en sus estudios. Por eso, durante el embarazo no paraban de pelearse. Pero nunca la echó de casa. “Ahora, el padre de mi bebé va a la universidad. Me ayuda comprándole ropa y harina para papillas cuanto tiene dinero. Pero se ha mudado. Antes era mi vecino. No sé qué planes tiene con respecto a mí, solo hablamos cuando me manda ayuda”. A Marion le gustaría volver a estudiar. Su sueño es llegar a ser chef. “Criar a mi hija me ha separado de mis compañeros. He tenido que crecer demasiado deprisa”.
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