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La mirada cinematográfica cautiva del dinero del Norte

Contar con financiación para producir documentales es una necesidad imperiosa para los directores de países en desarrollo. Y esto condiciona y marca su trabajo. Es crucial romper esta dependencia para poder mostrar obras genuinas y no adaptadas al gusto occidental. Desde Latinoamérica y África, los realizadores proponen soluciones

Fotograma de 'The last shelter' (El último refugio), de Ousmane Samassekou, sobre la Casa del Migrante, en Gao, Malí.
Fotograma de 'The last shelter' (El último refugio), de Ousmane Samassekou, sobre la Casa del Migrante, en Gao, Malí.MiradasDoc
Analía Iglesias

Hay una mirada cautiva también en el cine documental que llega de los países en desarrollo. Aun en las películas menos comerciales, los profesionales del cine usan guiños para seducir a los programadores de los festivales europeos más prestigiosos, a los distribuidores de los circuitos norteamericanos o a las cadenas de televisión que compran cine de lo real de lugares exóticos. Esos trucos aprendidos por productores y directores para gustar y vender suelen opacar miradas, cuando no tergiversar historias muy auténticas que nacen en el continente africano o en Latinoamérica, e incluso en otras periferias. De esto también se habla en estos días, en el último tramo de la decimoquinta edición del Festival MiradasDoc, en Guía de Isora, una localidad del suroeste de la isla de Tenerife.

En este caso, financiación es la palabra clave que sirve para explicar cómo (o por qué) una idea legítima ha tenido que adaptarse o forzarse para construir un relato cinematográfico vendible o premiable. No es raro que el asunto surja en los debates de los jurados internacionales y en los pasillos de cualquier muestra de cine: si los fondos para las producciones independientes se reparten únicamente desde fundaciones y festivales de las metrópolis europeas o norteamericanas, lo que prima es su perspectiva del mundo y los gustos de sus públicos. Lo viable, en este caso, es sinónimo de un solo punto de vista, que implica un modo particular (urbano y centralista) de entender y asimilar una historia.

“Hay que romper este paradigma que viene de largo ―que ha creado reflejos entre los productores, los cineastas y los que deciden los fondos― y que es especialmente problemático en el caso de los documentales, porque sus creadores son los que más viajan, los más seleccionados en los certámenes y los que generan impacto social en la población”, sostiene el realizador y programador del Festival Internacional de Cine de África y las Islas (FIFAI) en la isla de la Reunión, Mohamed Said Ouma.

Acceder a festivales prestigiosos nos permite alcanzar públicos y legitimidad, pero puede terminar modificando la forma de narrar de nuestra realidad como latinoamericanas
Tatiana Mazú, cineasta argentina y directora de 'Río Turbio'

“Un arma de doble filo”, así define la joven documentalista argentina Tatiana Mazú lo que para los creadores representan algunos festivales prestigiosos de los países centrales. Lo explica de este modo: “Acceder a ellos nos permite alcanzar públicos y legitimidad, pero puede terminar modificando la forma de narrar de nuestra realidad como latinoamericanas, como mujeres, como trabajadores, de acuerdo con la demanda estética europea o norteamericana”. La cineasta, que con Río Turbio obtuvo el Premio del Jurado al Mejor Documental de la anterior edición del festival MiradasDoc, hace la salvedad de que festivales como este de Guía de Isora, “que no transcurre en una capital”, cumplen una función importante, porque “amplían los públicos”.

Los abuelos del relato

Para Ouma, vale la pena conocer el contexto histórico para encontrar la solución. Así, el realizador reunionés invita a pensar en el momento en que el cine llegó a África, a través de las potencias coloniales, que se sirvieron de él para sus conquistas: “En el siglo XIX, los operadores-lumière (cámaras exploradores enviados por los hermanos Lumière) salieron por el mundo a filmar a los nativos y aquella fue la primera mirada exterior sobre el continente”.

Tras las independencias, durante los años sesenta y setenta, los pioneros del cine del Magreb y al sur del Sahara (entre ellos, Ousmane Sembene o Souleymane Cissé) “fueron financiados por fondos de cooperación franceses o belgas, lo cual determinaba una tutela de los ex colonizadores sobre quién podía contar con dinero para hacer películas”. Ouma grafica el fenómeno contando que había una montadora francesa que era la que editaba todas las películas africanas de esa época, en una línea única de narración.

“Los realizadores africanos también son culpables”, matiza, ya que “ellos pensaron en sus carreras antes que en una industria creadora de riqueza y empleo”; tampoco “sus ministros de cultura veían la cultura y el cine desde el punto de vista económico”. Esto, a su juicio, marca una diferencia fundamental con América Latina, que cuenta con certámenes, escuelas de cine y talleres de escritura de larga data. La honrosa excepción es, sin duda, FESPACO, en Uagadugú (Burkina Faso), un espacio panafricano que ya ha celebrado 27 ediciones, y a cuya consolidación aportó un gobierno como el de Thomas Sankara, según Ouma.

Con excelentes realizadores, pero sin ninguna infraestructura, se llegó a los años noventa, cuando, especialmente desde la diáspora, surgió la idea de ir dando forma a una industria. Al mismo tiempo, algunos ministros de Argelia y Marruecos empezaron a comprender que “el cine es un asunto de Estado, porque es la imagen de un país y que hay que legislar y trabajar para llevarlo adelante”, aclara. Entretanto, de los grandes festivales occidentales surgieron becas, residencias y fondos y, 60 años después, “los nuevos talentos de África siguen dependiendo de ellos”.

Las consecuencias saltan a la vista, según Ouma, ya que el cine comprometido africano se ha ido volviendo “un asunto muy íntimo y personal, que habla de los traumas individuales y evita lo colectivo, que es lo que caracteriza la vida del 70% de la población africana, la que no vive en grandes urbes”. Es palpable, a su entender, en los formadores que incitan al autor a hablar solamente de sí mismo y eso “crea contradicciones de lo que no pueden expresar de sus culturas, que se definen en la vivencia colectiva”.

Basta de copiar fórmulas

Tatiana Mazú, que trabaja dentro de la estructura de producción colectiva Ante muertos Cine, con base en Buenos Aires, está haciendo su tercera película. En su caso, el activismo universitario que los reunió en este grupo iba de la mano de discusiones estéticas y “eso constituyó un modo de expresión y una forma de trabajo más horizontal”. Ellos creen que cualquier película “puede ser apta para cualquier público, si el público está acompañado y se forma en que existe una variedad de maneras de contar historias”.

Fotograma de 'Listen to the beat of our images', de Audrey Maxime Jean-Baptiste, sobre un centro espacial que Francia estableció hace 60 años, en Kourou, en Guayana.
Fotograma de 'Listen to the beat of our images', de Audrey Maxime Jean-Baptiste, sobre un centro espacial que Francia estableció hace 60 años, en Kourou, en Guayana.MiradasDocs

En este sentido, opina Mazú que es importante que los países latinoamericanos tengan su propio fomento estatal, y sus políticas públicas de ayudas en cada región, para que “se pueda desarrollar un cine que, en cada territorio, hable su propia lengua cinematográfica”. En el caso de Argentina, se cuenta, desde 2007, con “una vía de financiación que el Instituto de Cine abrió para que se pudieran presentar personas físicas sin necesidad de constituir una empresa, con jurados de selección elegidos por asociaciones de cineastas”. En sus palabras, esto “significó un gran avance en materia de democratización de los fondos y de diversificación formal e ideológica del cine”. El “lado B” es que hay que “luchar de manera permanente para sostener estas herramientas que permiten tener dinero para producir y, en el plano de lo sensible, para poder despatriarcalizar y descolonizar las miradas, en un tiempo en que las políticas públicas vuelven a concentrar la producción cinematográfica, esta vez, en plataformas de streaming”.

Si hay una industria local que emerge, no hace falta tener un escalón superior
Mohamed Said Ouma, realizador y programador del Festival Internacional de Cine de África y las Islas (FIFAI) en la isla de la Reunión

La solución, en la orilla africana, pasa por dejar de copiar fórmulas. Esta es la idea de Mohamed Said Ouma, quien desde 2018 dirige DocA. Documentary Africa, con sede en Nairobi (Kenia), para financiar cine de no ficción desde el propio continente, con fondos provenientes de filántropos, que carecen de poder sobre los contenidos. Su propósito es “acompañar a jóvenes productores, a fin de que tengan las herramientas para proteger a los realizadores, porque ellos son la clave para que los creadores no traicionen sus miradas”.

DocA tuvo su génesis en un grupo de productores e investigadores sociales africanos, que en 2009 realizaron un amplio estudio en todas las zonas geográficas y lingüísticas del continente. Duró varios años y dio como resultado un informe de 700 páginas, que apareció en 2014, y que confirmaba las presunciones sobre los fallos del actual sistema de financiación de películas desde el extranjero. En Kenia ya existía una estructura local de incubación de proyectos, por lo que la sede se instaló allí.

El mecanismo de DocA consiste en transferir dinero a plataformas de apoyo ya existentes, como la de Kenia, Docubox, o, en Marruecos, Fidadoc, y también en Burkina Faso, Sudáfrica y Nigeria, para que en cada una de las regiones se financie la puesta en marcha de festivales y escuelas de escritura, así como el desarrollo de proyectos. Lo que deja claro Ouma es que esta es una empresa privada, que no pretende convertirse en una institución que funcione a largo plazo o se anquilose, sino que inaugure nuevas prácticas entre los productores africanos, los que, en el corto plazo, deberían ser capaces de gestionar sus propias necesidades: “Si hay una industria local que emerge, no hace falta tener un escalón superior”.

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Sobre la firma

Analía Iglesias
Colaboradora habitual en Planeta Futuro y El Viajero. Periodista y escritora argentina con dos décadas en España. Antes vivió en Alemania y en Marruecos, país que le inspiró el libro ‘Machi mushkil. Aproximaciones al destino magrebí’. Ha publicado dos ensayos en coautoría. Su primera novela es ‘Si los narcisos florecen, es revolución’.

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