Ugandeses contra el estigma del sida
Los seropositivos en Uganda soportan, con frecuencia, la discriminación y el tabú que rodea al VIH. Pero, en vez de esconderse o sucumbir ante la enfermedad, muchos de ellos se convierten en activistas para cambiar este escenario. Un homenaje en este 1 de diciembre, Día Mundial contra el SIDA
Jane Alezoyo, una campesina de 43 años, sabe que el silencio es más mortal que el sida. Lo aprendió de la manera más dura posible: el secreto que su marido escondía dentro de su sangre mató a sus cuatro hijos. Él nunca tomó medicinas ni ningún otro tipo de precaución, desobedeciendo las órdenes de todos los médicos con los que habló. Le daba tanta vergüenza admitir que era seropositivo que ni siquiera se lo contó a su mujer. Sin hacer ruido, el virus se extendió de un miembro a otro de la familia de esta pareja y todos sus niños murieron antes de cumplir tres años, cuando la enfermedad debilitó sus sistemas inmunitarios. “Creía que Dios nos estaba castigando, y no podía comprender por qué”, lamenta Alezoyo. “En ese momento, no entendía nada”.
Alezoyo ahora comprende que las muertes de sus niños no tenían nada que ver con la ira de Dios. También ha aprendido que, si su pareja hubiese sido sincera, podrían haberlas evitado: los medicamentos y la leche de fórmula hubiesen impedido que ella les transmitiese el VIH durante el parto o mientras les amamantaba. Pero ella descubrió la verdad demasiado tarde.
“Después del entierro de mi esposo, mis cuñados me recomendaron hacerme una prueba en un hospital”, relata Alezoyo en Aripea, su pueblo natal, una comunidad pequeña en el noroeste de Uganda. “Tenía muchísimo miedo. Mis piernas no paraban de temblar. Pensaba que iba a morir. No sabía nada sobre esa enfermedad que, de repente, descubrí que estaba dentro de mi cuerpo”.
Para impedir que otros tengan los mismos problemas que ella, Alezoyo se ha convertido en una activista. Ahora lo dice con seguridad: los ugandeses deberían hablar más sobre el VIH y el sida. Según la campesina, esa es la única manera de eliminar el estigma que soportan las personas seropositivas, que a menudo es producto del desconocimiento. Conversar sobre el virus es tan embarazoso para muchos que, a menudo, evitan diálogos serios sobre este tema, abriendo las puertas a todo tipo de prejuicios y teorías conspirativas.
Los bulos del VIH
Una tormenta ha empapado los senderos, ablandando la tierra. La hierba humedece los zapatos de una treintena de hombres y mujeres que ha empezado a cantar al unísono. Todas ellas conviven con el VIH. El aire se llena con sus canciones, que enseguida se sobreponen al resto de los sonidos de este pueblo del noroeste de Uganda: los gritos de unos niños que juegan al fútbol, los cantos de los pájaros, el rugido fugaz de las motocicletas que pasan a toda prisa por un camino cercano. Son serenatas divertidas sobre la infección; sus letras intentan explicar, entre bromas, que los seropositivos también pueden tener vidas normales.
Esta asociación, que cuenta con la colaboración estrecha de la Fundación AVSI y es conocida como el Grupo de Apoyo Familiar Terego, lucha para eliminar todo tipo de prejuicios relacionados con el virus. Alezoyo pertenece a ella desde 2015. Aquí ha encontrado, además de nuevos amigos que le mostraron cómo mantenerse saludable, a su marido actual.
En los años ochenta, el sida llegó a Uganda como una epidemia maldita, tan mortal como misteriosa. En ese momento, los médicos desconocían su modo de trasmisión y origen. Los expertos tardaron más de dos décadas en descubrir que esta patología probablemente se transmitió por primera vez a un humano en Camerún a principios del siglo XX, mientras unos cazadores manipulaban la carne de unos chimpancés infectados. El contacto con la sangre de esos animales desató una oleada de infecciones que ha matado, hasta ahora, al menos a 33 millones de afectados, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Ahora sabemos que el VIH se transmite por el intercambio de determinados líquidos corporales, como la sangre, la leche materna, el semen o las secreciones vaginales. Además, los investigadores han desarrollado medicamentos que impiden que este virus debilite los sistemas inmunitarios de los afectados, permitiéndoles tener una vida larga y saludable. Pero antes de que la comunidad científica descifrase sus secretos, esta dolencia llenó de muertos, rumores falsos y teorías conspirativas muchos rincones del mundo.
Muchos de esos bulos perduran en la actualidad: en Uganda, el 30% de los encuestados por el Gobierno en 2016 respondió que, por seguridad, nunca compraría verduras u otros alimentos a un individuo con VIH/SIDA, y que los niños contagiados no deberían compartir aula con el resto de los alumnos.
Después de trabajar durante años como enfermera en un hospital del noreste de Uganda, la hermana Florence Chandia —fundadora y directora del Grupo de Apoyo Familiar Terego— se dio cuenta de que los medicamentos modernos habían eliminado prácticamente todos los efectos negativos de la infección, pero el estigma que soportaban quienes lo portaban seguía en buena medida intacto.
“Muchas comunidades rechazan a las personas seropositivas”, afirma Chandia. “Lo hacen, sobre todo, porque tienen miedo. Piensan que pueden contagiarse si comparten con ellas cubiertos o un plato de comida, o incluso si se sientan a su lado”.
Su organización, además de combatir ese rechazo, entrega a sus miembros apoyo psicológico y les ayuda a encontrar los medicinas que necesitan. En ocasiones, el número de fármacos que llega a los hospitales públicos es escaso. Por otro lado, a menudo, esos centros sanitarios están a varias decenas de kilómetros de los hogares de quienes los necesitan. Mientras que la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda, como mínimo, 23 médicos por cada 10.000 habitantes, Uganda tiene 0,91 por cada 10.000 habitantes.
“Todavía tenemos problemas para localizar pastillas para todos”, dice Chandia. “Cada mes, debemos ir de hospital en hospital hasta que encontramos medicamentos suficientes. Pero los esfuerzos merecen la pena. Esas píldoras han cambiado la vida de los miembros de nuestra organización”.
Bromas radiofónicas y terapias contra los prejuicios
Herbet Unzima siempre soñó con ser enfermero, como los trabajadores sanitarios que le atendieron desde que era pequeño. Lo intentó con firmeza. Después de que sus padres muriesen, hizo todo tipo de trabajos para seguir pagando sus estudios. Sin embargo, el dinero que conseguía nunca era suficiente. Por eso, aunque aún no ha tirado la toalla, este joven de 25 años ahora trabaja en una radio local de la ciudad de Adjumani (norte de Uganda). Allí descubrió que su voz puede ser un arma eficaz para combatir el rechazo y los prejuicios.
“Es importante que nuestros mensajes lleguen a todos los rincones”, dice Unzima. “Tenemos mucho trabajo por hacer en el campo de la educación. Por ejemplo, en las comunidades donde crecí, mucho creen que pueden evitar contraer el VIH si mantienen relaciones sexuales borrachos o si lavan su ropa interior concienzudamente después de copular. Pero, sobre todo, espero que mis intervenciones en la radio ayuden a los portadores a aceptarse a sí mismos”.
“¡Herbet es un bromista!”, interrumpe Claudia Alwoch, una estudiante de 18 años. “Sus intervenciones radiofónicas son hilarantes. Además de aprender, te ríes muchísimo. ¡Deberías escucharlas!”.
Tanto Alwoch como Unzima descubrieron que tenían VIH cuando eran niños. Y ese hecho marcó el inicio de una pesadilla de discriminaciones. Muchos de sus amigos los rechazaron y empezaron a reírse de ellos en el colegio. Con el paso del tiempo, en vez de derrumbarse u ocultarse, ambos decidieron compartir sus historias con otros jóvenes que, como ellos, viven con el virus desde pequeños.
“El estigma es tan fuerte que, a menudo, los niños seropositivos sienten más ese rechazo que los síntomas o las limitaciones que les produce la infección”, lamenta Alwoch.
Mano a mano con la Fundación AVSI, Alwoch y Unzima han organizado una terapia de grupo con menores de edad con VIH. El punto de reunión es un mango frondoso, con las hojas oscuras y alargadas. Bajo su sombra, los participantes se sientan en bancos de madera. Antes de empezar, Nzima los observa con una mueca, una sonrisa curtida, como si pudiese reconocerse a sí mismo en ellos. Un adolescente de 15 años, recién llegado, mira el suelo en silencio, temeroso de hablar.
“Está sufriendo mucho”, explica Unzima.
Al estigma que soportan los portadores se suma la imposibilidad para muchos de ellos de sanar sus traumas o simplemente aceptar su enfermedad con el refuerzo de un psicólogo profesional. Por eso, el trabajo de activistas como Alwoch o Unzima es tan importante. Según los cálculos de la OMS, las naciones de África destinan a la salud mental alrededor de 80 céntimos de euro por habitante. Además, cerca del 85% de ese dinero es usado por los centros sanitarios de las ciudades principales, ignorando casi por completo los de las zonas rurales.
“Debemos cambiar la percepción que tenemos sobre el sida”, sentencia Alwoch. “Eso evitaría sufrimientos inimaginables. Y, por eso, quiero que el resto del mundo conozca mi historia”.
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