Elecciones anticipadas en un país imaginario
El Gobierno ha optado por mostrar a su electorado que va a resistir ante una campaña sin precedentes en su contra

A veces, para entender el momento político, es preciso imaginar posibilidades alternativas. Solo desde una cierta distancia (virtual) alcanzamos a percibir la situación tal como es. Imaginemos un país europeo de tradición democrática en el que hay un Gobierno que lleva siete años largos en el poder (cuando la mayor parte de los ejecutivos del continente pierden las elecciones después de un primer mandato). Los resultados del Gobierno en nuestro país imaginario no son malos. La economía lleva tiempo creciendo por encima de la media en Europa, el paro ha bajado y las cuentas públicas están saneadas. Las pensiones se han ido revalorizando. El salario mínimo ha crecido sustancialmente sin que afecte al volumen de empleo. El mercado de trabajo funciona mejor, ya no hay tanta temporalidad como antes. Los problemas territoriales, que llegaron a consumir casi toda la energía política del país, se han reconducido y no hay graves tensiones.
El principal partido de la oposición reconoce alguno de estos logros, pero critica con natural dureza la incapacidad del Gobierno para resolver el principal problema del país, el acceso a la vivienda, que afecta especialmente a las generaciones más jóvenes. El Gobierno se ha mostrado titubeante y no ha ofrecido respuestas eficaces. Además, se le reprocha desde los partidos opositores que, a pesar de una retórica igualitarista, el patrimonio de las familias sea cada vez más determinante en la vida de la gente. La administración sigue funcionando mal y no se consiguen poner en marcha políticas que reduzcan la exclusión social (y, especialmente, la pobreza infantil).
Gracias al ciclo económico positivo que vive el país, ha entrado una gran cantidad de población extranjera, sobre todo después de la covid. Como en muchos otros lugares, la inmigración se ha politizado y genera opiniones encontradas. Desde hace algún tiempo, la oposición insiste en que la situación es insostenible y que hay que regular de forma más estricta la llegada de inmigrantes. En fin, se trata de los debates normales que tienen lugar en cualquier país de nuestro entorno.
El Gobierno de nuestro país imaginario ha ido perdiendo fuelle, en buena medida porque algunos de sus socios parlamentarios se han distanciado y al Ejecutivo le cuesta cada vez más aprobar leyes. De hecho, los últimos presupuestos generales son de hace tres años, lo que no deja de ser una profunda anomalía.
Para colmo, han surgido algunos escándalos de corrupción en el principal partido del Gobierno. Ahí ya han saltado las alarmas. Las encuestas muestran un hartazgo creciente de la ciudadanía. Y los socios parlamentarios aprovechan para quitarse de en medio. Teniendo en cuenta que el Gobierno lleva ya siete años en ejercicio, que hay una cierta parálisis legislativa y que la corrupción es un mazazo, el primer ministro decide adelantar las elecciones, como tantas veces ha ocurrido en las democracias europeas. Se celebran las elecciones sin drama, como muchas otras antes y el resultado es…
Esta es una historia bastante típica, pero no es desde luego la nuestra. Ya quisiéramos tener un país tan previsible como ese en el que los gobiernos gobiernan, presentan logros y fallos, la oposición destaca los fallos, hay un desgaste lógico, surgen casos de corrupción y se disuelven las cámaras. Aquí, por desgracia, las cosas son un poco diferentes.
Desde el primer momento, los gobiernos de Sánchez se han enfrentado a una oposición desquiciada que le ha negado la legitimidad democrática con el pretexto de que ha recibido el apoyo de independentistas catalanes y vascos. Se acusa al Gobierno de situarse fuera de la Constitución por sus pactos parlamentarios y por aprobar la Ley de amnistía, una ley con el aval del Tribunal Constitucional que ha aliviado la cuestión catalana. Recuérdese que cuando las derechas han visto frustradas sus expectativas electorales (como sucedió en 1993, en 2004 y en 2023, tres momentos en los que daban sus victorias por seguras), han puesto en marcha una estrategia de máxima tensión política, lanzando acusaciones tremendistas. Se presenta ahora a Sánchez como un tirano que ha “asaltado” las instituciones y no respeta la división de poderes. Un “tirano” sin duda peculiar, pues aguanta resignadamente que el Tribunal Supremo condene al fiscal general del Estado y que los jueces manden a la cárcel a dos secretarios de Organización del PSOE (uno de ellos fue además ministro).
El problema al que se enfrenta el Gobierno es que, en esta ocasión, no se trata solamente de una oposición hiperventilada. A la oposición política hay que sumar la élite judicial, que ha salido en tromba. Hemos visto al juez García-Castellón en una ofensiva delirante, acusando de “terrorismo” a Carles Puigdemont (a ver si así, entre otras cosas, conseguía quebrar el bloque de investidura). Los jueces del Supremo se han negado a aplicar la Ley de amnistía inventándose una doctrina atrabiliaria sobre lo que significa enriquecimiento. Es el mismo Tribunal Supremo que ha querido “pillar” al fiscal general, aplicando un celo en la interpretación de la ley que no siempre se observa con tanta nitidez. Por su parte, el juez Peinado lleva meses buscando cómo “trincar” a la esposa del presidente del Gobierno. Y otra jueza se encarga de investigar al hermano del presidente. Incluso aunque cada caso por separado pueda tener su justificación, es la acumulación de todos ellos lo que mueve a pensar que estamos ante una forma de acoso judicial. No es que haya una “conspiración” de los jueces, sino que estos se han contagiado del ambiente tóxico que domina en los círculos derechistas y se “dejan llevar” por sus impulsos ideológicos (no incluyo aquí los casos de corrupción de los dos secretarios de organización del PSOE, en los que parece claro que ha habido abusos de poder que afectan directamente a la responsabilidad del secretario general del partido).
La reacción del Gobierno no ha sido hasta ahora la del país imaginario, donde el primer ministro convocaba elecciones dadas las circunstancias un tanto extremas. Puesto que la legislatura se ha vuelto inviable, nada más lógico que resolver el impasse yendo a votar. En la España real, en cambio, el Ejecutivo ha optado más bien por aprovechar el clima de hostigamiento y deslegitimación para reclamar el apoyo de sus votantes. Se trata de hacer frente al vendaval político-mediático-judicial y resistir cuanto se pueda, con la confianza de que la rabia de la ciudadanía progresista se transforme en un cierre de filas. Según este planteamiento, el votante progresista ha de solidarizarse con un Gobierno que recibe unos ataques desproporcionados y cuyo presidente es objeto de una campaña de odio como no se ha visto antes en nuestra historia democrática. Da igual que las condiciones para seguir gobernando sean imposibles, el imperativo es no ceder a la presión. Para cimentar esta estrategia, es fundamental asimismo insistir en el retroceso que sufrirá España si gobiernan PP y Vox.
Hay algo paradójico en la situación actual. Si la oposición no hubiera tensado tanto la cuerda, es probable que Sánchez no hubiera tenido más remedio que haber convocado elecciones hace algún tiempo. No habría tenido escapatoria. Sin embargo, el desquiciamiento ambiental en el que nos movemos (con acusaciones diarias de golpismo, autoritarismo, etc.) le da una oportunidad al presidente para presentar su Gobierno como último bastión contra la alucinada barbarie dialéctica en la que está sumida media España.
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