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Columna
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Soñar con la burbuja

Los inversores ya empezan a ver que hay algo sospechoso en la euforia con la inteligencia artificial. ¿Qué haremos con lo que sobreviva de la crisis?

Marta Peirano

Michael Burry fue el inversor que identificó antes que nadie la fragilidad del mercado hipotecario estadounidense y decidió apostar contra él antes de la crisis de 2008. Christian Bale hacía de Burry en la película The Big Short. Se dio cuenta de que las hipotecas subprime eran un sinsentido acumulando impagos ocultos, un castillo de naipes legitimado por instituciones como Goldman Sachs, Lehman Brothers, y JP Morgan. Ahora piensa lo mismo de la industria de la IA y por eso ha dejado caer su participación en Nvidia, la empresa más sólida del sector. Su lógica se basa en la hiperinflación del valor inmediato de la IA, y de un pequeño detalle de contabilidad.

Todos están pidiendo prestado para construir la infraestructura física de la IA: servidores, centros de datos, fibra óptica, maquinaria y, sobre todo, chips de Nvidia a precios disparatados. En consecuencia, Nvidia es la única que tiene los chips y la única que tiene flujo de caja. En mitad de esta bonanza, Nvidia ha empezado a invertir en empresas como OpenAI para que tengan dinero suficiente para continuar con la expansión de centros de datos y llenarlos de Nvidia H100. Lo hemos llamado —irónicamente— “economía circular”. Técnicamente, la expansión aumenta el valor de OpenAI, haciendo que la inversión de Nvidia valga más. Pero Nvidia ha contabilizado esa pasta como ganancia y no como gasto; y OpenAI también.

Cuando las empresas piden prestado para construir infraestructura, el gasto no se registra como gasto sino como un activo que se deprecia a lo largo de varios años. Uno de los argumentos de Burry es que los chips de Nvidia caducan en solo tres años y que OpenAI tendría que ganar cantidades increíbles de dinero para amortizarlos. Un reto improbable, dado que está perdiendo tres veces más dinero del que gana y va camino a registrar una pérdida neta de 27.000 millones de dólares antes de 2026. Nvidia tampoco registra la inversión en OpenAI como gasto sino como activo financiero, y contabiliza los chips como una venta, aunque no la haya cobrado aún. Por eso puede financiar indirectamente el crecimiento de OpenAI con procesadores gráficos y dinero sin reducir el beneficio operativo del trimestre. Pero, si el mercado pierde la paciencia y la burbuja colapsa, Nvidia no venderá sus unidades y además perderá su inversión.

El último informe de la consultora Bain calcula que, para satisfacer la demanda proyectada de IA para 2030, los “hiperescaladores” tendrían que generar aproximadamente dos billones de dólares en nuevos ingresos anuales, más que el gasto militar mundial. Un déficit estimado de 800.000 millones de dólares para una infraestructura que demanda la energía total de 200 reactores nucleares grandes. La IA no cabe en el mundo, especialmente si lo tiene que compartir. Algo parecido pasó con la burbuja puntocom.

Internet superó sus promesas, pero, en los años noventa, muchos pidieron prestado para construir la infraestructura antes de que existiera un mercado para su explotación. Sobrevivieron los proveedores grandes de infraestructura recién privatizados como Telefónica, France Télécom o Deutsche Telekom. Las empresas nuevas que tendieron fibra óptica en el suelo se hundieron, y lo mismo pasó con precursores como eToys o Pets.com, dejando montañas de servidores de saldo. De esas cenizas nació el capitalismo de plataformas. La pregunta es si podemos pensar en algo interesante que hacer con las cenizas de esta burbuja o dejaremos que se las coman Amazon, Google y Microsoft.

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Sobre la firma

Marta Peirano
Escritora e investigadora especializada en tecnología y poder. Es analista de EL PAÍS y RNE. Sus libros más recientes son 'El enemigo conoce el sistema. Manipulación de ideas, personas e influencias después de la economía de la atención' y 'Contra el futuro. Resistencia ciudadana frente al feudalismo climático'.
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