Piel dura
Internet no rompió la torre de cristal de los poderosos; la hizo más alta. Y se han desensibilizado para sobrevivir


Primero creímos que internet serviría para bajar de su torre de cristal a los poderosos. Durante unos breves momentos parecieron escuchar. Fue fascinante, por ejemplo, ver a Alex de la Iglesia cambiar de opinión sobre la ley Sinde hasta el punto de dimitir como presidente de la Academia por coherencia interna: el diálogo público en Twitter le había transformado. “Esta gente me dio una lección. Es cómodo hablar con los que te siguen la corriente: te reafirmas en tus ideas, te sientes parte de un grupo, protegido, frente al resto de locos que se equivocan. Por vez primera, aprendí que dialogar con personas que te llevan la contraria es mucho más interesante. Puede resultar incómodo al principio, sobre todo si eres soberbio, como yo. Pero cuando aprendes a encajar, la cosa fluye, y las ideas entran. En este país cambiar de opinión es el mayor de los pecados”, escribió en 2011.
Las redes se hicieron masivas, se convirtieron en el gran negocio de nuestra época y se deshumanizaron. Las campañas de propaganda, desinformación y acoso fueron digitalizadas y decidieron elecciones. Llegaron las cuentas falsas, los bots, los ataques coordinados, la desidia de las plataformas, la polarización alentada por medios y partidos, los trolls profesionales. Subió el tono en el Congreso, la televisión y las calles. Ocurrió lo contrario a lo esperado, e internet provocó que la torre de cristal, lejos de romperse, se alzara aún más. Quienes estaban más expuestos a la opinión pública (políticos, periodistas, columnistas, activistas, incluso creadores de contenidos) tuvieron que desarrollar una piel dura contra los ataques extremos que les permitía hacer su trabajo pero también les aislaba.
La analista política Sarah Santaolalla contó al periodista Martín Bianchi que tiene 2.000 wasaps sin contestar, la mayoría insultos o amenazas anónimas organizadas a través de chats de ultraderecha. “Tuve que desactivar el buzón de voz porque tenía que estar todo el rato borrando insultos para recibir nuevos. Me siento acosada todos los días, pero no voy a cambiar de número, ni de casa ni de vida porque unos fascistas me persigan”, dijo. Santaolalla ha aprendido a desensibilizarse. Hay una parte estructural en su acoso: las mujeres, especialmente periodistas, son más propensas a sufrirlo.
Carlos Mazón se acaba de caer estrepitosamente de la torre de cristal. Parece que la rendija se abrió cuando escuchó en persona a las víctimas y su propia madre le dijo que “hasta aquí”. No se resquebrajó tanto como para dimitir bien, pero sí lo suficiente como para hacerlo. Intento imaginar el proceso: al principio, piensas que va con el cargo y que así es el juego, con los años dejas de escuchar, sobrevives, normalizas lo extraordinario, separas lo que ocurre en tu móvil de la vida cotidiana. Como decía Alex de la Iglesia, encuentras una ideología y un grupo que te reafirma. El otro se convierte en una cifra, una cuenta en redes, un enemigo sin cuerpo. Finalmente, te resbala todo. Quizás sucede al revés, y los más expuestos poseen, sobre todo si triunfan, una inclinación natural al embrutecimiento porque ¿qué persona equilibrada desearía sufrir tanta violencia? Es preocupante que la maravillosa posibilidad de comunicación abierta por lo digital se haya transformado en un acoso sistémico que insensibiliza al poder, erosiona la democracia y aleja a las almas sensibles de los puestos públicos. Solo aquellos con la piel más dura sobreviven, y es a cambio de no sentir nada.
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