El triunfo del laicismo
Por mucho que Rosalía se vista de monja, el giro secular que empezó hace 200 años se ha hecho tan fuerte como para reducir la religión a un objeto de debate


Por Rosalía y otros cantares se nos ha contagiado el estribillo de que el catolicismo está de moda. De “giro católico” hablaba Diego S. Garrocho en estas páginas, recogiendo con datos y alguna intuición fina que los vientos del mundo están cambiando a un ambiente más espiritual y religioso.
Mal puede regresar lo que nunca se fue. Aunque los católicos se pinten como una fe asediada en un mar laico, con las iglesias vacías y los conventos en ruinas, mantienen un poder formidable en España y en el resto de países no por casualidad llamados católicos.
La Iglesia controla directa o indirectamente grandes grupos de comunicación y conglomerados de empresas y universidades de élite donde se forma la clase dirigente. Mantiene también una red de enseñanza densísima desde la que imparte doctrina. Este poder económico y social le otorga una gran influencia política en los partidos y en los votantes. Aunque su dominio se sostiene también en lo intangible: por ejemplo, el calendario sigue siendo litúrgico. Nadie cruza el país para celebrar el día de la Constitución en una cena familiar. Se esperan a la Nochebuena.
En griego clásico, katholikós significa universal. Desde la doctrina, es lógico que cualquier apoyo social por debajo del 100% sea un fracaso para una fe que aspira a reunir a toda la humanidad. La Iglesia se concibió como monopolio y no encaja bien la competencia, aunque acabe aceptándola: no habría sobrevivido dos milenios si no fuera flexible y oportunista. Pero la añoranza de la hegemonía no convierte al catolicismo en una fuerza marginal, arrollada por la modernidad laica, ni en un dragón dormido que se despereza al compás teutónico de Rosalía.
Tampoco es nuevo ni característico de esta época el interés de los intelectuales y de los artistas por el hecho religioso. La creación y el pensamiento están ligados a lo trascendente. A poco que divaguen, se cruzan con misterios y éxtasis que la tradición católica ha explorado con hondura. ¿Se puede levantar una obra literaria en España sin tropezar con los versos de Teresa de Ávila? Los llevamos dentro aunque no los hayamos leído. Max Aub, definiendo a su amigo Luis Buñuel, dijo que era todo lo ateo que puede ser un español, “que no es demasiado”.
El cine de Buñuel (y el de Berlanga, y casi todo el cine italiano) no se entiende sin el catolicismo, que es el código que nos permite comunicarnos con el pasado e interpretar el arte. Yo no me sé el Padre nuestro y llevo una vida deliberadamente laica, pero, como Buñuel, tengo un ateísmo limitado. A poco que me descuido, me sale el católico que todos los españoles escondemos.
Esto no quiere decir que no vivamos en un mundo secular ni que lo religioso esté recuperando unas posesiones que no llegó a perder del todo. Cuando cayó su monopolio, el catolicismo dejó de ser un paisaje natural y adquirió un atractivo que le era inalcanzable cuando se imponía a la fuerza. Lo católico mola porque es electivo. Las cifras que avalan la idea del giro católico (tasas de nupcialidad y bautismo en alza, encuestas en las que cada vez más población se declara creyente, etcétera) se explican también por su imantación exótica. En Instagram luce más una boda en una iglesia barroca que en un juzgado.
En un sentido existencial, quien busca a Dios encuentra en el catolicismo 2.000 años de experiencia contrastada. Es lógico que quienes tienen sed de trascendencia en un mundo donde las comunidades se deshilachan y los individuos viven asolados en la intemperie digital encuentren consuelo en una fe de eficacia probada. Pero esto no es un triunfo de la religión ni el comienzo de un giro católico, sino el éxito paradójico del laicismo.
Cuando Madonna sacó Like a Virgin en 1984, seguía una tradición provocativa contra un poder fuerte, que quizá no podía castigar la blasfemia, pero reaccionaba visceralmente contra ella. Rosalía hoy no busca enfadar a nadie. Lo blasfemo no está en su imaginario. Tan solo proyecta una estética que se puede vaciar y convertir en accesorio de moda. Esta operación solo es posible en una sociedad laica. Lejos de ser un instrumento divino, Rosalía es otro triunfo secular.
Lo mismo puede decirse del interés filosófico y literario por lo religioso, impensable en una sociedad donde la moral y las virtudes cívicas se impongan desde un púlpito. La religión solo puede pensarse y debatirse en profundidad en un contexto de libertad de conciencia, sin injerencias doctrinales. No son los sacerdotes quienes imponen su criterio, sino pensadores y literatos que se representan a sí mismos y cuyo objetivo principal no es el proselitismo. Podemos parodiar a algunos de ellos como misioneros o predicadores, pero no lo son. Su prestigio se debe a su independencia, y no disfrutarían de ella en una sociedad religiosa.
Más que un giro católico, quizá estemos ante el cierre final del giro laicista que empezó hace 200 años en Europa, y que al fin se ha hecho tan fuerte como para reducir la religión a un objeto de debate, como cualquier otro asunto.
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