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Columna
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Presidente Jano

Trump cada día se parece más al dios romano de dos caras: un rostro afable y esperanzado en los asuntos internacionales y otro huraño y desconfiado en los nacionales

Víctor Lapuente

¿Puede un presidente ser Mandela en política exterior y Berlusconi en política doméstica? ¿Puede un presidente desmantelar la democracia en su país y construir la paz en el mundo?

Trump cada día se parece más a Jano, el dios romano de dos caras. El republicano presenta un rostro afable y esperanzado en los asuntos internacionales y otro huraño y desconfiado en los nacionales. O, como dice Erica Green en The New York Times (la versión moderna de la mitología clásica), la gente ve a Trump en una pantalla de televisor partida por la mitad: a un lado, su ánimo pacificador en Palestina; al otro, su furor guerrero en Estados Unidos. Una cara de Trump dice: tras 3.000 años, “por fin hay paz en Oriente Próximo”. La otra: “Odio a mis oponentes”.

Ningún otro gran líder occidental tiene los dos rostros tan marcados como Trump, pero a todos (Starmer, Macron, Merz o Sánchez) se les está poniendo cara de Jano, con un creciente contraste entre su inmaculada reputación global y su menguante popularidad doméstica. Un detalle que quizás no es casual: a ellas no parece pasarles. Sheinbaum supera en aprobación a López Obrador y Meloni combina valoración interna y prestigio internacional, cumpliendo ahora tres años en el poder, un récord en Italia.

Pero ellos van adoptando los rasgos de Jano. Y lo dejan entrever en sus apariciones públicas: un rostro más relajado y confiado cuando viajan fuera del país; y más nervioso y esquivo en casa.

Son alabados fuera por motivos casi idénticos ―su vocal defensa de la paz y la solidaridad― y vilipendiados dentro también por razones parecidas ―primero, porque no son capaces de trenzar alianzas sólidas en el legislativo, aprobar las cuentas públicas o impedir que el gobierno cierre; y, segundo, porque mantienen relaciones tensas con jueces, prensa y la libertad de expresión―. Se proyectan en dos imágenes simultáneas: a un lado, sus logros internacionales; al otro, sus fracasos nacionales.

Como en los programas de la tele, uno no sabe si la culpa es del contenido o de la gente que los ve. Los ciudadanos somos también responsables de la dualidad presidencial. Cada día usamos más la doble vara de medir: exigimos altos estándares éticos para cuestiones internacionales, pero aceptamos cualquier desdén moral de los nuestros en asuntos domésticos. Naturalizamos que el PP diga “mentir no es ilegal” y el PSOE “somos una organización tan transparente que hasta nuestros sobres son transparentes”. Nos vale porque desgasta al rival. No sé si somos Jano, pero tenemos una cara un poco más dura.

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