Extrema derecha y jóvenes: no es ideología, es biología
Recurren a la ironía para eludir las acusaciones de racismo y violencia, pero también para volverse incomprensibles entre los adultos


Desde la detención del presunto asesino de Charlie Kirk y las noticias sobre las alcantarillas digitales en las que se expresaba políticamente, me estoy volviendo tarumba con ensayos y artículos que explican las culturas juveniles de extrema derecha en Estados Unidos (alt right). He aprendido a distinguir a un groyper de uno de Turning Point, y qué es la manosfera; he entendido que el dibujito de Pepe the Frog es, en algunos foros, como 4chan o Reddit, un símbolo de odio equivalente a una esvástica, y cómo el Ku Klux Klan recluta a miembros entre los incels. Los sociólogos, politólogos y reporteros que hacen espeleología por esos desagües dicen que los activistas recurren a la ironía para eludir las acusaciones de racismo y violencia, pero también para volverse incomprensibles entre los adultos. Usan jerga de la cultura gamer y se comunican mediante alusiones a videojuegos y dibujos animados.
Parece complejo, aunque es simplicísimo. Lo difícil de comprender y explicar era la política de extrema izquierda de la década de 1960. Cada nueva escisión marxista-leninista-maoísta era doctrinalmente más espesa que la anterior. Ni el propio Marx habría entendido un número de Bandera Roja o media página de Louis Althusser. Pero estas modulaciones juveniles de la alt right se pillan al primer golpe, pues son más biológicas que ideológicas. Basta comprender cómo funcionan el acné y la testosterona.
A los señores de mediana edad nos vienen a las meninges las peleas entre los jets y los sharks en West Side Story (si los portorriqueños fueran trumpistas), pero también los crímenes de La naranja mecánica o, en el terreno de la lengua española, Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares, una novela distópica en la que los jóvenes toman las calles de Buenos Aires y atacan a todos los viejos. Si nos ponemos más clásicos, recordaremos a los pretendientes de Penélope en Ítaca, destrozando el palacio de Ulises y amenazando a Telémaco con memes de la época. Si no fuera porque son parte de la fuerza electoral de Trump y disponen de los recursos del Estado más poderoso del mundo, su rabia sería tan banal como invisible.
A diferencia de otras enfermedades, la juventud es un trastorno que se cura con el tiempo, pero en una época en que la adolescencia se solapa con la jubilación y los nonagenarios no se sienten viejos, esta broma amenaza con ser tan infinita como la de David Foster Wallace, a quien debemos, por cierto —a él y a su generación nihilista—, el polvo de estos lodos. Y disculpen que tire de refranero: así hablábamos antes de los memes.
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