Cambiar de opinión
La realidad es a veces más compleja que los dogmas en los que nos empeñamos en constreñirla


Una tarde de verano de 2012, con el 15-M aún coleando, a Cristina Cifuentes no se le ocurrió otra cosa que volver a casa en el momento justo en el que una manifestación pasaba por allí. Ella era entonces delegada del Gobierno y, cuando se percataron de su presencia, cientos de manifestantes la increparon, la insultaron y le escupieron. Cuenta que su hijo, que estaba en el balcón, se echó a llorar. También que aquello no fue un hecho aislado; tanto ella como su familia sufrieron acoso en su casa hasta que decidieron mudarse.
Unos años después se fundó Podemos, una formación política que, entre otras cosas, definía actos como aquel como jarabe democrático. Una de sus caras más conocidas, Pablo Echenique, participó entonces en un escrache que se alargó durante más de un año, en la puerta del domicilio de la consejera de Educación de Aragón. Y declaró que, cuando gobernaran, estarían encantados de que les hicieran lo mismo.
Luego resulta que no les gustó tanto. Cuando Iglesias y Montero sufrieron a un montón de chiflados a las puertas de su casa durante meses, aquello les pareció un acoso intolerable, y lo fue. Pero en lugar de matizar su postura sobre los escraches, los suyos se empeñaron en buscar matices entre increpar a los hijos de Cifuentes cuando iban a tirar la basura y no dejar que los de Iglesias y Montero fueran al parque tranquilos.
Es justo reconocer que la pareja política Iglesias- Montero quizá ha sido la que más violencia política ha sufrido en la última década. El último rejonazo ha sido la publicación de unas fotografías en la puerta del colegio privado al que parece que han decidido llevar a sus hijos. Porque puede que sea noticiable que la eurodiputada Montero, defensora de la educación pública, elija para sus hijos la privada. Pero la foto del crío y hasta el menú del centro, no.
Además de una rectificación por parte de los medios que han publicado imágenes y datos innecesarios, quizá sería pertinente alguna reflexión de Iglesias. No por llevar a sus hijos a un colegio privado, sino porque hace poco sentenciaba en la Cadena SER que si “papá y mamá quieren llevar al niño al colegio privado (...) es porque no quieren que haya niños gitanos, ni hijos de migrantes marroquís y ecuatorianos, ni de clase obrera”.
Supongo que Iglesias sabía entonces que hay colegios públicos sin inmigrantes y con alumnos ricos y concertados, llenos de inmigrantes y obreros. Que hay padres que no llevan a sus hijos a la pública porque están hartos del fracasado modelo bilingüe o de experimentos con pantallas. Que hay quienes tienen hijos con necesidades especiales a las que una escuela pública infradotada a veces no puede atender, o con circunstancias particulares y a veces dolorosas que les llevan a tomar esa decisión. Pero prefirió juzgar a quienes no pensaban como él con la misma dureza y brocha gorda, con la misma ausencia de caridad y matices con la que, tristemente, él está siendo juzgado ahora. Seguro que las razones por las cuales Iglesias y Montero han decidido llevar a sus hijos a un colegio de pago son más que legítimas; pero también lo eran, estoy segura, las de muchos a los que acusó de racistas y clasistas por la misma decisión que él ha tomado ahora.
Como cuando sufrieron acoso a las puertas de su casa, es probable que con esta decisión la pareja se haya dado cuenta de que la realidad es a veces más compleja que los dogmas en los que nos empeñamos en constreñirla. Sobre todo cuando en la ecuación entran los hijos de uno. Ojalá tengan, algún día, el valor y la humildad de reconocerlo.
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