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Tribuna
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Desespectacularizar la vida

Bajo el espejismo de un espacio público ‘online’, proporcionamos a los más jóvenes un mundo boicoteado que expulsa de antemano la reflexión y la justicia. Su contrapeso está en la escuela pública

Tribuna Remedios Zafra 4 septiembre
Remedios Zafra

La duda es la grieta que permite poner las cosas bajo interrogación, preguntarnos por las razones, conocer más y mejor. El paso que permite pasar de la afirmación “yo soy” a “yo creo” requiere de algo tan esencial como la duda. La duda siempre está cuando el propósito que nos mueve es saber más de un asunto, comprenderlo. No sorprende que el vestido de la creciente ola de extrema derecha sea justamente lo opuesto a la duda. La arrogancia con que muchos afirman y sentencian hoy parece propia de quien no se hace preguntas, porque asume directamente las respuestas que otros le lanzan, como herramientas o como armas.

Diría que hay un contexto propicio para todo ello en las pantallas. Llevamos tiempo viendo cómo la apariencia de sentido amenaza con comerse el sentido, empujando a la espectacularización de la vida en ellas. Me refiero al espectáculo como una forma de organización de la vida social basada en la apariencia, que de manera preocupante no busca diálogo ni pregunta, aval científico ni información contrastada. Que busca audiencia y monetización de números. Ese valor tan fácilmente hackeable como poderoso que lleva tiempo ocultando los valores que más importan como humanos y como sociedad y que precisan duda, ética y educación.

Recientemente conocí a un joven que afirmaba no dudar. También era un joven enfadado. Me pregunto si una y otra cosa no tenían que ver. Sin apenas conocernos, el joven comenzó a insultar al presidente del Gobierno con un odio llamativo para un casi-adolescente. Le pregunté de dónde sacaba la información que le hacía pensar así y me hablaba de vídeos y podcasts que, según él, demostraban sus afirmaciones. Decía querer pasarme los enlaces, convencido de que al verlos también yo cambiaría de opinión. Insistía en que los números que avalaban a los streamers que protagonizaban esos vídeos eran muy altos y tanta gente no podía estar equivocada. Que estaba claro. Vaya, la claridad y los números altos.

Me pregunto por qué los medios de comunicación plurales no llegan a este joven o este joven no llega a ellos; de qué maneras muchos han dejado de usar sus conocimientos y dudas, lo que estudian, para valorar el mundo, en qué momento han quedado fuera de los medios donde no te dicen qué pensar arropándote al abrigo de una comunidad descaradamente homogénea. Qué importante sería que se incentivara ese encuentro. Porque asusta observar que las fuentes de las que muchos beben ahora tienen como único valor la audiencia a costa de la verdad.

En algún momento cercano perdimos de vista que en el mundo conectado el valor de “lo muy visto” se posicionó como máximo valor, paradójicamente desprovisto de los valores humanísticos que nos sostienen como sociedad y dificultando una democracia sana. Porque en el valor de la mayor audiencia, ¿acaso no se congrega lo más morboso con lo más frívolo cuando “lo más” solo empuja a la competición y al espectáculo?

Al preguntar cómo llegamos a esto, cabe mirar la más reciente historia de internet y la cesión de grandísimo poder a las empresas digitales. En estas décadas se ha ido dificultando algo importante: el contexto y tiempo necesarios para pensar y poner las cosas en duda. Ante la tentación y la inercia de lograr respuestas inmediatas a golpe de botón, el proceso reflexivo se simplifica o anula, llevando a posicionamientos rápidos y más emocionales, retroalimentando lo muy visto, arropándose con ello.

Las redes sociales llevan tiempo nutriendo estilos que refuerzan primero, homogeneidad interna, y después, polarización en el señalamiento del otro. Como efecto triunfan dos extremos: la impostura propia de quien rentabiliza apariencia y escaparate, y el exabrupto propio del hartazgo de la pose, valiéndose del discurso espectacularizado que hoy define a los más reaccionarios.

A todas luces diría que estamos proporcionando, especialmente a los más jóvenes, un mundo previamente boicoteado. Un mundo donde se pasó por alto la premeditación adictiva escondida bajo el espejismo de espacio público online. Porque las plataformas y redes regidas por el capital han sido y siguen siendo ante todo campo de acción mercantil, instrumentalizadas por las fuerzas del “más”, acogiendo a la multitud de solos conectados que hoy derivan, a menudo con resentimiento engordado, buscando arropo comunitario y luz entre las sombras de la precariedad y la confusión de muchos.

Ante la tentación de deshumanizar al joven del que les hablo, de la misma manera que ese joven deshumaniza a los que insulta, no puede perderse de vista este contexto saboteado para espectacularizar la vida. Porque se rige por valores que expulsan la reflexión, la justicia y el sentido, proyectando al mundo material las lógicas que dominan internet, como un espejo invertido donde internet ya no refleja, sino que proyecta. Valores que se apoyan en visiones antiintelectuales y que desprecian y maltratan el conocimiento.

Como riesgo añadido en la conversión del mundo en espectáculo es fácil legitimar que el más payaso sea el rey, porque la dinámica se distorsiona buscando no ya un buen gobierno, sino seguir el juego competitivo del espectáculo, apoyar determinada audiencia en contra de otra. Es fácil que en la búsqueda de más fama, audiencia y dinero se devalúe el conocimiento y se frivolicen nuestras vidas, porque estos sujetos espectacularizados han convertido toda comunicación en publicidad de sí mismos. La oscilación de la época anuncia cómo frente a la importancia que el estudio y el pensamiento han tenido para argumentar la diversidad y las políticas de igualdad que tantos logros sociales han culminado, el contrapeso del espectáculo de ahora encumbra la audiencia desde la contundencia de fuerzas emocionales y antiintelectuales que primero te arropan y después te convierten en soldado.

Desespectacularizar precisaría salir de las poses y rabias de las pantallas que jalean el insulto y la guerra, restaurar una renovada confianza en el conocimiento para comprender y comprendernos; recuperar emociones positivas, la potencia y la esperanza en la educación y en las personas que educan para ayudar a manejar nuestras dudas, para respetar nuestras diferencias.

Ahora que comienzan las clases, recuperar la ilusión en lo que la educación puede se hace imprescindible para una vida desespectacularizada. No se supera la lógica bélica y simplificadora que hoy aprieta con la aterradora claridad con que se deshumaniza al otro, ni delegando en que las personas se eduquen solas en las redes. No imagino mayor cuidado como humanos que cuidar la educación pública y fortalecerla. Como profesores recuperar la verdadera pasión por construir valor y sentido desde ella. Aquí habita la íntima sensación de que lo que hacemos vale la pena, que es bueno no solo para el aquí y ahora, sino para comprometernos con quienes estarán mañana.

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