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Tribuna
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Una transformación molecular hacia el canibalismo

De pronto hay que tener cuidado con lo que uno dice entre desconocidos sobre verdades hasta hace poco rutinarias: la Tierra es redonda, las vacunas salvan vidas, matar niños de hambre es imperdonable

ilustración Alba Rico
Santiago Alba Rico

Un amigo me recordaba hace poco un pasaje de Gramsci que había olvidado. En marzo de 1933, en una carta a su cuñada Tania, el filósofo marxista, en efecto, ironizando sobre sus padecimientos físicos, desarrollaba una reflexión general sobre lo que él llamaba “transformaciones moleculares”. Para ello proponía el ejemplo de unos náufragos que, de pronto, se ven en la necesidad de practicar el canibalismo para sobrevivir. Si alguien les hubiese planteado en tierra la disyuntiva entre comer carne humana y morir, sin duda todos habrían elegido morir. Pero una vez en el barco, ante el peligro inminente de la inanición, la idea del canibalismo, dice Gramsci, “ya no les parece tan absurda” y “llegados a un cierto punto algunos de ellos se convierten de verdad en caníbales”. Ahora bien, el hombre que en tierra elegía la muerte y el que en el mar acaba devorando a sus compañeros, ¿son la misma persona? Gramsci sostiene que no. Más allá de la continuidad puramente formal que la Ley le reconocería (y que el sardo considera necesaria), desde un punto de vista psicológico, antropológico, político, se trata de dos personas radicalmente diferentes. Sería inútil, pues, una acusación de hipocresía o de doble discurso, salvo quizás en esa fase de transición, diría Gramsci, en la que “la personalidad se desdobla: una parte observa el proceso, y la otra lo sufre”, una fase provisional, añade, en la que “la parte observadora —mientras esta parte exista significa que hay un autocontrol y la posibilidad de recuperarse— siente la precariedad de la propia posición, o sea, prevé que llegará un punto en el que su función desaparecerá, es decir, que no habrá más autocontrol, y la entera personalidad será engullida por un nuevo “individuo” con impulsos, iniciativas, modos de pensar distintos a los de antes”. En definitiva, durante un cierto período el individuo ético en extinción y su sucesor caníbal conviven, y el primero siente el malestar radical de este nuevo impulso en el que todavía no se reconoce pero cuya victoria ya anticipa. Luego, ay, sucumbe y la práctica que al principio sólo le parecía necesaria —pero horrenda— ahora le parece ya sinceramente legítima; y el hombre se convierte, por así decirlo, en un caníbal consciente, orgulloso, asertivo, provisto de buenos argumentos caníbales, dotado de un apetito y una inteligencia propiamente caníbales. Tras esta “transformación molecular”, el canibalismo se vuelve a sus propios ojos no sólo justo sino incluso hermoso.

Estas transformaciones, es verdad, son inevitables y, si no estamos naufragando, perfectamente compatibles con el autocontrol que llamamos “ética” y con la ineludible responsabilidad legal: los enamorados, por ejemplo, desarrollan hábitos y gustos contrarios a los que defendían en su vida profana, los viejos confunden las manías propias de su edad con una nueva y más acendrada sabiduría y todos en general cambiamos de opinión en un cuerpo y en un mundo cambiantes, como el Narrador proustiano cambiaba de posición en la cama con consecuencias, como sabemos, cataclísticas. Ahora bien, mi amigo me recordaba este pasaje de Gramsci reconociendo a su alrededor, en gente próxima, “transformaciones moleculares” de orden político muy preocupantes, casi siniestras: hermanos que de pronto, durante una comida familiar, defienden con calor el genocidio de Israel o arremeten contra el “wokismo”, compañeros de gimnasio convertidos en racimo al terraplanismo, vecinos decentes que echan la culpa de todos los males al movimiento LGTBI o a los inmigrantes, antiguos novios que niegan el cambio climático, colegas de trabajo que en 2015 votaban a Podemos y diez años después votan a Vox. En verano, cuando nos reencontramos con conocidos a los que no veíamos desde hace un año, la sorpresa de muchas e inesperadas transformaciones moleculares de este tipo nos llena de desasosiego.

¿Pero acaso no es esto lo que llamamos “fascismo”? El fascismo, en efecto, sólo es posible allí donde se produce una gran transformación molecular, uno a uno, de muchos ciudadanos al mismo tiempo. Durante una década lo hemos visto rampar en la oscuridad, en una transición silenciosa en la que el “autocontrol”, aún posible, nos inclinaba más bien hacia el cinismo, ese estado anfibio en el que, aceptando ya el mal como una concesión al realismo, todavía manteníamos un pie mental en la democracia. En esa fase de “desdoblamiento”, ya casi dejada atrás, aún se podía hacer algo; aún existía el asidero de un remedio y “la posibilidad de recuperación”. Pero mucho me temo que la transición se está acabando; la transformación molecular se está completando, la hegemonía caníbal se ha instalado ya en muchos cuerpos y el canibalismo, por tanto, se ha vuelto legítimo: se ha vuelto, sí, la opción de mucha gente honrada e incluso de mucha gente inteligente. La prueba es que ya no tenemos argumentos convincentes contra él; y que él, al contrario, extrae los suyos, contundentes y retadores, de una experiencia común incontestable. ¡La experiencia, esa inmediatez quimérica donde, para bien y para mal, se fabrican los mejores relatos! De pronto hay que tener cuidado, por ejemplo, con lo que uno dice entre desconocidos sobre los derechos humanos. Ya solo en pequeños grupos afines se puede dar por supuesto el acuerdo sobre verdades hasta hace poco rutinarias: la Tierra es redonda, las vacunas salvan vidas, matar niños de hambre es un crimen imperdonable.

Gramsci elige expresamente una situación extrema e improbable en la que es muy difícil mantener la integridad molecular. Pero él sabía, encerrado en la cárcel como consecuencia de la transformación molecular de Italia, que los grandes cambios colectivos son el resultado de pequeños cambios en los cuerpos individuales. Así que, enfrentados hoy a una amenaza que ya no es anecdótica ni marginal, y que ha sido alimentada por el “desdoblamiento” de ciertas élites económicas y de poderosas castas intelectuales, conviene hacerse al menos dos preguntas. La primera: ¿estamos viviendo ahora también un gran naufragio, al menos en sentido figurado? La segunda: ¿estamos nosotros mismos libres de una transformación molecular semejante?

Estamos viviendo, sí, un gran naufragio, cuya presión indirecta y políglota se deposita, por eso mismo, en los huesos, en las manos, en la lengua: frente a una tragedia física nos volvemos explosivamente solidarios: frente a una angustia ambiental nos transformamos “molecularmente” en caníbales honrados. No estamos en una balsa a la deriva, como los náufragos de Gramsci, ni pasamos hambre, como en Gaza, pero estamos viviendo un gran naufragio civilizacional, desde luego, y ninguno de nosotros está libre de sufrir una transformación parecida. Las experiencias compartidas desde cuerpos separados (el miedo, la frustración, el odio) son irresistibles y, a partir de un cierto umbral, se expanden de forma viral, sobre todo si sus muñidores y beneficiarios disponen de medios económicos y digitales para moldear la realidad común.

Hay, pues, una tercera pregunta, y es la más decisiva y la más difícil de responder: ¿cómo se hace para mantener el “autocontrol” colectivo y asegurar, en medio de la zozobra, “la posibilidad de recuperarse”? El bien y el mal, la verdad y la mentira, el amor y el odio, son composiciones moleculares de la gente normal. “Triste la época que no tiene héroes”, escribía Bertolt Brecht en su Vida de Galileo. Triste la época que los necesita, diría yo. En los períodos de transición, se necesitan héroes y santos que mantengan el “autocontrol” y se resistan desde su propio cuerpo a la mutación molecular colectiva. Esos héroes y santos surgirán, como siempre ha ocurrido, desde abajo, cuando el fascismo complete la transformación. Pero si se trata de evitarla (¡y se trata de evitarla!), si queremos ahorrarnos los héroes y los santos que acompañan a los muertos (¡y queremos ahorrarnos esos paladines y esos muertos!), entonces urge encontrar una tercera vía entre el canibalismo y la muerte. ¿Qué es lo contrario de un naufragio? Un puerto. Tenemos poco tiempo para inventar otros cuerpos y otra composición molecular.

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Sobre la firma

Santiago Alba Rico
Santiago Alba Rico es escritor y ensayista. Fue guionista en los años ochenta del mítico programa de televisión 'La bola de cristal' y ha publicado más de 20 libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños, un poemario y una obra de teatro. Sus últimos libros son 'España' y 'De la moral terrestre entre las nubes'.
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